sábado, 27 de mayo de 2017

“Kagemusha”, de Kurosawa: la admiración sin límites…



La película-códice miniado o una reflexión sobre el poder y el doble: Kagemusha, de Akira Kurosawa o el deslumbramiento.

Título original: Kagemusha
Año: 1980
Duración: 180 min.
País:  Japón
Director: Akira Kurosawa
Guion: Akira Kurosawa, Masato Ide
Música: Shinichiro Ikebe
Fotografía: Takao Saito, Masaharu Ueda
Reparto: Tatsuya Nakadai,  Tsutomu Yamazaki,  Kenichi Hagiwara,  Daisuke Ryu, Masayuki Yui,  Toshihiko Shimizu.

Pues sí, como de todo hace ya bastante más de 20 años, de haber visto Kagemusha hace 37, pero como he ido frecuentando la obra de Kurosawa con cierta asiduidad y como sus imágenes, tan poderosas, difícilmente se olvidan, he tenido la sensación, al revisitarla, de encontrarme exactamente con lo que recordaba: el deslumbramiento. Me cuesta escoger una película predilecta en la obra extraordinaria de este autor, y durante mucho tiempo escogí Ikiru, aunque El perro rabioso, esa versión en thriller de El ladrón de bicicletas, también me tiraba lo suyo. La anécdota de la que parte la película, los enfrentamientos entre grandes señores feudales y la necesidad de contar con un doble del principal de ellos, porque siempre puede venir bien disponer de él, va progresando hacia una reflexión sobre la naturaleza humana, la política y el destino que recuerdan, en su planteamiento, la poderosa película de Rossellini, El general de la Rovere, aunque sin el componente épico, sustituido, aquí, por una dimensión familiar y una cierta mirada irónica que consiguen un espesor psicológico muy notable. Más allá de la reflexión sobre  el proceso de identificación de un ladronzuelo con un reverenciado estratega militar implacable, bregado en muchas luchas y temido por todos, la película es un prodigio de puesta en escena, de uso del color y de la luz, además de algunas secuencias, como la del sueño, que parecen inspiradas plenamente en la aventura psicodélica de los años de la Década Prodigiosa, casi extraída directamente de una película poco vista de Roger Corman, The trip (el viaje), en la que se reproduce el viaje alucinógeno del LSD, algo tan de moda como la terapia que siguió Cary Grant, y de la que se acaba de estrenar un documental. No hay plano de la película, desde el travelín del soldado que corre entre los soldados dormidos, castillo abajo, hasta las escenas de la batalla o las estancias en las diferentes fortalezas, que no haya sido medido al milímetro. Es difícil olvidar ciertos planos como el del hijo en el castillo que da al mar o el jardín vertical contemplado casi como una pared al que se accede al salir del interior de los aposentos del guerrero encarnado por el doble. Visconti murió antes de su estreno, pero, de haberla visto, me imagino perfectamente el deliquio estético que le habría producido, lindante con el estupor. Recordemos que estamos en el siglo XVI y que los rígidos códigos de las cortes feudales y de las leyes de la guerra se ven amenazados por la juventud de quienes se dejan llevar por la ambición. El panorama es el de vivir bajo la amenaza constante de ser asaltados y exterminados, de ahí la necesidad de, una vez fallecido el gran Señor, poder engañar a los enemigos con su sola presencia, aunque vaya extendiéndose poco a poco el conocimiento del engaño. Hay, pues, una doble historia en la historia del doble, dado que el auge y la caída del mismo, centrada sobre todo en la relación con su nieto, ni excluye la admiración de quien lo ha puesto en su sitio, ni el desprecio de cuantos, sabido el engaño, lo tratan como el apestado que fue, puesto que a punto estuvo de ser crucificado hasta la muerte. El final, si acaso, me ha parecido que no estaba a la altura del resto de la película, porque la presencia del impostor en el escenario de la batalla tiene algo de final de cuento, más allá de lo verosímil y más acá de lo previsible. De todos modos, tanto en la parte coreográfica de los movimientos de los ejércitos como en las escenas íntimas de los interiores es tanta la belleza creada por Kurosawa que, una vez revisitada, invita de nuevo a volver a hacerlo, con el lógico afán de detenerse en ciertos planos y serenarse en su contemplación como en la de esas líricas y sosegadoras pinturas tanto chinas como japonesas que constituyen un arte sin igual. A ello contribuye poderosamente un riquísimo vestuario y unos espacios, no por austeros, menos impactantes. Una joya que debemos agradecer, con todo, a Coppola y a Lucas, quienes, en los tiempos difíciles del director japonés, contribuyeron a sacarla adelante mediante la financiación adecuada. 


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