lunes, 5 de junio de 2017

El desafío psiquiátrico del terror: “Refugio macabro”, de Roy Ward Baker


Historias del autor de Psicosis para un director estilista y sutil: Refugio macabro o los desvaríos de las mentes enfermas. 

Título original: Asylum
Año: 1972
Duración: 88 min.
País: Reino Unido
Director: Roy Ward Baker
Guion: Robert Bloch
Música: Douglas Gamey
Fotografía: Denys Coop
Reparto: Patrick Magee,  Robert Powell,  Geoffrey Bayldon,  Barbara Parkins,  Peter Cushing, Barry Morse,  Britt Ekland,  Charlotte Rampling,  Herbert Lom,  Sylvia Sims, Richard Todd.


Aunque solo sea por ver la interpretación de Charlotte Rampling dos años antes de la película que la aupó al lugar de honor de la interpretación cinematográfica, Portero de noche, ya merecería la pena ver esta película de un director, Roy Ward Baker, de quien ya comenté en este Ojo un notable drama social sobre los conflictos raciales en la Inglaterra de los años 50, Fuego en las calles. Como se advierte, pues, dos películas de naturaleza totalmente distinta y ambas muy atractivas para el espectador, sobre todo la social, porque esta, que pertenece por derecho propio al género de terror, se dirige más a un publico amplio pero  conocedor y seguidor del mismo. El escritor de las historias que dirige Ward Baker es nada menos que Robert Bloch, el autor de Psicosis, la narración que llevó  Hitchcock al cine con el mismo título. No en esa línea, porque las historias contenidas en esta película son de muy diversa naturaleza, pero las reunidas en esta película se ajustan escrupulosamente a lo que cualquier aficionado al género espera y desea: una sucesión de escalofríos que le recorre la médula espinal, a medida que hace un pavoroso recorrido por algunos tópicos tradicionales como el poder de la magia negra, los autómatas asesinos, la doble personalidad asesina, la resurrección de los muertos, etc. El planteamiento de la película tiene el atractivo, además,  de plantearse como un reto al personaje que sirve de hilo conductor de los diferentes relatos y, de paso, al espectador, que asume el punto de vista externo de ese personaje, un psiquiatra que busca un empleo en un sanatorio mental en el que el director se ha vuelto loco y comparte el espacio de reclusión con otros pacientes. Para que le sea adjudicado el empleo ha de averiguar, tras conversar con cada paciente quién es el director incapacitado por su repentina locura. Así, el celador le irá abriendo las celdas de los recluidos para oír de sus labios y el espectador verla representada, la historia de cada cual. Y ahí sí que nada nos decepciona, porque la estética de cada historia es distinta, como lo son sus personajes, pero en todas ellas hay un notabilísimo trabajo de puesta en escena que  arranca desde la mismísima llegada del candidato a la casa de estilo victoriano, un escenario plenamente gótico. La primera historia, por ejemplo, un caso de infidelidad que culmina en el asesinato de la esposa, a la que el marido descuartiza y mete en un congelador en el sótano, es un ejemplo clarísimo de esa puesta en escena, porque el piso del matrimonio supone una versión cuidadísima, hasta el último detalle, de una estética “moderna” en la que predominan el metal y el cristal, y unos diseños rectos y angulosos, así como unas superficies bruñidas y unos colores poco saturados, pero brillantes, en notable contraste. En esta primera historia advertimos el único rasgo de sentido del humor de toda la película, cuando, tras haberla encerrado en el arcón frigorífico, el marido dice "rest in pieces”…Es evidente que, ciertos efectos especiales pueden parecer burdos a espectadores habituados a las virguerías técnicas de la digitalización, pero es el uso de ciertos recursos, como ese cuerpo troceado y empaquetado que “acosa” a la amante del asesino, por ejemplo, lo que consigue un pathos excelente. La historia del sastre que no puede pagar el alquiler y al que se le presenta un cliente que le paga una fortuna para que le construya un traje para el hijo bajo ciertas condiciones, una siniestra historia llena de penumbra, expresionismo y convicción, con un final no por esperado menos impactante es otro ejemplo de esa variedad que alimenta la película y que va variando en su presentación estética de la puesta en escena para dotar de una singularidad pertinente a cada una de las narraciones. No solo es la realización lo que otorga al conjunto una unidad estilística manifiesta, sino, sobre todo, la excelente interpretación de actores y actrices excelentes: Patrick McGee, fundamental en La naranja mecánica; el clásico del cine de terror: Peter Cushing, el anfitrión de Dr. Terror, criticada en este Ojo; Robert Powell, el Jesús de Zefirelli; Barry Morse, el teniente Gerard de la serie El fugitivo; Brit Ekland, que comparte episodio, como amiga imaginaria, de Charlotte Rampling o Herbert Lom, un secundario todoterreno, siempre eficacísimo. Con este plantel de intérpretes, se entiende que la intensidad de las historias consiga atrapar el interés del espectador en cada una de las historias. Sí, es cierto que, argumentalmente, algunas pueden ser más flojas, como la propia de Charlotte Rampling -aunque insisto en que verla a ella actuar supera el escaso interés y la estética feísta que usa el director en su episodio-, pero, en conjunto, la maquinaria del artefacto del marco narrativo, con la sorpresa final sabiamente velada, funciona a la perfección. No era fácil seguir haciendo terror clásico en los años 70, porque la revolución de los efectos especiales y la predilección por el incipiente gore comenzaba a dejar en evidencia ciertos resortes tradicionales del género. Ward Baker, con todo, expertísimo creador de atmósferas, consigue intranquilizarnos y aun atemorizarnos. ¿Qué más se le puede pedir?

No hay comentarios:

Publicar un comentario