viernes, 19 de enero de 2018

Un peliculón entre el melodrama y el cine negro, “La gata negra”, de Edward Dmytryk.


Entre homosexualidad y heterosexualidad, entre la ingenuidad y la sofisticación, La gata negra o un reparto de campanillas para una historia de pasiones imposibles. 

Título original: Walk on the Wild Side
Año: 1962
Duración: 114 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Edward Dmytryk
Guion: John Fante, Edmund Morris (Novela: Nelson Algren)
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: Joseph MacDonald (B&W)
Reparto: Laurence Harvey,  Capucine,  Jane Fonda,  Anne Baxter,  Barbara Stanwyck, Richard Rust,  Karl Swenson.


La presencia de John Fante en el tándem de guionistas añade a esta película un aliciente, dada la marginalidad del escritor y su revalorización en los últimos tiempos. Le dediqué una crítica, esta, en mi Diario de un artista desencajado, y a ella remito para un breve acercamiento al personaje. He mirado en la lista de directores de quienes he hecho como mínimo una crítica y me sorprendo a mí mismo por no hallar a Dmytryk entre ellos, siendo el director de una película que marcó mi adolescencia, El hombre que no quería ser santo, y tras haber visto no hace mucho, Ocho hombres de acero, una película bélica con un intermedio fantástico que valía por toda la película, y una notable actuación primeriza de Lee Marvin, aunque no bastó para incitarme a escribir una crítica sobre ella. Ignoraba, hasta haber visto esta maravilla que es La gata negra, que ambas películas fueron rodadas en el mismo año, lo que no deja de ser algo más que una mera curiosidad, por la radical disparidad temática de ambas y por el atrevimiento con que Dmytryk lleva al cine una historia de amour fou lésbico en tiempos poco propicios para tales atrevimientos, y bastante antes de esa película maldita de Robert Aldrich que es El asesinato de la hermana George, una historia de desamor lésbico explícito. En La gata negra, Dmytryk aún mantiene cierto recato que bien pudo burlar la férrea censura usamericana del código Hays, al que aún le quedaban cinco años de vida. No conocía la película y, como me ha pasado con El demonio de las armas, de Joseph H. Lewis, he descubierto una obra de arte que, por lo que he leído, no tiene la reputación que merece. Desde los títulos de crédito, magníficos, obra del genio Saul Bass, que se retoman al final de la película para el epilogo tradicional que nos indica cual fue el destino de algunos personajes, la película, banda sonora incluida, anuncia que vamos a asistir a una proyección que no nos va a dejar indiferentes. La película comienza como una road movie, con dos personajes, dos drifters , en apariencia, que tienen diferentes objetivos vitales: El protagonista, Dov, espléndido Laurence Harvey, va en busca del único amor de su vida, tras haberse tenido que separar de él porque no podía abandonar a su padre, que esperaba la muerte; ella, una Jane Fonda espectacular, en su segunda aparición en pantalla, tras haber rodado con Joshua Logan Me casaré contigo, que solo busca la protección de un hombre que la ayude a defenderse de la ausencia de futuro que tiene su vida y el hambre inmediata-estamos en los años 30- que le cuesta remediar. Se acompañan el uno al otro hasta que un episodio sórdido divide sus caminos: ella sigue el errático suyo, que acabará llevándola a la cárcel; él se instala en Nueva Orleans donde aspira a encontrar a ese amor de su vida, y lo hace empleándose en una gasolinera cuya dueña, una excepcional Anne Baxter, se debate entre su amor hacia el recién llegado y el respeto a la búsqueda de este de ese ser idealizado que alimenta su búsqueda. Capucine -bellísima y fotografiada con un mimo notable- hace el papel de una artista escéptica que cae en brazos de la mujer madura, la celosa propietaria de un exquisito burdel, representado por Barbara Stanwyck con una fuerza, delicadeza y dureza implacable que sobresale por méritos propios. La lucha, no deseada por parte del protagonista, con esa “propietaria” no solo del burdel, sino del destino de la propia protagonista, una artista protegida por ella y mantenida como un pájaro exótico en una jaula de oro, se narra en la película en clave de película del género negro, un trhiller en el que no faltan los sicarios tradicionales de la jefa, el político corrupto o, y eso sí que es un detalle escalofriante, un empleado del club que, sin medio cuerpo, se mueve sobre una plataforma, impulsándose con las manos, como el protagonista de muchos dibujos de Gila, de Chumy Chúmez o directamente inspirado en las víctimas de guerra a las que un obús las han dejado demediadas. Sobre ese personaje se descubre, hacia el final de la película, su condición, una sorpresa que no les revelo a quienes no hayan visto aún una película que no pueden dejar pasar mucho tiempo sin verla. Parece mentira que en aquellos años Dmytryk fuera capaz de rodar una historia con esa densidad transgresora. Claro que el protagonista, fiel creyente, siempre con una oportuna cita bíblica a mano, parece enfatizar la función redentora que deja a la protagonista, Capucine, en la indeterminación de qué camino seguir, porque el conflicto se establece, enseguida, entre la ingenuidad de la vida simple y bondadosa que le ofrece Dov, un tejano natural como el agua del manantial, y la sofisticación erótica de unas relaciones que, complaciéndola, le dejan un poso de insatisfacción. Esa será la lucha de la protagonista y entre el amor inocente de la pareja reencontrada y los mecanismos mafiosos que guían la conducta de la propietaria del burdel y sus secuaces la película recorre una senda de contrastes muy marcados y de dos  pasiones arrebatadas que ya se prefiguraron en los títulos de crédito, que siguen los pasos de una gata negra, desafiante, que acaba enzarzada en una pelea cruel con una gata blanca, un choque electrizante, como solo las riñas de gatos son capaces de exhibir. La puesta en escena, que privilegia los interiores del burdel y de la gasolinera, usa escenarios muy típicos del cine negro, pero el guion, muy ambicioso (amvicioso había escrito con errata iluminadora incluida…), renuncia a desarrollar adecuadamente algunas situaciones personales de los personajes que hubieran redondeada la película para convertirla en una obra maestra indiscutible, aunque dudo mucho de que no podamos considerarla como tal con lo que nos ofrece, ¡que no es poco! La atmósfera ambigua en la que nos sumerge la película es fuente celebrada de desasosiego, y los espectadores se ven arrastrados por los dilemas de los personajes y se ven urgido a tomar partido, ¡como si fuera fácil! La banda sonora, incluidas las dos sensacionales canciones que se interpretan, redondean una atmósfera del mejor cine negro, del más tópico, del inconfundible, y a fe que ese toque de genialidad se consigue cuando ese enfrentamiento por interés se convierte en un furioso melodrama de rivalidades amorosas que se lo llevan todo por delante, sin barrera ni frontera, y aunque se juegue uno en el empeño la vida y la otra su perdición social. ¿Ah, que todavía están leyendo estas líneas apresuradas en vez de haberse ido corriendo a verla…? ¡No me lo puedo creer!




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