viernes, 24 de febrero de 2017

¡Qué comienzo!: “El ministerio del miedo”, el magisterio de Fritz Lang.





El modelo de Hitchcock: El ministerio del miedo, de Fritz Lang, una obra singular del cine de espías trufado de puro cine negro.


Título original:  Ministry of Fear
Año: 1944
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: Fritz Lang
Guion: Seton I. Miller (Novela: Graham Greene)
Música: Victor Young
Fotografía: Henry Sharp (B&W)
Reparto: Ray Milland, Marjorie Reynolds, Carl Esmond, Hillary Brooke, Dan Duryea, Alan Napier, Erskine Sanford, Percy Waram.


Continúo sumando sorpresas que sangran el acervo de mi incultura cinematográfica. Ni siquiera había oído hablar de este adaptación de Greene por parte de Lang y he de reconocer que el “maestro” me ha impactado, aun dentro de la sencillez del proyecto, rodado, se advierte, con los medios justos y en plena Segunda Guerra Mundial, por lo que bien podría considerarse el film como una contribución al cine de propaganda de la causa aliada, si no fuera porque la peripecia vital del protagonista, un extraordinario Ray Milland, lo aleja de esa órbita para llevarlo a una situación que luego Hitchcock explotará a las mil maravillas en Con la muerte en los talones: el individuo anónimo que, por puro azar, acaba conviviendo con una estructura malvada que pretende acabar con la sociedad democrática para imponer una dictadura como la de Hitler. De verdad, la película tiene un comienzo tan sorprendente, y tan rigurosamente ejecutado, que me ha dado la impresión de estar, anacrónicamente, en una película de David Lynch. Liberado del sanatorio mental donde ha cumplido una condena de dos años, el protagonista se dispone a tomar un tren para Londres, porque, a pesar de la amenaza de los bombardeos, quiere sentir el bullicio y la animación de una gran ciudad y, sobre todo, de sus gentes, después de dos años de solitaria reclusión, incapaz de comunicarse con, estando el cuerdo, los residentes del psiquiátrico. Antes de tomar el tren, visita una fiesta de la localidad y ahí entramos ya en esa atmósfera que recuerda tanto una encerrona como el mundo de extras de El show de Truman, porque todo acontece con escasa naturalidad y el protagonista, en el medio del montaje, lo vive todo como un misterio tremendo que tiene una continuación memorable cuando, en el vagón del tren, se sube un maravilloso falso ciego que arremeterá contra él para robarle el pastel que ha ganado en la feria. La falta de información es crucial para mantener no solo el misterio de la trama, sino para ir generando esa atmósfera de irrealidad que choca con el realismo puro y duro de los refugios en el metro para huir de los bombardeos. A medida que van apareciendo personajes que en principio parecen trabajar a favor del protagonista, la trama se va complicando, porque la red de espías nazis no puede dar pasos en falso que la pongan en peligro, máxime cuando tienen un topo infiltrado en el Ministerio de Inteligencia. La película tiene momentos absolutamente memorables, escenas de puro cine que juega con el encuadre, la luz y los contrastes, como cuando, desde la habitación completamente a oscuras, la coprotagonista dispara hacia la puerta por donde quiere huir el jefe de la organización y disfrutamos de un plano / contraplano de la oscuridad a la luz del vestíbulo, con los personajes recortados contra la pared, que no puede ser sino obra de un genio de la dirección como Fritz Lang. No es el único, por supuesto, sino que la película, toda ella, está estructurada en torno a secuencias en las que el protagonista se mete en serios problemas, como quien lo hace en una camisa de once varas, y de las que siempre sale de forma casi inverosímil, con el único fin, está claro, de complicar la trama y mantener en vilo a los espectadores, que nunca acaban de fiarse de que el protagonista no será traicionado en el último momento. A través de la historia de amor pertinente, logramos enterarnos del pasado del protagonista, quien, involuntariamente, acabó siendo responsable de la eutanasia de su mujer, quien sufría una enfermedad incurable y había sido desahuciada por los médicos. La persecución de que es objeto el protagonista por la policía añade una considerable tensión a la trama, porque tardamos mucho en saber que quien lo acecha con aires de matón es, en realidad, un detective de Scotland Yard. He de confesar que cuantas más películas veo de Ray Milland más admirado quedo por su espectacular manera de interpretar. En esta ocasión, da a la perfección el papel de hombre ingenuo y bondadoso que se ve envuelto en una trama delictiva que pretende resolver no solo para eximirse de toda responsabilidad penal posible, sino porque le pica el gusanillo de la verdad y el afán de hacer justicia. El final, aun siendo sorprendente, no deja de tener algo de resbuscadillo, pero no molesta tanto como para arruinar el placer cinematográfico que ha ido construyendo Lang sobre situaciones que añadían, una tras otra, mayores dosis de misterio a la trama. ¡Pero ese principio…! ¡Qué maravilla! Hacía tiempo que no me “metían” en una trama con tanta sutileza, sentido del humor y capacidad de sugestión. Lo que no acabo de entender es el repudio total de Fritz Lang, porque aunque la producción le condicionara, sobre todo en el final medio almibarado de la película, la cinta en sí es una maravilla de orfebre, y me temo que su enfado no solo sea profundamente injusto con su propio trabajo, sino que haya disuadido, a los conocedores de ese juicio sumarísimo, de disfrutar de una película que tiene momentos brillantísimos, como el de la sesión espiritista, por ejemplo. 

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