sábado, 2 de diciembre de 2017

¡Borau, Borau, Borau!: “Crimen de doble filo”


Un trhiller vigoroso sobre un asesino caquéxico: Crimen de doble filo o el refinado virtuosismo estilista en un ambiente popular: Ophüls en Chamberí. 

Título original: Crimen de doble filo
Año: 1965
Duración: 90 min.
País: España
Dirección: José Luis Borau
Guion: Juan Miguel Lamet, Rodrigo Rivero
Música: Luis de Pablo
Fotografía: Luis Enrique Torán (B&W)
Reparto: Susana Campos,  Carlos Estrada,  Alfonso Rojas,  José María Labernie, Cristina Marco,  José Marco,  Juan Luis Galiardo,  Ángel Chinarro,  Paloma Pages, Ángel Calero.


El comienzo, al menos, con el lento movimiento de cámara describiendo los recuerdos familiares que nos informan sobre los orígenes musicales del músico, hijo a su vez de un músico célebre, son  totalmente de Ophüls, sin duda, y aun después, una vez avanzada una trama que progresa de un modo que parece abocarnos a la nadería, no pocos planos recuerdan vagamente el modo de filmar del autor alemán. Tenía gana de ver la que fue la segunda película de Borau, con una estética de los años cincuenta que trae al recuerdo los grandes éxitos de Bardem y otros autores como Rafael Gil, pero también la de autores más cercanos a él, como Miguel Picazo, quien un año antes había rodado con el mismo actor, Carlos Estrada, La tía Tula. Rodada en blanco y negro, con una fotografía excelente de quien al año siguiente daría su toque personal a una película extraordinaria Nueve cartas a Berta, de Martín Patino. La historia, del crítico Juan Miguel Lamet, productor, así mismo, de esta y de las de Picazo y Patino, lo que viene a conferir a las obras de su productora Eco, un marchamo de calidad, es un guion aparentemente sencillo que va desplegando poco a poco una complejidad, perfectamente dosificada que acaba atrapando al espectador en una intriga sutilmente insinuada desde el arranque de la película. El músico intenta en vano dedicarse a la composición, para la que no parece especialmente dotado. Se cansa, quiere fumar, no tiene cigarrillos. Llega su mujer, tampoco tiene. Baja al bar de enfrente, pero, antes, pasa por el sótano, donde vive un afinador amigo suyo, entra y le dice que le roba un pitillo, pero al acceder al final del local descubre el cadáver del amigo en el suelo. Aterrado, sale, cruza la acera y llama a la policía para denunciarlo. Regresa a la escalera, y, mientras observa si baja o no el ascensor, un hombre sale de casa del asesinado, echa a correr detrás de él, pero desaparece por una esquina y lo acaba perdiendo de vista. Todo esto, además, es contemplado por el vecino de enfrente del afinador, un sastre del que apenas la cámara nos permite entrever quién sea. Por las calles, diríase que estamos en el barrio de Chamberí, el ambiente popular y la actuación rutinaria, como de andar por casa, de la policía, la película asume unos tintes costumbristas muy marcados, pero muy contenidos, que le dan a la película hasta casi un interés sociológico como la descripción de los escasos o nulos medios de investigación policiales y la pobreza manifiesta de sus instalaciones, amén del personal relativamente poco cualificado. El protagonista no dice nada a la policía sobre el hombre que ha visto salir del lugar del crimen y eso se va a convertir en un factor de intriga que acabará acosándole hasta desequilibrarlo -se siente amenazado, perseguido por el asesino-, y rescata del sótano una vieja pistola, aunque nada se nos explica de una posesión tan inusual. La tensión progresiva, como las llamadas cuando ensaya en el Teatro Eslava con la compañía de Zarzuela, de cuya reducida orquesta forma parte o un seguimiento nocturno por las calles desiertas de los alrededores del teatro consiguen crear una angustia que lo empuja a confiarse a la policía, quien no se cree de ninguna de las maneras, la historia del supuesto asesino. En los interrogatorios, tras el descubrimiento del cadáver, acabamos conociendo al vecino que entrevimos, al sastre, un José María Prada que compone un sastre afeminado con una propiedad absoluta y un rigor expresivo que muestran lo que ya era entonces Prada, y siguió siendo muchos años, uno de los mejores actores que ha dado este país, generoso en ellos. Cuando el seguimiento del asesino llega incluso a materializarse en la propia finca donde vive el músico y este, que no puede entrar en casa, porque la mujer había cerrado con el pestillo, ve que se le echa encima en el rellano, saca la pistola y le dispara, tras lo cual el supuesto asesino  muere en el acto. Y, a partir de ahí, comienza de nuevo la película, y volvemos a verlo todo desde nuevos ángulos de encuadre, como si lo reconstruyéramos para detectar cuanto nos había pasado por alto. La sabiduría fílmica de Borau se muestra en esta segunda parte a una altura casi impropia de su relativamente escasa experiencia. El arranque del encuentro entre e inspector y el sastre, con un plano de la figura sentada del inspector que oculta totalmente al sastre que habla, quien aparece, en escorzo, lateralmente, para convencer al espectador de que no estamos ante una sesión espiritista me parece genial. La visita al Ateneo, cuyo interior magnífico he tenido la ocasión de ver por primera vez, lo que me empuja a no perderme una visita al edificio en mi próximo viaje a la capital, es un hallazgo. Del mismo modo que la homosexualidad del sastre da carta de naturaleza a una minoría oprimidísima en aquellos años en España, la investigación sobre el supuesto asesino nos conduce a una habitación de una pensión, donde vivía el joven, presidida por una reproducción del Guernica de Picasso, algo que la censura pasó incomprensiblemente por alto, y llena de libros que la policía hojea sin que parezca deducir de los mismos que el joven fuera un agitador político, algo que la cámara sí que parece dar a entender implícitamente. Por una serie de azares, alguno de ellos de tipo cómico, como la llamada equivocada al piso de la víctima, donde la policía aún busca pistas, creyendo que llaman a la esposa del detenido, que aparece en la libreta de teléfonos del asesinado por el marido, se llega a un conocimiento que, una vez fijado en toda su crudeza, da un vuelvo a la trama: el asesinado, que parecía perseguirle para liquidarlo porque lo había visto salir de casa del afinador, tenía relaciones sexuales con su esposa. Todo cambia, entonces, y de ahí al desenlace, la sorpresa y el modo eficacísimo como se narra, a través de dos confesiones grabadas en cinta, que se representan para el espectador, este descubre una verdad insospechada hasta entonces. Del caso del músico paranoico pasamos al de la casada insatisfecha, porque el músico es casi el paradigma de la pusilanimidad, el fracaso y la insatisfacción, de la que la mujer, con todo derecho, quiere escapar. El guion casi perfecto de la película permite que hasta las primeras secuencias de la película hayan de verse como nuevas, como la del travelín de la mujer junto a las casetas de la Feria del Libro, un día de lluvia, el día de autos. No revelo el desenlace porque estoy seguro de que esta película de Borau va a tener muchos nuevos espectadores, y que, imagino, irá creciendo en la estimación crítica como un hito del cine de los 60 y de una tradición española de cine negro en la que hay títulos tan contundentes como los que hemos ido viendo en la Historia del cine español, un programa antológico que no debería acabarse nunca: vistas todas, habría que comenzar de nuevo… Desde Apartado de correos 1001, de Julio Salvador, hasta Brigada criminal, de Iquino pasando por Murió hace quince años, de Gil, esa tradición, tan mal vista hasta ahora, tiene obras, como la de Borau, que consolidan un quehacer de cine policiaco autóctono al que, como hicieron los franceses con el suyo, acaso habría que buscarle un nombre propio. Me quedo con el recuerdo de una película que, por la figura del inspector, además de por otras circunstancias, me vino enseguida a la memoria cuando la veía: Un maldito embrollo, de Pietro Germi, basada en una excepcional novela de Carlo Emilio Gadda. En fin, no sé cómo no han dejado de leer esta torpe apología para disfrutar de lo lindo con un Borau que hasta me parece, en esta,  mejor que el de Furtivos… 

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