viernes, 11 de agosto de 2017

“Cómo robar un millón”, de William Wyler: la eterna comedia de guante blanco…


Dos actores y un estado… de gracia: Cómo robar un millón o la estilización sofisticada del arte de la comedia.

Título original: How to Steal a Million
Año: 1966
Duración: 123 min.
País: Estados Unidos
Director: William Wyler
Guion: Harry Kurnitz (Historia: George Bradshaw)
Música: John Williams
Fotografía: Charles Lang
Reparto: Peter O'Toole,  Audrey Hepburn,  Charles Boyer,  Eli Wallach,  Hugh Griffith, Fernand Gravey,  Marcel Dalio,  Jacques Marin,  Moustache,  Roger Tréville, Edward Malin,  Bert Bertram.


Después de realizar una película tan opresiva e intensa como El coleccionista, Wyler escogió rodar una comedia ligera y banal, que no supusiera tan fuerte implicación psicológica como la de la que venía. Curiosamente, tanto aquella como esta son, cada una en su género, dos películas excepcionales. De lo sombrío a lo luminoso; de la perturbación a la excentricidad. Cómo robar un millón nos sitúa ante una historia-pretexto, la actividad fraudulenta de un exitoso copista de grandes obras -al estilo de Elmy De Hory, cuya actividad fue llevada al cine nada menos que por Orson Welles en F  for fake-, que se pasa la vida inundando el mercado con originales de famosos artistas pintados por él. La hija, Audrey Hepburn, una mujer de orden que intenta persuadir al padre de que abandone su actividad delictiva, acabará enamorándose de un ladrón que entra en su mansión para robar un Van Gogh, Peter O’Toole, a quien acaba disparando, e hiriendo, con un arma antigua que extrae de una panoplia colgada en la pared de la escalera. A partir del flechazo inevitable, que da lugar a una serie de gags estupendos, la película se complica con la cesión de una Venus original de Benvenuto Cellini, que no quiere vender bajo ningún concepto a un usamericano dispuesto a todo por conseguirla, y que cede a un museo para que sea exhibida con rigurosísimas y novedosas medidas de seguridad que hacen imposible el robo. La cuestión se complica al firmar inadvertidamente una póliza de seguro que incluye un peritaje de un acreditado experto en la materia, lo cual llevará al gran descubrimiento: se trata, como era de esperar, de otro fraude, pues fue esculpida por el abuelo de la protagonista. Tras convencer al ladrón, O’Toole, para que robe la pieza y evite así la desgracia del padre, entramos en una dinámica que, sin llevar la película a la comedia alocada, hay momentos en los que se acerca muchísimo, como las escenas del robo en el museo, un prodigio de inventiva y de comicidad, y en las que la dirección juega con primeros planos de las pinturas expuestas como una suerte de comentarios mudos sobre la acción en curso. La película tiene el toque de distinción desde el comienzo, como si el mundo del arte que subyace a la trama delictiva hubiera contagiado cuanto sucede alrededor de él. La exhibición de vestuario de Givenchy de Audrey Hepburn no es uno de los menos atractivos de la comedia, desde luego, como tampoco la monumental actuación de un Peter O’Toole que, aun habiendo alcanzando la fama a través de la interpretación de un personaje tal complejo como T.E. Lawrence, en Lawrence de Arabia, regala a los espectadores una actuación con vis cómica de primera magnitud, algo, acaso, en la línea de Cary Grant, pero, a pesar de ser ambos ingleses,  con ese toque de humor británico que en él resulta inconfundible, frente al usamericanizado Grant. La compenetración de la pareja es extraordinaria, y las secuencias del robo conjunto de la Venus, cuando se quedan dentro del museo para llevar a cabo la fechoría bien pueden pasar a la antología de la comedia con todos los honores. ¡Es increíble la cantidad ingente de películas capaces de alegrarte la vida durante un buen par de horas que transcurren sin casi darte ni cuenta de ello, por el modo como la trama va progresando, incluida la paralela del millonario usamericano que quiere comprar la Venus y, de paso, casarse con la hija del falsificador! La comedia bien hecha, la comedia inteligente, es impagable, y difícilmente cualquier otro género, ni aun el negro, puede competir con ella, y si detrás de la cámara está un director como Wyler, quizá no tan alabado como merece, acaso por no haber tenido valedores europeos, él que lo era plenamente, mucho más que usamericano, entonces la garantía es ya total. ¡Qué alegría haber tenido la oportunidad de disfrutarla por ese Azar todopoderoso que gobierna mis elecciones en Tallers 79! La cogí por simpatía y la he acabado de ver con devoción. Me ha recordado, en cierto modo, a Atrapa a un ladrón, de Hitchcock, otra en la que la “química” de la pareja Grant-Kelly funciona como un reloj de precisión. Siempre la han considerado algunos una “obra menor” de Sir Alfred, pero cuando volví a verla hace algunos años, me sorprendió la depuración estilística de la obra, llena de aciertos de encuadre y fotografía que ya quisieran algunas de sus obras maestras. Pues lo mismo ocurre con la de Wyler, parece una obra festiva e intrascendente y está llena de planos exquisitamente imaginados en una puesta en escena incomparable. Admito que el fervor es incompatible con la crítica ecuánime, y que una recomendación desde él tiene más de parcialidad que de sereno juicio, pero ¡cómo me gustaría estar en el lugar de quien nunca la haya visto!

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