viernes, 13 de octubre de 2017

Recital Rampling: “Bajo la arena”, de François Ozon.


Escasa narración para un recital interpretativo mayúsculo: Bajo la arena o la firme decisión de negar la tragedia y vivir como si nada (hubiera pasado). 

Título original: Sous le sable
Año: 2000
Duración: 95 min.
País: Francia
Director: François Ozon
Guion: François Ozon, Emmanuèle Bernheim, Marina De Van, Marcia Romano
Música: Philippe Rombi
Fotografía: Jeanne Lapoirie, Antoine Heberlé
Reparto: Charlotte Rampling,  Bruno Cremer,  Jacques Nolot,  Alexandra Stewart, Pierre Vernier,  Andrée Tainsy.


Tras un excelente y moroso arranque que nos habla de la complicidad en la monotonía y el aburrimiento de una pareja de maduros profesionales liberales que se va de vacaciones a las Landas bretonas, la película gira inmediatamente hacia la sospecha de la tragedia merced a la desaparición del marido que se ha metido en el mar mientras su mujer seguía tomando el sol. Cuando el regreso de él se convierte en sospecha de lo peor, hay una leve acción de búsqueda con resultados infructuosos y la historia deriva, con una afortunada elipsis temporal, hacia la vida acomodada a la ausencia del ser amado mediante el recurso a la negación cotidiana de que tal hecho haya llegado a suceder. De ahí que en una comida de amigos, cuando la protagonista decide “consultar” algo con su marido, se  nos muestren las miradas lóbregas de consternación de sus amigos, quienes no quieren dar fe a lo que les va resultando difícil de negar: que su amiga se ha vuelto loca, sí, como nuestra Juana, y vive en una realidad paralela en la que, la cámara no engaña, el marido obra con total realidad y comparte con ella su vida. La irrupción de un pretendiente abre una puerta a la posibilidad de una curación, si es que puede considerarse una enfermedad mental la convicción de que el ser querido desaparecido aún vive y podemos comunicarnos con él. La ambigüedad va a dominar gran parte de la película, e incluso asistiremos a un adulterio en el que ambos esposos intercambian miradas de complicidad mientras el mísero amante, ay, infelice, se afana en busca de dar y recibir un placer que lo deja descolocado. No hay humor, sin embargo, en la película, y sí mucha perplejidad por par parte del espectador, por mi parte, vaya, porque no acabo de entrar en el juego perverso de la ficción que le permite sostenerse anímicamente a la protagonista mientras juega con el pretendiente que no puede competir con el original, aunque su escasa vida en común acabe convirtiéndole en un sosias de este, con repetición calcada de las rutinas que han dominada la vida de la pareja inicial, para desesperación de quien no acaba, tampoco, de entender las reacciones de ella. La película es, pues, una película muy Ozoniana, llena de silencios y con un variado surtido de miradas y gestos capaces de transmitirle al espectador el progreso de la historia y, sobre todo, el interior entre atormentado y seguro de la protagonista. ¿Adónde conduce todo eso? Al título de esta crítica: al recital interpretativo de una actriz tan fotogénica y de tan intensa capacidad transmisora de emociones como Charlotte Rampling, de quien aún tengo pendiente una película, 45 años, de Andrew Haigh, que espero no tarde mucho en saltarme de los ojos a las manos en Tallers 79 o en Filmin, al que me abonaré en breve -espacio obliga…-. La película, al margen del paisaje de dunas de las Landas, transcurre básicamente en interiores, no solo porque la pareja es una “pareja de interiores” -ella es profesora de universidad, por ejemplo, que tanto obliga a estar en casa-, sino también porque, tras la desaparición de él, hay una exhibición de su interior emocional y psicológico que se compadece a la perfección con los escenarios de interiores con colores matizados, pero con luz tenue y fuerte contraste de claroscuros. No engaño, a pesar de lo dicho. La película, aunque no peca excesivamente de previsible, sigue un guion claro y sin sorpresas, y la evolución de ella, tan pautada, tan ceñida a lo cotidiano, acaba haciéndose un poco tediosa o, por lo menos, levemente insatisfactoria. De todo redime la interpretación de Rampling, por supuesto, pero nonos deja el regusto de una obra acabada, redonda, algo que sí consigue Ozon con otras películas suyas. Con todo, se trata siempre de un autor con una elegancia innata para el relato intimista, algo que se pone de manifiesto en el mimo con que trata la cámara a Charlotte Rampling, arrancando de ella una actuación estupenda, por más que nos parezca una historia sin enjundia, algo plana, porque ignoramos siempre las poderosas razones que la asisten a ella para mantener un amor fou más allá de la muerte.

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