sábado, 25 de noviembre de 2017

El teatro de las maravillas técnicas: “La soga”, de Alfred Hitchcock


Un despliegue de ingenio para el reto eterno del crimen perfecto: La soga o la debilidad moral de la soberbia criminal.


Título original: Rope
Año: 1948
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Alfred Hitchcock
Guion: Arthur Laurents, Hume Cronyn
Música: Leo F. Forbstein
Fotografía: Joseph Valentine, William V. Skall
Reparto: James Stewart,  John Dall,  Farley Granger,  Cedric Hardwicke,  Joan Chandler, Douglas Dick,  Constance Collier,  Dick Hogan.


Ignorante de los códigos creativos del lenguaje cinematográfico la primera vez que vi La soga, se me antojó la película una especie de interesante teatro hablado y, aun admitiendo el éxito del suspense sobre si serían capaces de descubrir el asesinato o no, la película ni de lejos me pareció a la altura de las “grandes” del maestro, algo parecido a lo que me ocurrió cuando vi Topaz, por ejemplo. El otro día apareció en el estante de Tallers 79 y no me pude resistir a revisitarla, convencido como estaba de que en esa película había bastante más cine en estado puro que mero teatro filmado.  Hasta los espectadores más zotes están al cabo de la calle del famoso intento de rodar toda la película en un único plano-secuencia, lo que indica no solo una osadía narrativa de primera magnitud, sino también  un intento de marcar distancias con el teatro filmado mediante una sola cámara frontal. Reconozco que  se me fue la atención en busca del famoso “corte” que rompiera el plano-secuencia, y a fe que los travelines de la cámara siguiendo a los personajes a través de las diferentes estancias del apartamento, toda ellas conectadas visualmente en un amplio grado, me arrancaban algunos ¡huy! defraudados. No hubo de pasar mucho tiempo para que advirtiera algo “raro” en algunos planos que, sin venir a cuento, se centraban en la espalda de algún personaje que más parecía interponerse entre la cámara y la escena, como por descuido, que propiamente ser una opción de encuadre del director. Más tarde, leyendo sobre los alardes técnicos de la película, he descubierto que  los rollos de película que admitía la cámara en technicolor empleada para la filmación no iban más allá de los diez o doce minutos de duración, y de ahí ese artificio del encuadre de la espalda para poder “superar” el corte del plano-secuencia. Un rollo se acababa en la espalda de un personaje y el siguiente se iniciaba sobre la misma espalda. Más interés he prestado al ciclorama que representa la ciudad de Nueva York, un prodigio de artesanía que incluye no solo las luces que van modulando el paso de las horas en el exhibicionista camino hacia el final de la noche, sin o también una coreografía de las nubes abigarradas que colabora también a crear esa sensación de realismo extraño que, con el humo y las luces, hace dudar al espectador de si está delante de un trampantojo o no. La soga pertenece a un subgénero del misterio, el de los asesinatos perfectos, al que él mismo volvería con otro prodigio técnico, Crimen perfecto, (Dial M for Murder), a mi modo de ver bastante superior a La soga. La petulancia de dos  jóvenes homosexuales ricos que, desde el ático neoyorquino donde organizan un party de despedida, antes de salir de tourné -uno de ellos es un músico  famoso-, consideran que hay seres superiores y seres inferiores, y que los primeros incluso tienen el derecho de exterminar a los segundos, articula el desarrollo de la trama, toda la cual gira en torno a la presencia del cadáver de un amigo, al que han asesinado gratuitamente, en el interior de un arcón que preside como improvisada mesa del buffet la reducida fiesta, a la que asisten el padre del asesinado, la novia y un profesor suyo, James Stewart, amén del antiguo novio de la novia del asesinado. Las interpretaciones, como ocurre en todas las películas del maestro, brillan a altísimo nivel, y no falta el personaje cómico, en este caso la asistenta, que, sin desviar la atención de la tensión que se está viviendo permanentemente en escena, la relaja lo suficiente como para no angustiar al espectador con la angustia de los personajes, hacia los que logra Hitchcock derivar incluso cierta compasión de los espectadores, porque, uno de los dos, el más débil de ambos, propiamente no puede soportarla, la tensión, y está siempre en un tris de acabar revelando el horror de su acto, tan lleno de frivolidad como de soberbia. De hecho, hay una película de Richard Fleisher, Impulso criminal, con una actuación estelar de Orson Welles, que trata la misma situación, con idéntica relación de los componentes de la pareja criminal, y que, a mí, me gustó mucho más que esta de Hitchcock, aunque la de Fleisher es, por supuesto, bastante más convencional, y en ningún momento se plantea los retos técnicos que se planteó el maestro inglés. Lo relevante, en este segundo visionado, son los importantes alicientes que tiene la película al margen del núcleo de la trama, es decir, que se descubra, como así sucede, que el amigo que no acaba nunca de llegar, que llegó demasiado pronto, para su mal. El retrato de los personajes, los marcados contrastes entre ellos y el extraño aire de funeral, más que de party festivo, que tiene la reunión, consiguen crear un extraño ambiente de experimento psicológico, más que de reunión de amigos, y ahí sí que los discursos sobre el más allá del bien y la moral de esclavos y señores adquiere todo su sentido. Anécdota: gracias a la lectura, que no a mi propia visión, he tenido que descubrir que el cameo habitual del director se realiza, en esta, en forma de perfil de neón brillante… Nunca deja de sorprendernos, Hitchcock.



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