jueves, 23 de marzo de 2017

La belleza, el amor, la adolescencia y… Claudia Cardinale: “La chica con la maleta”, de Valerio Zurlini (I).




Claudia Cardinale at her best walking down the stairs o la lírica melancólica del primer amor imposible: La chica de la maleta, de Zurlini o la doble inocencia del deseo puro y la sed del triunfo artístico.

 Título original: La ragazza con la valigia (Girl with a Suitcase)
Año: 1961
Duración: 121 min.
País: Italia
Director: Valerio Zurlini
Guion: Valerio Zurlini, Leo Benvenuti, Enrico Medioli, Piero de Bernardi, Griffi Patroni
Música: Mario Nascimbene
Fotografía: Tino Santoni (B&W)
Reparto: Claudia Cardinale, Jacques Perrin, Luciana Angelillo, Gian Maria Volonté, Corrado Pani, Romolo Valli, Riccardo Garrone, Renato Baldini.


¡Menuda sorpresa, La chica con la maleta! Con un prólogo en el que aparece un joven don juan de alta cuna intentando burlar a una joven cantante que se ha dejado seducir por sus promesas de conseguirle contratos y la fama, lo que consigue tras pretextar una avería en el coche y mientras ella va al servicio, momento en el que saca la maleta del maletero del coche y desaparece mientras la cámara se desplaza de la maniobra de huida del coche a un primer plano de la maleta durante el que aparecen los títulos de crédito Un comienzo así, tras el efectivo plano de un tren que se aleja, al que la cámara sigue hasta enfocar un camino por el que, con el plano detenido, se acerca el descapotable con el don juan y su víctima, una Claudia Cardinale de exuberante belleza a la que, mientras ella busca un sitio donde orinar, él ya intenta dejarla en la estacada, aunque regresa antes de que pueda consumar la canallada, que cometerá poco después., es claro indicio de que la película puede tener un interés sobresaliente, que es lo que ocurre. El contraste entre la chica pueblerina que ha salido de un ambiente opresivo para triunfar en el gran mundo como cantante y el de la llegada del joven a su mansión donde, muerta la madre, él y su hermano, un joven y enamoradizo Perrin, subyugado por las libertades que se toma su hermano mayor, son gobernados por la estricta férula de su tía, continúa sugiriendo al espectador que se está cociendo lo que puede llegar a ser una gran película, que es lo que acontece. A partir de las llamadas telefónicas de la joven al palacio de ambos jóvenes, donde se le dice que el nombre falso que el joven ha usado nada tiene que ver con el de la familia de la casa, esperamos lo que sucede, que ella se presente allí para exigirle al embaucador seductor el cumplimiento de las promesas que le ha hecho y por las que ha dejado un trabajo seguro con un productor con quien se insinúa, a lo largo de la película, y luego se confirma, que ha tenido relaciones. El momento en que el joven Perrin abre la puerta de la mansión y desciende su mirada, y con ella la cámara, hasta la figura de la Cardinales, quien espera al pie de la escalinata con una floreada falda de vuelo almidonada y una escotada blusa sin mangas, la transformación del joven Lorenzo, el flechazo que sufre en ese mismo instante, cuando ha ido a recibirla para, a petición de su hermano, echarla con cajas destempladas, revelándole que allí no vive por quien ella pregunta, nos acaba de convencer de que vamos a asistir al desarrollo de una extraordinaria película, y, dado el prólogo, nos convencemos de que no puede ser de otra manera, porque el blanco y negro de la fotografía de Tino Santoni ha perfilado una estética solo reconocible como propia de las grandes películas, la misma que ya usara en su colaboración con Rossellini -una comedia que buscaré con denodado empeño: La macchina ammazzacattivi, con Monicelli e incluso con Rovira-Beleta, el autor de Los Tarantos, con quien rodó El expreso de Andalucía. En La chica con la maleta hay un encuentro mágico, como digo en el título, entre dos inocencias, la del joven Lorenzo, de 16 años, quien sufre un enamoramiento absoluto nada más ver  a quien a él le parece la encarnación de la belleza suprema, y la de una joven ingenua que es consciente del poder de seducción de su belleza y que está dispuesto a usarlo, según cómo y con quién, para poder sobrevivir en un mundo de machos salidos y cazadores. El encuentro entre esas dos sensibilidades tan diferentes, el ciervo vulnerado que sortea los desgarros de los depredadores y el puro amante del amor y de la belleza no podía por menos que convertirse en una de las más atípicas historias de amor que, si bien llevada, tendría que convertirse en una triste y emotiva historia de amor, como así sucede, porque desde que el joven Lorenzo invita a Aída a su casa y le propone que se dé un baño, porque la joven dice que lleva varios días sin asearse como dios manda, la relación entre ambos va a evolucionar de un modo tal que asistiremos a una evolución dolorosa y triste de lo que ambos han de acabar considerando, dentro de los límites de la estricta realidad, como un amor imposible. En el ínterin, la mayor parte de la película, veremos cómo desde un inicial afán de noble justicia compensadora, pues Lorenzo quiere reparar el daño causado por su hermano, el joven irá cayendo en la seducción que Aída en modo alguno ejerce sobre él salvo la derivada de su propia presencia como belleza absoluta. La escena cumbre de la película, al margen de la del desenlace en la playa,  es el descenso de Aída por la escalera del palacio, vestida con un albornoz blanco y con una toalla negra con motivos blancos, mientras Lorenzo ha puesto en el tocadiscos el aria celeste Aída de la ópera del mismo nombre: ¡un momento excepcional!, y un privilegio para el espectador que contempla atónito tanta belleza corporal y sonora con una puesta en escena que hubiera firmado Luchino Visconti a ciegas, o Antonioni. Estamos ante el mejor papel de Claudia Cardinale, infinitamente superior al de El Gatopardo, por poner otro en el que destaca sobradamente. La fragilidad, la ingenuidad, la fatalidad, el desamparo y la picardía, a partes desiguales, conforman el retrato de una mujer que lucha en el sórdido mundo de los machos en celo para labrarse un porvenir que la saque de la miseria y, si ello es posible, del anonimato. Lorenzo será el observador desgraciado de esos intentos y quien ha de sufrir, por su edad, que ella jamás lo puede contemplar como quien pretende aparentar el joven que es: un hombre maduro capaz de conquistarla y de darle el futuro estable que ella anhela. Cerca ya del final, cuando ella está dispuesta a volver con su mecenas, quien la maltrata físicamente, y le revela al joven que tiene un hijo, qué golpe bajo se revela contra el ideal de ella que Lorenzo se había forjado… Con todo, no cejará en su empeño de seguirla y de enamorarla. Y ese es el segundo momento mágico de la película, cuando, sentados en la arena, después de que haya tenido una pelea con el macho de turno que ya se la camelaba con generoso pago de por medio, ella se da cuenta de lo rendidamente enamorado que el joven está de ella, más allá del papel protector en el que lo había encasillado. Y entonces… Pero eso “ha-de-verse”, ni puedo ni debo intentar parafrasearlo. De hecho, lo mismo pasa con toda la película, pero mi gozo estético me ha llevado a querer convencer a los frecuentadores de este Ojo de la necesidad de ver esta película de cuya existencia ninguna noticia tenía, ¡y cómo me alegro! ¡Me está deparando tantas veladas y tardes excelentes esa ignorancia! Zurlini es un director que podíamos encuadrar perfectamente en el club de los estetas, sin que ello implique que su historia no se plantea una cruda realidad social de ayer y de siempre; pero la sinfonía de encuadres, planos y secuencias siempre potenciadores de la mirada compartida de ambas inocencias ha conseguido un prodigio de narración que transcurre incluso demasiado apresuradamente, porque ninguna conciencia tiene el espectador de que esa historia de amor tan ceñida a una anécdota mínima, pero con tanta pasión en su interior, se ha extendido durante dos horas.  He tenido la suerte, en mi tarde de razzia compradora en Tallers 79, de adquirir en la misma incursión dos películas de Zurlini, esta y Crónica familiar, que hoy mismo veré y de la que, llegado el caso, y según lo que me encuentre vendré corriendo a dar noticia aquí. No quiero acabar, sin embargo, sin dar cuenta de la importancia capital de la banda sonora en la película, porque, al margen del aria “celeste Aída”, son constantes las secuencias en las que la música interviene como algo más que mera música de fondo, como parte fundamental de las secuencias en las que vamos oyendo canciones populares de la música italiana cuya letra en no pocas ocasiones parece un subrayado del propio guion. Una película tan extraordinaria que me extraña sobremanera que Zurlini no sea mencionado como uno de los grandes del cine italiano junto a los “de siempre”: Fellini, Visconti, Antonioni, Passolini, Scola,  y un largo etc., porque solo por esta película ya merece esos honores. A ver hoy qué tal Crónica familiar…



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