viernes, 11 de agosto de 2017

“Quiéreme o déjame”, de Charles Vidor, entre el biopic y la tragedia.



Una versión actualizada del Fausto sobre una base biográfica edulcorada: Quiéreme o déjame, una visión parcial de la vida de Ruth Etting. 

Título original: Love Me or Leave Me
Año: 1955
Duración: 122 min.
País: Estados Unidos
Director: Charles Vidor
Guion: Daniel Fuchs, Isobel Lennart
Música: Nicholas Brodszky, Percy Faith, George E. Stoll, Chilton Price
Fotografía: Arthur E. Arling
Reparto: Doris Day,  James Cagney,  Cameron Mitchell,  Robert Keith,  Tom Tully,  Peter Leeds, Harry Bellaver,  Richard Gaines,  Claude Stroud,  Audrey Young,  John Harding.


No hace mucho tuve la oportunidad de descubrir El misterio de Fiske Manor, de Charles Vidor, una película notabilísima que competía sobradamente con lo mejor de Gilda, aunque sea prácticamente desconocida, pero se trata de un film gótico que explora ciertos recursos estéticos en la puesta en escena de un modo sobresaliente. Ahora cae en mis manos Quiéreme o déjame, el título de una de las canciones que hicieron famosa a Ruth Etting, una cantante cuya vida se narra, parcialmente, en esta película rodada en CinemaScope con un color muy de época y con unos planos de estilo operístico en los que caben treinta camarotes de los Hermanos Marx, y que Vidor explota con una maestría tal que parece que toda la vida haya rodado en ese formato. La amplitud y la profundidad de campo, como cuando en primer plano hablan la protagonista y su pianista, vigilados al fondísimo por el sicario del gánster con quien ella se ha casado tras una decisión que antepuso el triunfo al amor, crean un espacio propio con el que solo el 3D ha podido competir en nuestros días. Ruth Etting fue una celebridad usamericana de la canción popular, y esta película narra su vida con una capacidad dramática que roza la tragedia y nos recuerda, desde ese comienzo al que antes he aludido, que estamos ante la enésima versión del mito de Fausto. Harta de no ser nadie, Etting vende su alma a un gánster de relativa poca monta que se prenda de ella y con quien establece un pacto implícito: yo te ayudo a triunfar por todo lo alto y tú me pertenecerás a mí en exclusiva. Ella es testaruda y orgullosa; él, violento, posesivo y autoritario hasta la violencia física. Y ahí emerge, ante los espectadores, la figura de un James Cagney a quien, sin duda, deberían haberle dado el Oscar ex aequo con Ernest Borgnine, quien se lo llevó por esa joya del realismo social que es la inolvidable Marty, de Delbert Mann. Que Cagney es un rostro asociado íntimamente a la era dorada del cine negro usamericano, en  blanco y negro, naturalmente, es una obviedad que ni merecería ser recordada; pero aquí, con un color espectacular, Cagney resulta tan o más efectivo que en el bícromo. Su creación de Moe, el Cojo es todo un espectáculo en sí mismo que exige ser visto por cualquier aspirante a actor. Aunque la película parece marcar tan nítidamente la conducta y la moral de la pareja protagonista, lo cierto es que hay suficientes matices y claroscuros para impedir que el maniqueísmo se apodere de la trama. Considerada como una víctima sexual fácil al comienzo de la película, el gánster acabará enamorándose como jamás pensó que llegaría a hacerlo; y ella, que vendió su cuerpo y su alma por el triunfo artístico sabe que ha de pagar la deuda que contrajo, aunque de esa unión de intereses tan divergentes solo podía crecer la flor hedionda del desengaño y la culpa, como sucede. Cuando, después de una carrera de éxitos, Etting acaba llegando al mundo del cine y se reencuentra con el amor que despreció en los inicios de su carrera, se desata el drama común de los celos del marido despreciado, quien ni siquiera duda en recurrir a las armas para quitarse al rival de en medio. Como dijo la cantante en el juicio contra su ex, pues se divorció de él: “Moe nunca dormía sin una pistola bajo la almohada”. El drama matrimonial es también, en realidad, un drama de personalidades que compiten por exhibir el triunfo profesional y social. Mientras Moe triunfa llevando la carrera de ella, ella lo desengaña y lo enfrenta a la verdadera realidad: ¿Qué es él sin ella, que ha conseguido por sí mismo?  Doris Day, una cantante de buen gusto, demuestra una vez más que, contra ciertas etiquetas malévolas, era un pedazo de actriz como la copa de un pino, como ya vi que lo era en esa envenenada comedia que es Pijama para dos, de Delbert Mann, que vuelve a aparecer en esta crítica… (¿Se me nota mi Mannía…?), y como lo acabo de ver en esta, donde exhibe un abanico de recursos que convence a los espectadores del aciago destino de su mal negocio vital, por más que consiguiera un éxito que, como las armas, suele cargarlos el diablo, y más cuando con él se negocia el conseguirlo. Pareja extraña, Snyder y Etting que bien merecían un película como esta, por más que se renuncie a ciertos entresijos de la historia real que, por fuerza,  por mor de las elipsis, han de quedar fuera de las dos horas largas a que se va la película, para gozo del espectador, por supuesto. Las canciones son las propias que forjaron la carrera de la Etting, cuya voz original oigo en estos momentos en que escribo, con ese encanto del cri cri de las viejas grabaciones, pero si he de destacar alguna interpretación de Doris Day quizá me quede con Ten cents a dance, que resume su historia personal con el gánster, pues él la conoce en una sala de baile en la que las dancistas habían de protegerse de los intentos de propasarse de quienes adquirían los tíquets para bailar con ellas en los tiempos de la postdepresión, lo que en España se llamaban  “tanguistas”. Estamos, pues, ante una película “al viejo estilo”, de poderosa imaginación visual y con unas interpretaciones de esas que, como solemos decir, “ya no se estilan”. 

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