martes, 18 de abril de 2017

Un plagio evidente en una película notable: “Mi adorado Juan”, de Jerónimo Mihura.


Un año después de la ópera prima de Manuel Mur Oti, Un hombre va por el camino, Miguel Mihura le plagia el personaje en Mi adorado Juan, de Jerónimo Mihura.
 Título original: Mi adorado Juan
Año: 1950
Duración: 115 min.
País: España
Director: Jerónimo Mihura
Guion: Miguel Mihura
Música: Ramón Ferrés
Fotografía: Jules Kruger (B&W)
Reparto: Conchita Montes,  Conrado San Martín,  Alberto Romea,  Rafael Navarro, Juan de Landa,  José Isbert,  Julia Lajos.


Dos líneas, eso es lo que, sin más, le dedica la Wikipedia al director Jerónimo Mihura, hermano del dramaturgo Miguel Mihura, un clásico de la escena española no solo por su obra surrealista Tres sombreros de copa, sino por una producción humorística que le consagró como autor indiscutible del teatro de posguerra. A pesar de que algunas obras suyas se llevaron al cine, como Maribel y la extraña familia, de José María Forqué, Mihura escribió dos guiones originales para el cine, el de La calle sin sol, magnífica película dirigida por Rafael Gil, y este de Mi adorado Juan que, curiosamente, luego rehízo como obra teatral que estrenó seis años después. Es proverbial la fama de perezoso de don Miguel, y de ahí, probablemente, que, a falta de mejor inspiración y con necesidades que cubrir, decidiera adaptar al teatro una historia que tan buen resultado había dado en el cine. Mi sorpresa, que se ha consumado sobre todo al advertir que Javier Ocaña nada ha dicho al respecto en la presentación de la película, es que el personaje central de la historia es un calco fiel, es decir, un plagio de tomo y celuloide, del protagonista de la ópera prima de Manuel Mur Oti, Un hombre va por el camino, una excelente película del atrabiliario Mur Oti, autor sobresaliente de obras ya vistas en la Historia del Cine Español, de La 2, como Condenados u Orgullo. En ambos casos, el protagonista es un hombre que representa al vagabundo feliz, tan popularizado por Mingote en su obra gráfica, y antes por los humoristas de La Codorniz, en la que Mihura colaboraba, un ser que vie alegremente, despreocupado del mañana y dedicado a vivir con intensidad el tiempo presente, el aquí y ahora, tan de moda. Ninguno de los dos quiere ataduras de ningún tipo, ni sentimentales ni laborales; viven de espaldas a la ambición, a la gloria, al trabajo…. Hasta aquí pudiera pensarse que esas coincidencias son solo eso, coincidencias, azares de imaginaciones que participan de una misma atmósfera intelectual. Ahora bien, en ambos casos, y por imperiosa y dramática necesidad de las circunstancias, ambos personajes han de revelar que son médicos y contribuir a la cura de otro personaje de la historia. Para coincidencia ya son muchas, parece. Pero resulta que ambos son cirujanos, que a ambos se les ha muerto un paciente al que operaban y que, desde esa desgracia, han renunciado a la profesión para ejercer la de cigarra cantora que vive al día, pendiente de no hacer sino aquello que les apetece y de seguir el camino que el albur del capricho decida. ¿Coincidencias, aún? Es evidente que las tramas de ambas películas son lo suficientemente distintas, ¡faltaría más!, como para no cometer tan burdo error imperdonable del plagio al por menor, pero por lo dicho creo que es evidente la existencia de un plagio hasta ahora no revelado. Añádase que la película de Mur Oti fue un fracaso comercial, pasó sin gloria de público pero sí con la de la crítica, y la de los hermanos Mihura fue un éxito de público, y menor de la crítica, razón por la que, probablemente, pasó desapercibido lo que, a mi entender, es un plagio evidente. Dicho lo que me parecía de obligado cumplimiento, es evidente que la película de Mur Oti es bastante mejor que la de los hermanos Mihura, pero esta, como comedia brilla a gran altura, pues están presentes en ella los excelentes recursos cómicos que acreditaron a Miguel como el dramaturgo clásico que es. La situación arranca como una imitación de Eloísa está debajo de un almendro, y el hecho de que la protagonista se llame Eloísa ha de entenderse como un homenaje a quien Mihura siempre tuvo por su maestro; homenaje que lleva incluso a la situación de partida, con un científico tan famoso como extravagante que investiga cómo combatir el sueño para que las personas no lo necesitemos y podamos tener una vida más activa y plena sin los efectos negativos de la falta del descanso nocturno.  A partir de esa situación tan disparatada, no tarda en aparecer la persona de Juan, a quien nadie desconoce porque es amigo de todo el mundo, siempre dispuesto a hacer favores a los demás sin pedir nada a cambio, un ser que vive casi de prestado, pero sin deber nada a nadie, que no tiene ambiciones de prosperar y que, como dijimos al comienzo, representa algo así como lo que el bandido representaba para los poetas románticos: un ser de excepción. En este caso, sin embargo, y dada la adición al dolce far niente, propia del autor, el protagonista no aspira ni a salir de las cuatro calles entre las que vive y deja vivir, aunque siempre dispuesto a echar una mano a quien la necesite. La hija del profesor, que se dedica a robar perros para los experimentos del padre, acaba enamorándose de Juan, como mandan los cánones de las buenas historias y, a partir de ahí, incluso con boda de por medio, la película tiene una magnífica progresión que no suspende el interés por el desarrollo de la trama. Las interpretaciones son fantásticas, con un Conrado San Martin que bien podría haber sustituido a James Stewart en ¡Qué bello es vivir! y con una Conchita Montes espléndida en los variados registros que interpreta y siempre llena de una gracia apicarada, como cuando, y es un gag extraordinario que lamento arruinar al espectador, el protagonista, al despedirse de ella, le da su tarjeta con el teléfono donde le puede encontrar cuando ella quiera: “Espero no tener que necesitarlo nunca” dice ella haciendo mutis, toda digna, para empalmar con un plano en el que se la ve en la cama colgada del teléfono con una rendida sonrisa, diciendo: “Lo que tú quieras, Juan”, en el curso de una conversación que diríase de viejísimos amigos. Y están extraordinarios a pesar de que ambos han sido doblados, Montes por Elsa Fábregas y San Martín por Juan Manuel Soriano, aquellas cosas que se hacían entonces..., y aun después. Decía que la corte de secundarios es de un nivel solo equiparable al de las películas de Berlanga: Ahí están Pepe Isbert, Alberto Romea, el inolvidable hidalgo de Bienvenido Míster Marshall, entre otras felices creaciones suyas o Julia Lajos, nuestra Margaret Dumont particular, José Ramón Giner, en el criado Paulino, y, en definitiva, todos cuantos consiguen que esa inverosimilitud poética que es toda la trama acabe teniendo un empaque realista como si la vida solo pudiera ser exactamente como los personajes de la película la viven, algo que, desde el punto de visto de la vida de barrio y las buenas relaciones vecinales, bien merecería ser imitado, desde luego. La película está tan llena de estupendos diálogos -marcas de la casa Mihura- como de escenas sorprendentes, rodadas con una fluidez narrativa que rara vez tropieza con un callejón sin salida. Incluso el desenlace de la película, con su pizca de intriga que se tensa entre el desastre emocional y el triunfo del bien, más el pertinente castigo de la ambición tramposa, deja un excelente sabor de boca en el espectador.

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