martes, 26 de septiembre de 2017

Un visionado condicionado por el contexto político catalán: Rabia, de David Cronenberg.


 Después de La noche de los muertos vivientes, ¡qué difícil se les hizo a ciertos creadores buscar su lugar en el mundo de las historias? Rabia, de Cronenberg, o una realización de serie B para un propósito de escarnio moral de serie A. 


Título original: Rabid
Año: 1977
Duración: 90 min.
País:  Canadá
Director: David Cronenberg
Guion: David Cronenberg
Fotografía: René Verzier
Reparto: Marilyn Chambers,  Frank Moore,  Joe Silver,  Susan Roman,  Howard Ryshpan, Patricia Gage.
  

Cronenberg es, quién lo duda, un autor singular y poco dado a dejarse clasificar, porque su filmografía tiene prácticamente de todo, desde películas propiamente de serie B, como la presente, a superproducciones, como La mosca, películas geniales como Inseparables o Crash y tostones como El almuerzo desnudo o desatinos como Un método peligroso, pero nunca, ni siquiera cuanto te aburre, te deja indiferente. Nunca renuncio a ver películas suyas. En este caso, Rabia, que se presenta como una historia de terror basada en la idea recurrente de la infección que se extiende como una amenaza para la humanidad. Si la película la hubiera estrenado en los 50, a buen seguro que todo el mundo hubiera hecho una interpretación política sobre la invasión comunista de Usamérica. Vista en 2017, 40 años después de su estreno, y en Cataluña, es indudable que, aun traída por los pelos, admite una lectura política que pueda relacionarse con un fenómeno de propagación de una enfermedad delictiva que va ganando adeptos a fuerza de negar el imperio de la ley, y que exige, del Estado, una respuesta eficaz para controlar la epidemia y garantizar la salud del cuerpo social. Se aprecia enseguida, desde el inicial accidente de moto de la protagonista, que los medios andan escasos, pero no la imaginación. Ayudada de urgencia por los servicios médicos de una clínica de cirugía estética, la joven es ingresada en ella y sometida a un trasplante regenerador que, al instalarse en su cuerpo, genera una mutación que impele a la protagonista -la actriz de cine porno Marilyn Chambers -aunque Cronenberg había elegido para el papel a una joven desconocida llamada Sissy Spacek-, cede a la necesidad de atacar a sus víctimas para, mediante una suerte de falo afilado que le sale del costado, matar a sus víctimas, de quienes bebe la sangre, víctimas que, a su vez, se reanimaran como muertos vivientes para seguir atacando, a su vez, a otras víctimas, algo que hacen con unas manifestaciones corporales del mal semejantes a las de la rabia, por más que las autoridades sanitarias no sepan exactamente de qué rabia se trata y menos aún sepan cómo tratarla. El proceso de seducción de las víctimas, al menos de la portadora del origen del mal, es a través de la seducción sexual, algo muy propio de las historias de Cronenberg. La película se sigue con total normalidad, y la luz y la textura del film la aproximan a muchas otras de aquella época con estética cercana, como Laberinto mortal, la incursión usamericana de Chabrol, aunque con temáticas muy diferentes, de terror en un caso, de intriga criminal en el otro. Lo que no puede desconcertar es que Rabia tuviera muy buena acogida de taquilla y de distribución. Se juntaban dos elementos llamativos: la sexualidad y el terror, un “filón” que inundó, sobre todo, los cines de doble sesión, en los que tantas horas de espectador pasé en mi ida, para  bien y para mal, claro está. En Rabia, que se acoge a veces al estatus de película documental, como las partes del seguimiento periodístico del asunto que pone el énfasis en la reacción política ante el mismo, hay un intento deliberado de narración en tono menor, de “incidente” cotidiano en el “normal” desarrollo de la vida de una ciudad  que le confiere a la película ese aire de serie B del que hemos hablado, pero le confiere una libertad singular para huir, merced a la naturaleza epidémica del asunto, de una coherencia argumental que ni puede ni debe tener. El único hilo narrativo medianamente fuerte es el de la recuperación de la relación amorosa con la protagonista por parte de su novio, que conducía la moto en el momento del accidente, y que se salda, al final, del único modo posible, dada la evolución de la epidemia. Construida, pues, como una película episódica cuya incidencia en la vida urbana se mide en función del incremento de los “casos”, puede decirse que, al modo de la más o menos reciente Estallido, de Wolfgang Petersen, Cronenberg crea, gracias a esa mezcla de sexualidad y terror un producto eficaz que consigue mantener el interés del espectador. Máxime si este asiste a su contemplación mientras en las calles de su ciudad se extiende esa otra epidemia de irracionalidad nacionalista que amenaza con reeditar viejas escenas de tiempos que creíamos ya afortunadamente superados. El terror que no descansa.

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