miércoles, 15 de febrero de 2017

“Mamma Roma”, de Pier Paolo Pasolini, o el desgarro existencial.



El pozo profundo de la marginalidad y la difícil identidad del hijo de puta: Mamma Roma, de Pasolini: la crónica de una adolescencia herida y sin rumbo. 

Título original: Mamma Roma
Año: 1962
Duración: 110 min.
País: Italia
Director: Pier Paolo Pasolini
Guion: Pier Paolo Pasolini, Sergio Citti
Música: Antonio Vivaldi
Fotografía: Tonino Delli Colli
Reparto: Anna Magnani, Franco Citti, Ettore Garofolo, Silvana Corsini, Luisa Orioli, Paolo Volponi, Luciano Gonini, Vittorio La Paglia.


¡Pues no voy yo y me embarco en el visionado de Mamma Roma, de Pasolini, al día siguiente de haber hecho lo propio con Mi tío Jacinto, de Vajda! ¡Ya se han de tener ganas de sufrir, la verdad! No hará ni tres años que la había visto, pero con motivo de un curso sobre la historia del cine la he vuelto a ver y ahora sí que me parece inexcusable la crítica pertinente, sobre todo porque, en aquella ocasión, aún no había abierto este Ojo Cosmologico donde las recojo. Pasolini nunca defrauda, y en esta Mamma Roma podemos advertir, en dosis diferentes, buena parte de los presupuestos de su actividad intelectual y de sus constantes experimentos fílmicos. La historia de una prostituta redimida que quiere llevarse a su hijo a vivir a Roma para que tenga alguna oportunidad en la vida se tuerce por el chantaje que le hace su antiguo chulo, un Franco Citti impecable en su papel y con una memorable intervención cuando se reivindica, a pesar de su juventud, como “descubridor” y “cincelador”, a lo “Pigmalión”, de la protagonista, a quien sacó del pueblo para darle una vida terrible y, al tiempo, desahogada. La película se abre con la boda del chulo, de quien la protagonista se siente, por ello mismo, liberada. La secuencia de la boda, que recuerda la escena de la última cena de Viridiana es, aunque en la ciudad, una boda campesina y casi medieval, sobre todo por la presencia simbólica de los cerdos en el banquete. Hay una reivindicación del hombre del campo –“¡qué comerían, sin nosotros, los señoritos…!” y de la lengua y el folclore campesino, como se demuestra en el torneo de coplas con retranca que se dirigen la protagonista y los novios. De ahí ya, después de unos primeros planos de la protagonista que se irán repitiendo, con distintos escenarios, a lo largo de la película, hasta culminar en un famoso plano secuencia con un trávelin de seguimiento nocturno en que la protagonista va contando, a los acompañantes que se le van añadiendo, en sincronizados relevos, parte de su vida; de la boda, decía, pasamos a la búsqueda del hijo recién llegado del pueblo, donde ha sido criado hasta los dieciséis años. Y entonces, en ese frío encuentro entre un hijo “desmadrado” literalmente, y una madre harto efusiva -sin duda en demasía- se trasluce el choque familiar que se resolverá dramáticamente. Hay un conflicto entre las aspiraciones de la madre respecto de su hijo y la realidad de la nula formación del mismo y de su falta de referentes emocionales, éticos y familiares. Entra en su casa, realmente, como un extraño en una pensión, y aunque parece dejarse llevar por la madre, pronto se integra en una pandilla típica de extrarradio sin futuro sin formación de por medio. Comienza vendiendo los discos de la madre para sacarse algo de dinero -por cierto, la canción emblemática de la película la canta Joselito en italiano-, pero la madre pronto le consigue un trabajo en un restaurante como camarero después de haber extorsionado, mediante una compañera de profesión, al dueño del mismo. Pero no le dura, aunque en la secuencia en que la madre va a verlo trabajar, los desgarbados y chulescos andares del hijo, que se acentúan respecto del de los comienzos, nos indican claramente ese confuso mundo interior de resentimiento, prepotencia e ignorancia que acosan al chiquillo, quien se enamora, además, de una joven con leve retraso mental. Por cierto, Pasolini descubrió al chico en un restaurante en el que Garofolo trabajaba realmente como camarero. Y lo cierto es que Garofolo tiene ese tipo de rostro no armónico, tan del gusto del director, una fealdad muy cinematográfica, sin embargo, y a la que Pasolini logra arrancar planos con miradas, gestos y silencios de grandísimo actor. La película se basa en una estructura de persecución, como si se tratase de un thriller moral en el que la detective, Mamma Roma, pretende seguir los pasos de su hijo para evitar que, más allá de ir por la senda del mal, no acabe donde finalmente acaba, en la sala carcelaria del hospital donde había entrado a robar y, posteriormente, en una celda de retención, donde se nos muestra al joven  con una inequívoca iconografía crística. Con esa facilidad de Pasolini para mezclar registros tan variados en su obra, quiero destacar el contraste que con la historia del joven protagonista significa que uno de los enfermos comunique a los restantes que ya se ha aprendido otra tirada más de La Divina Comedia de Dante y se la recite mientras el joven, aquejado por la fiebre alta y la angustia animal de sentirse encerrado sin siquiera ni poder imaginar que haya habido alguna razón que lo explique estalla en una crisis de ansiedad que es reducida en la celda de contención. El choque, pues, entre el pequeño pueblo campesino del que procede, donde ha vivido separado de la madre, y la vida de la ciudad, donde no halla otra vía de acomodo que a través del raterismo,  acaba teniendo consecuencias fatales que convierten la película en un drama individual y al tiempo de clase, porque la imposibilidad de integrarse en el sistema productivo tiene mucho que ver con la peculiar biografía del joven protagonista, dominada por el resentimiento y el odio hacia su madre y, por extensión, a la sociedad.

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