lunes, 5 de febrero de 2018

Entre el cine policíaco y el cine pastoral: “Nunca es demasiado tarde”, de Julio Coll.


Meritorio intento de cine policiaco cruzado con el melodrama sentimentalón: Nunca es demasiado tarde o la estilizada sobriedad estética de un debutante. 

Título original: Nunca es demasiado tarde
Año: 1956
Duración: 75 min.
País: España
Dirección: Julio Coll
Guion: Julio Coll
Música: Xavier Montsalvatge
Fotografía: Salvador Torres Garriga (B&W)
Reparto: Gérard Tichy,  Margarita Andrey,  Miguel Fleta,  Carlos Otero,  Arturo Fernández, Mario Beut,  Isabel de Pomés,  George Martin.


Guionista de Apartado de Correos 1001 y director de Distrito Quinto, Julio Coll debutó en el cine con esta película que se mueve, con soltura y firmeza entre dos géneros que no siempre casan adecuadamente: el cine policíaco y el melodrama. Con dos partes muy marcadas, la del atraco a una empresa de la que sale la banda no solo enfrentados entre ellos sino, además, con un muerto innecesario a sus espaldas, y la retirada al escondite donde reconsiderar una vida dedicada inútilmente a la búsqueda del gran atraco que permita la retirada de vida tan arriesgada, el protagonista se queda con el dinero, denuncia a la policía el robo y se retira a su casa familiar, donde es recibido por sus dos hermanos, uno, que lo aborrece, y otro que lo idolatra. Quien lo aborrece se enfrenta a él porque, después de doce años de cortejo ha conseguido ser aceptado en matrimonio por quien fuera la novia de su hermano, de quien huyó hacia esos planes de enriquecimiento y de vivir “en el mundo” después de haberla dejado embarazada de un hijo. Así pues, no tardamos en ver que el verdadero meollo de la película deriva hacia la cuestión amorosa y a la asunción del rol de padre para con un hijo que lleva doce años sin haber tenido ningún contacto con él. Teniendo en cuenta el año de la película, 1956, ha de reconocerse que la situación no deja de ser atrevida para la época, sobre todo porque, además, ella no ha dejado de quererle y es más proclive a perdonarlo que a casarse con su hermano, quien discretamente se pone en un segundo plano, no exento de rencor, y deja, con extrema delicadeza, que ella resuelva lo que crea en conciencia que ha de resolver para el futuro. Que ella revele al hijo la identidad del padre y que el niño lo asuma sin aparente zozobra psicológica no deja de exigir cierta credibilidad en los espectadores, a quienes se les hurta un posible conflicto que, por arte de birlibirloque, se escamotea, teniendo en cuenta lo conocido en situaciones semejantes. La dirección es muy esmerada, esto es, Coll busca encuadres que aporten alguna originalidad a un guion relativamente plano y tópico: la redención del delincuente en el seno de los valores familiares y de la religiosidad social, porque, ante la llegada inminente de sus compañeros de atraco, que vuelven en busca del dinero, el protagonista sabe que bien pueden acabar con su vida y decide casarse a toda costa con la madre de su hijo para darle, finalmente, el apellido al niño, porque en esos términos está situada la cuestión también. Hay un plano destacado en el que la cámara enfoca a quien fue amiga del protagonista a través del hueco que deja el brazo colocado en ángulo sobre la cadera de un miembro de la banda, un casi debutante Arturo Fernández que exhibe su palmito de galán del mal, en esta ocasión, con total propiedad; pero no es el único en que Coll se luce, porque la parte del pueblo, y especialmente los interiores de la casona rural donde viven los hermanos permite una selección de planos muy notable, como el de los dos hermanos al fondo de la escena y la mecedora donde murió el padre en primerísimo plano, por ejemplo. La película le debe mucho a la interpretación del protagonista, uno de los actores más curiosos del cine español, porque Gérard Tichy, nacido Gerhard Tichy en Alemania, fue teniente de la Wehrmacht nazi y, tras la guerra, logró huir de dos campos de prisioneros y entrar en España donde, gracias a un conocido, acabó haciendo carrera cinematográfica. Habitualmente era doblado. Fue durante  mucho tiempo encasillado en papeles de villano, por eso le estuvo tan agradecido a Coll, porque le permitió interpretar un papel en el que los problemas de conciencia dominaban ampliamente sobre la acción de su otra vida, reducida al mínimo en el planteamiento de la trama y en el desenlace. He de reconocer que la obra deja mucho que desear, pero Coll sabe trazar con buen pulso las individualidades en conflicto, todas: los hermanos, la novia abandona y el hijo desconocido, amén de los dos atracadores que han empeñado sus días en vengarse de él y recobrar el dinero del atraco. Es una lástima que la música de un compositor tan poderoso como Monsalvatge quede reducida a dos o tres frases bellísimas que, sin embargo,  se repiten hasta la saciedad durante toda la película, como si formaran parte de un disco rayado o como si la inventiva del compositor no hubiera hallado el camino de continuación a ese arranque tan soberbio. Con sus imperfecciones incluidas, la película sabe crear una atmósfera doble: de desasosiego moral y, al final, de tensión criminal, y ambas se resuelven en un desenlace muy conseguido y muy propio de la moral de la época. 

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