sábado, 3 de junio de 2017

“El secreto de Convict Lake” o “La casa de Bernarda Alba” en western, de Michael Gordon




La justa venganza, el deseo ciego y la maldita ambición à huis clos: El secreto de Convict Lake o la justicia al margen de la Justicia.

Título original: The Secret of Convict Lake
Año: 1951
Duración: 83 min.
País: Estados Unidos
Director: Michael Gordon
Guion: Oscar Saul, Victor Trivas (Historia: Anna Hunger, Jack Pollexfen)
Música: Sol Kaplan
Fotografía: Leo Tover (B&W)
Reparto: Glenn Ford,  Gene Tierney,  Ethel Barrymore,  Zachary Scott,  Ann Dvorak, Barbara Bates,  Cyril Cusack,  Richard Hylton,  Helen Westcott,  Jeanette Nolan, Ruth Donnelly,  Harry Carter.



Vengo de elogiar la fotografía de Leo Tover en Asesinato a la orden, de Andrew L. Stone,  y me lo vuelvo a encontrar en esta prodigiosa y me imagino que muy poco conocida película, a juzgar, es una vara de medir como otra cualquiera, por las dos únicas críticas que hay en FilmAffinity, ambas favorables a la película, por cierto. Michael Gordon fue un represaliado de la era McCarthy, pero cuando volvió a la dirección lo hizo con una divertidísima comedia que es ya todo un clásico, Pillow Talk o Confidencias a medianoche. 8 años tuvieron que pasar desde que dirigió este western que va más allá del género para dirigir, en 1959 la oscarizada Confidencias a medianoche. El secreto de Convict Lake es un drama intimista que transcurre en un poblado aislado, Monte Diablo -sí, ese, el que todo lo añasca…-  de una docena de cabañas de maderas donde residen solo las mujeres que esperan la vuelta de sus maridos, y al que llegan cinco prisioneros que se han escapado de la penitenciaría tras atravesar las montañas en pleno invierno y a los que sus perseguidores dan por muertos, renunciando a continuar la persecución en un espacio hostil del que es imposible que los prisioneras puedan salir con vida. No solo salen con vida, sino que llegan a ese poblado al que se acercan sigilosamente para confirmar que allí no hay más que mujeres, a las que, sin embargo, no van a poder dominar tan fácilmente como ellos creen, no solo porque están armadas, sino porque la “matriarca” del poblado, una sobria y eficacísima Ethel Barrymore sabe dirigir sus acciones con una determinación que nada tiene que envidiar a la masculina, y con la ayuda de una Gene Tierney que espera la vuelta de su prometido, el hijo de la Barrymore, para casarse. Se trata de una película en la que los roles masculinos y femeninos se revisan críticamente desde que los hobres descubren el poblado y la posibilidad de techo y comida para sobrevivir a la tormenta helada que los amenaza. El grupo de las mujeres, por las pasiones que despierta la llegada de los hombres, sobre todo en la cuñada del personaje de la Tierney, que no ansía sino salir de esas cuatro casas donde ve agostarse lo poco que le queda d juventud “sin hombre”, es casi un remedo sorprendente de La casa de Bernarda alba. Y Pepes Romanos son, al menos, tres de los cinco convictos escapados. Estamos en presencia de una película psicológica en la que el retrato de la mayoría de los personajes está conseguidísimos. Le bastan pocas secuencias a Gordon para describir con profundidad el drama particular de cada cual y, principalmente, el proceso de amores en que se dejan atrapar el protagonista, un Glenn Ford excelente -nada que ver con el pipiolo blandengue que estropea Gilda, de Vidor- y una siempre bellísima Gene Tierney, por quien la cuñada manifiesta una profunda aversión celosa. Ciertos episodios, como el incendio que provoca la cuñada, por el miedo/deseo de habérselas con uno de los fugados, en el establo, y en el que los hombres colaboran con gran riesgo de sus vidas para salvar los animales de la comunidad, una secuencia llena de vigor narrativo y tensión, van permitiendo un acercamiento entre ambos bandos, una relajación que permitirá aflorar los verdaderos intereses de cada cual. El principal leitmotive de la estancia de los hombres es la convicción de que Glenn Ford escondió en el lugar donde están el producto de un robo del que nada quiere confesar a sus compañeros de evasión. De hecho, a él le mueve la venganza contra el hombre que lo acusó del robo y de un asesinato que lo llevaron a la cárcel. Bien entrada la película en el tramo final, cuando vuelven los hombres a sus casas, descubrimos que los dos hermanos fueron quienes se quedaron con el dinero y que el novio que espera la Tierney para casarse con él, fue el asesino que culpó a Ford para que lo condenaran en su lugar. La cuñada revela al presidiario que intenta sacar a la fuerza la localización del botín a Ford, dónde está el dinero con la condición de que se la lleve con él, algo que, después de satisfacer su necesidad sexual, no parece entrar en los proyectos del rufián. Son, ya digo, múltiples las tensiones entre los personajes y a todas, con una sorprendente agilidad narrativa, atiende el director sin perder el pulso en ningún momento y guardando hasta el último plano de la película el suspense, pues, cuando ya han caído los cinco convictos -incluyendo al verdadero asesino- y han sido enterrados -tumbas que acabarán dando nombre al lugar, rebautizándolo, una vez que se ha aclarado qué hizo o dejó de hacer el diablo en aquel espacio agreste y perdido-, Glenn Ford, junto a Gene Tierney, aguarda el veredicto de la comunidad: absolverlo o denunciarlo a la patrulla de la ley… El blanco y negro en un paisaje montañoso, arbolado y nevado, con los interiores austeros de las cabañas de madera, consigue una atmósfera que potencia la calidad de la película y pone el énfasis en el dibujo de los personajes recortados contra esa puesta en escena, magnífico teatro de las pasiones humanas. Porque sí, la película tiene mucho de teatral, dada la pequeñez del lugar y la abundancia de diálogos en múltiples relaciones, y, relativamente, poca acción, pero magnífica, cuando se produce. Me parece un western tan intenso y dramático como el que vi hace ya algún tiempo y que me dejó una impresión extraordinaria y del que también hice crítica, ¡y cómo no!, en mi Ojo: El rastro de la pantera, de William A. Wellman, ¡una joya!

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