sábado, 22 de julio de 2017

“La condesa descalza”, de Joseph L. Mankiewicz o un guion imposible.


Del melodrama inverosímil a la tragedia barata: La condesa descalza o la brillante técnica narrativa contra la mediocridad del argumento.

Título original: The Barefoot Contessa
Año: 1954
Duración: 128 min.
País: Estados Unidos
Director: Joseph L. Mankiewicz
Guion: Joseph L. Mankiewicz
Música: Mario Nascimbene
Fotografía: Jack Cardiff
Reparto: Humphrey Bogart,  Ava Gardner,  Edmond O'Brien,  Marius Goring,  Valentina Cortese, Rossano Brazzi,  Elizabeth Sellars,  Warren Stevens,  Franco Interlenghi,  Mari Aldon, Bessie Love.


Por esos azares de Tallers 79, han caído al tiempo en mis manos esta película y Eva al desnudo, ambas de Mankiewicz, aunque no lo parezca, porque mientras de esta segunda sé que volveré a verla y seguiré quedando tan admirado como la primera vez que asistí a esa orgía psicológica de una historia extraordinaria contada de la mejor manera posible, la primera me ha supuesto una decepción de tal naturaleza que me ha obligado a replantearme cómo es posible que tuviera un buen recuerdo de ella, si es que lo tenía y no andaba yo confundido, porque lo que es imposible es que se me hubiera mezclado con otra condesa, La condesa de Hong-Kong, de Chaplin, con la que, ahora, esta poco menos que podría equipararse aunque la de Mankiewicz aún sale ganadora en la comparación, porque, a pesar de las inverosimilitudes manifiestas del guion y la impropiedad de los personajes -que obliga a la “gran bailarina Ava Gardner” a tener que mostrar sus encantos flamencos fuera de plano, una incongruencia difícil de encajar, aunque fácil de entender, teniendo en cuenta las limitaciones propias de la actriz, por supuesto-, la de Chaplin es un auténtico bodrio que emborronó una carrera que no se merecía un final así. En las breves líneas anteriores ya he indicado por dónde van mis desencuentros con la película, pero me permitiré insistir algo más. La estructura de la película es inobjetable, tanto en la elección del narrador principal, el director decadente y semifracasado que acepta con escepticismo y savoir faire su posición subalterna en la industria, como en el encadenado de flash backs a partir del entierro de la célebre bailarina flamenca María Vargas, reciclada en actriz de éxito en Usamerica, de la mano del director, Humphrey Bogart, muy ajustado a su papel, pero sin el glamour de la lejana  Casablanca y, finalmente, casada con un conde italiano, un castrati en acto de servicio militar. Todo en la película tiene un aire artificial, de película cosmopolita, muy de moda en los 50 y 60, muy al estilo de los personajes de Fitzgerald, un mundo de artistas, nobles, banqueros, depravados, espabilados y algún artista mediocre que pasea su mirada crítica entre ellos. De hecho, la parte de la trama que tiene que ver con la dependencia y posterior independencia del productor tiránico que intenta aprovecharse de la actriz y de su camarilla de servidores es, quizás, lo mejor de la película. La aventura de la bailarina medio ninfómana queda un tanto empalidecida, no solo por la superficialidad con que es tratada esa pasión de ella, sino, sobre todo, por una puesta en escena en la que Ava Gardner, lejos de ser ese “animal más bello del mundo” que admiramos en  Venus era mujer, de Seiter, aparece fotografiada como con cierta desgana, en parte por el horroroso vestuario  y la pésima labor de peluquería. Se advierte enseguida, eso está claro, que la Gardner se sintió muy incómoda en su papel y que no acababa de saber con claridad qué se esperaba de ella. Es innegable que hay escenas en que sigue exhibiendo una presencia maravillosa, pero el cuento de esa Cenicienta (That spanish word for Cinderella, que repite Bogart hasta cinco veces…) rebelde e independiente que no quiere ataduras, comenzando por los propios zapatos, resulta algo tópica, insulsa y afectadamente dramática en no pocos momentos. Todo queda en una superficialidad que no llega a ahondar en la verdadera raíz de la pasión. Y, claro, así es muy difícil empatizar con ella o con su doble drama sexual y amoroso. La película sigue los pasos del descubrimiento de la bailaora, de su encumbramiento como actriz y de su relieve social, un poco en la estela de lo que supuso el matrimonio de Grace Kelly con Rainiero de Mónaco, pero en menor relieve. Mi decepción me llevó a buscar virtuosismos técnicos en la realización que no se prodigan como, teniendo en cuenta quién es el padre de la criatura, debieran. Hay una escena  narrada dos veces, desde dos puntos de vista distintos, el rescate de ella, por parte del conde, de la relación malsana que la actriz tiene con una suerte de rico italiano que la había liberado a su vez del productor celoso y tiránico, que he de poner en el escaso haber de la película. Sí,  claro, hay un dominio narrativo que, a pesar de una puesta en escena feúcha, ¡ese lujo de baratillo de las clases dominantes!, sabe sacar partido de la historia, que solo gana enteros cuando Bogart anda de por medio. Tiene mucho de cine crepuscular, de un modo de concebir las historias y de realizarlas que está a punto de pasar a mejor vida. Su otro yo cinematográfico no lo veríamos sino en sus dos últimas y extraordinarias películas: El día de los tramposos y, sobre todo, La huella. Supongo que si se hubiera producido la elección de Frank Sinatra para el papel de Bogart, la cosa hubiera tenido un morbo añadido que, sin embargo, apenas hubiera cambiado la inverosimilitud de partida del guion, pero quizás hubiera revertido el destino de su fracaso en taquilla. En fin, es posible que, al final, La condesa descalza sea una película exclusiva para fans irredentos de Ava Gardner, y poco más, porque Bogart, francamente apático y viviendo de las rentas de su fama, no da mucho de sí, tampoco, en la endiablada historia de la Cenicienta española. Quien sí supo sacar partido a la película fallida de Mankiewicz fue el extraordinario secundario Edmond O’Brien, quien consiguió el Oscar al mejor actor de reparto. Aquí ya lo hemos loado suficientemente en Con las horas contadas, de Maté y Siete días de mayo, de Frankenheimer,  como para que tengamos que redescubrirlo a quienes se paseen, de tanto en tanto, por este Ojo voyerista. A título anecdótico, me permito insinuar que es probable que la estatua de la tumba del personaje de la Gardner que tanta presencia visual tiene en la película sea la misma, con algunos retoques, que ya le hicieran para Venus era mujer, pero no he logrado avalarlo con datos contratados.

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