lunes, 1 de mayo de 2017

Un admirable portugués anterior al Manuel de “Capitanes intrépidos”: “Pasto de tiburones”, de Howard Hawks.





Un triángulo amoroso entre aguerridos atuneros: Pasto de tiburones, de Hawks o las tribulaciones tormentosas de la pesca y del amor. 

Título original: Tiger Shark
Año: 1932
Duración: 77 min.
País: Estados Unidos
Director: Howard Hawks
Guion: Wells Root (Historia: Houston Branch)
Música: Bernhard Kaun
Fotografía: Tony Gaudio (B&W)
Reparto: Edward G. Robinson,  Richard Arlen,  Zita Johann,  Leila Bennett,  J. Carrol Naish, Vince Barnett,  William Ricciardi.


Confieso que Edward G. Robinson, mereciéndome todos los respetos, como el gran actorazo que es, a veces me distrae de sus personajes por la tendencia a la sobreactuación. Verlo en la carátula “caracterizado” de pescador extranjero tópico, en este caso portugués, Mike Mascarenhas, morenazo, con pendiente, bigotón y, desde que empieza la película, con un garfío por mano izquierda, no me animaba mucho, pero saber que actuaba a las órdenes de Howard Hawks, cuya Monkey business, vista recientemente, no admite revisitación posible, a pesar de la buena voluntad con que uno está dispuesto a acercarse a los clásicos, me incitó a adquirirla y verla. La sorpresa ha sido mayúscula. Pasto de tiburones es una historia de pescadores atuneros en la costa de California, magníficamente ambientada, con unas interpretaciones absolutamente convincentes y con unas escenas, de fuerte tono documental, sobre la pesca del atún, llenas de fuerza, interés y plasticidad, con un blanco y negro tamizado muy acorde con la historia. El protagonista indiscutible es Mascarenhas, quien se reclama como el mejor pescador del pacífico, aunque la película arranca con una venganza terrible que corta la respiración, porque se deshace de un marinero que comparte el bote con él y con su “protegido” lanzándolo al título de la película: a ser pasto real de los tiburones, momentos antes de quedar él con el brazo sumergido en el agua, agotado y noqueado por el golpe que le dio su agresor, y aunque su protegido, Pipes  Boley, trata de retirarlo hacia el interior del bote, no puede evitar que un tiburón le arranque parte del brazo izquierdo. No mucho después, un error fatal arrastra a otro de los marineros al mar infestado de tiburones y apenas logran rescatar de él sino algunos restos. Mascarenhas se encarga de comunicar a la hija de Manuel Silva, así se llama el fallecido, que su padre ha muerto. Poco a poco, Mascarenhas, que no tiene suerte en el amor, en parte por su decidida y soberbia personalidad, acaba cayéndole en gracia a la hija, quien, sin otra perspectiva de futuro tras la muerte de su padre, ve “normal” casarse con él, en buena parte por corresponder, agradecida, a los cuidados que le ha prodigado Mascarenhas, pero sin estar realmente enamorada de él. De quien sí se enamora es del protegido de Mascarenhas, quien se debate, entonces, entre la fidelidad y la pasión. Cuando el protegido es herido durante una captura de atunes, el grueso anzuelo de un pescador le hace una profunda herida en el cuello, Quita, la hija del pescador fallecido, lo cuida y acaba enamorándose de él. Mascarenhas parece no darse cuenta de nada, pero finalmente llega el momento en que su mujer no puede silenciar por más tiempo que no puede sorportar la convivencia con él. Aunque Pipes pretende arreglar “civilizadamente” el asunto con Mascarenhas, la apasionada naturaleza del intrépido pescador se impone sobre el sereno juicio y acaba condenando a Pipes a ser comido por los tiburones, en una escena vibrante en la que lo arroja a un esquife y después, con un arpón, lo taladra para lograr que se hunda y sea, finalmente pasto de los tiburones. Y ahí lo dejo. La película mantiene en todo momento la tensión del triángulo amoroso, el peligro real de una actividad pesquera de altísimo riesgo y el ritmo febril de una historia que avanza narrativamente mediante una realización ágil, al servicio de la trama y sin concesiones a esteticismos que no se deriven estrictamente -y los hay a patadas- de la actividad pesquera. Insisto, las escenas de la captura de los atunes son francamente espectaculares y casi merecen por ellas mismas el visionado de la película. Mascarenhas es apabullante, eso es cierto, pero la verosimilitud que consigue Robinson, tanto en su papel de capitán como en el de enamorado, consigue convencer al espectador de que en la película se está ventilando un problema humano de siempre, eterno: la pasión, el amor, los celos, la venganza, el arrepentimiento, el perdón, etc. Son palabras mayores, sí, pero la película nos las hace cotidianas y efectivas en el quehacer del día a día a través de unos personajes bien definidos, aunque algo esquemáticos, porque, al fin y al cabo, la tragedia de los celos pasa por encima de las clases sociales y las idiosincrasias individuales. En resumen, una excelente diversión que satisfará incluso a los paladares exigentes. Algunos años más tarde, Víctor Fleming dirigiría ese clásico que fue, desde su estreno, Capitanes intrépidos, con Spencer Tracy haciendo, también, de marinero portugués. Pues bien, a nadie que le gustara la película de Fleming dejará de gustarle la presente.

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