martes, 28 de febrero de 2017

Gozosa inmersión primeriza en Yasujiro Ozu: “Su único hijo”. “¿Qué olvidó la señora?” “Había un padre”




El cine actualísimo de un clásico universal: Yasujiro Ozu o la intimidad trascendida: El deseo del padre: Había un padre; Tradición y ¿modernidad?: ¿Qué olvidó la señora? y los sueños rotos: Su único hijo.



Título original: Hitori musuko (The Only Son)
Año: 1936
Duración: 87 min.
País: Japón
Director: Yasujiro Ozu
Guion: Yasujiro Ozu, Tadao Ikeda, Masao Arata
Música: Senji Itô
Fotografía: Shojiro Sugimoto (B&W)
Reparto: Chouko Iida, Shinichi Himori, Masao Hayama, Yoshiko Tsubouchi, Mitsuko Yoshikawa, Chishu Ryu, Tomoko Naniwa, Bakudankozo, Kiyoshi Seino, Eiko Takamatsu.

Título original: Shukujo wa nani o wasureta ka (What Did the Lady Forget?)
Año: 1937
Duración: 71 min.
País: Japón
Director: Yasujiro Ozu
Guion: Yasujiro Ozu, Akira Fushimi
Música: Senji Itô
Fotografía: Yuuharu Atsuta, Hideo Shigehara
Reparto: Tatsuo Saitô, Michiko Kuwano, Shûji Sano, Sumiko Kurishima, Takeshi Sakamoto, Chôko Iida, Ken Uehara, Mitsuko Yoshikawa, Masao Hayama, Tomio Aoki


Título original: Chichi ariki
Año: 1942
Duración: 94 min.
País: Japón
Director: Yasujiro Ozu
Guion: Yasujiro Ozu, Tadao Ikeda, Takao Yanai
Música: Kyoichi Saiki
Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W)
Reparto: Chishu Ryu, Shuji Sano, Shin Saburi, Takeshi Sakamoto, Mitsuko Mito, Masayoshi Otsuka, Shinichi Himori

Es probable que de las 53 películas de Ozu alguna haya visto a lo largo de mi vida, pero no tengo memoria fiel ni de cuál puede haber sido ni de asociar a ella el nombre de Ozu. Así pues, al margen de algún posible reencuentro, bien puede decirse que me sumerjo en el cine de Ozu con tanta curiosidad como, desde las primeras secuencias de la primera que he visto, profunda emoción estética, porque del arte de Ozu hay mucho, y bueno, en un gran número de directores de todo el mundo que han sabido captar un modelo de narrativa cinematográfica que se ajusta a un tempo, el de su propio país, que es producto de una refinada civilización y unas arraigadas tradiciones que, tanto en el cine de Ozu, como en el de otros autores japoneses, será puesta en cuestión, sobre todo nada más perder la Segunda Guerra Mundial, derrota que significó el fin de un modo de concebir la realidad que fue rápidamente sustituido por una occidentalización cuya oscura vertiente es hoy el plano nuestro de cada día en cineastas como Kitano o el capítulo tenebroso de la novelística de Murakami, por ejemplo. Lo que más me ha llamado la atención ha sido, al margen de ciertos encuadres y de esa especie de contrapicado que actúa como el sutil bajo continuo barroco, la familiaridad que he percibido con el cine de autores tan dispares como Dreyer, Bergman, Antonioni, Rossellini, Bresson, y una inacabable lista de directores que han construido sus películas tratando de reflejar la realidad del modo más intenso y verídico posible, sin más artificio que adentrarse hasta lo más profundo de unas psicologías, habitualmente sometidas a tensos conflictos que, al menos en el cine de Ozu, no suelen estallar sino en la versión calmada del dolor hondo, inexpresable, como sucede en Había un padre, cuando, tras la muerte de este, el hijo sale de la habitación y Ozu lo enfoca de espaldas. Llega el mejor amigo del padre y le dice al hijo que no llore, pero de este lo único que observamos es un movimiento de los hombros que trasluce el desbordamiento de la emoción de un hijo que le reprocha al padre no haber querido convivir con él para que tuviera la mejor educación y el mejor empleo, al que ha de consagrarse en cuerpo y alma, como una misión: esa norma tan “de toda la vida”, que a mí me llegó, también, por vía paterna, aunque formulada con referente religioso: antes la obligación que la devoción. Padre e hijo se van encontrando y compartiendo algunos días de vacaciones -impagables las escenas de la pesca fluvial-, pero el padre, un profesor que dejó la profesión porque en una salida a la naturaleza se le ahogó un alumno en un lago, no cede a la presión emocional de su hijo para renunciar a su trabajo y buscar uno en Tokyo, con su padre, para convivir con él, su máxima aspiración vital, y ha de entenderse, además, que quedó huérfano de madre muy pronto, de ahí el apego a quien, además, se ha des-vivido, literalmente, renunciando a su compañía, para que tuviera el mejor futuro posible. En general, al menos en estas tres películas, las relaciones familiares son el eje de las mismas. En Su único hijo, que puede y debe entenderse como una variación de Había un padre, la situación se plantea -en la primera película hablada de Ozu, quien se negó durante no pocos años a abandonar el cine mudo por su apego al silencio, elemento fundamental, para él, de la naturaleza humana y de las relaciones interpersonales-  entre una madre viuda, trabajadora de un telar, y su hijo, a quien su maestro le recomienda que siga estudios en Tokyo porque advierte en él muchas posibilidades de labrarse un buen futuro. Con enormes sacrificios, la madre lo envía allá y malvende todas sus propiedades para que el hijo pueda estudiar. Pasados los años, la madre va a visitar a su hijo y se encuentra con una realidad que no se esperaba: el hijo trabaja como profesor, sí, pero en las “clases de tarde”, un complemento a modo de repaso de las clases oficiales, mal pagado, casado, con un hijo y viviendo en condiciones casi misérrimas. La presencia de la madre, a quien el hijo quiere agasajar, para lo que ha de endeudarse, genera una situación  falsa que solo se esclarecerá cuando madre e hijo, tengan un diálogo, aprovechando el insomnio de la madre, en que caen las máscaras, los tapujos, las mentiras y quedan exhibidos, el uno frente al otro, en un duelo en el que la madre, ejemplo de tenacidad y valor, acusa al hijo de rendirse ante “las circunstancias”, de refugiarse en una suerte de derrotismo que lo lleva a negarse a lucha por cambiar su situación. El encuadre de esa conversación retrocede hasta mostrarnos a la nuera en primer plano llorando, sobre la cama, al lado de su marido y de su suegra, de quien elogiará su sabiduría y su sensatez, en conversación con el marido. Antes, ya hubo un conato de sincerarse, mientras hijo y madre dan un paseo y él la lleva a que contemple la inmensa incineradora de basuras de Tokyo. Ahí, con el fondo de la fábrica de destrucción de los residuos, madre e hijo inician el diálogo sincero que el hijo había rehuido desde que la madre llegó, avergonzado por su situación y sus nulas perspectivas. El hijo vive, además, junto a un telar cuyo ruido “de fondo” no cesa en todo el día, como si le recordara los esfuerzos hechos por su madre para sacarlo adelante.  Toda esta situación, sin embargo, progresa hacia el desenlace de una manera tan pautada, tan casi inadvertidamente, que ni siquiera ciertos episodios colaterales que contribuyen a conseguir un giro en la relación entre madre e hijo se apartan de ese tempo de adagio que gobierna, estas dos películas de las que hablo. ¿Qué se le olvidó a la señora?, sin embargo, es una comedia, no me atrevo a decir que sofisticada, pero casi, porque se estructura en torno al contraste entre la tradición y la modernidad, representadas, respectivamente, por una tía, vestida con kimono, y una sobrina que va a vivir con ellos, vestida a la occidental y con costumbres, como fumar y beber, que a sus 21 años chocan frontalmente con esa mentalidad tradicional. La relación de dominanta y dominado entre ambos tíos, entre quienes se coloca la sobrina, siempre de parte del tío, para que le pare los pies a su mujer y no se deje dominar por ella, es la otra trama que, mezclada con el ansia de liberación de la sobrina, a quien el tío lleva incluso a una casa de Geishas, donde asisten a una sesión de baile de las cortesanas y la joven acaba poco menos que con una cogorza de campeonato, con el consentimiento del tío, no menos aficionado que ella a la bebida -y es chocante que el tío vaya a beber a un bar llamado Cervantes, en cuya pared de detrás del mostrador se lee la leyenda: bebo cuando tengo gana, y cuando no la tengo… La película es una joya costumbrista que permite asomarse a un trozo de la vida cotidiana japonesa con todas sus contradicciones, y alguna suerte de censura autoimpuesta, porque en Había un padre, que es de 1942, en modo alguno la realidad terrible de aquellos momentos, nada menos que la Segunda Guerra Mundial, forma parte de la trama, ni siquiera anecdóticamente. Por otro lado, hay una escena en la que el marido acaba pegándole una bofetada a su mujer para pararle los pies en su afán de dominación sobre su sobrina y, sobre todo, sobre él mismo.  En conversación con las amigas, de las mejores escenas de la película, una de ellas acaba confesando que tiene envidia de esa manifestación “viril” del marido de su amiga, que el suyo es “un enclenque”. En Su único hijo, llama la atención que el hijo lleve a la madre al cine y que esta se duerma, desinteresada de lo que ve en pantalla, que no es otra cosa que una película alemana sin ningún relieve especial, acaso por la entente germano-japonesa que deparó un interés japonés por lo alemán, exhibida, además, en alemán, sin que en las tomas de Ozu se advierta que haya subtítulos en japonés. Decía que la técnica de Ozu, amante de planos estáticos, con profundidad de campo, y muy detallista, se caracteriza por su tendencia a situar la cámara a la altura de las personas sentadas en las casas, de tal modo que, en cuanto se ponen de pie, nos las vemos con un contrapicado que no abandona hasta que o salimos al exterior o cambia a una alternancia de planos de fachadas, ventanas, objetos o paisajes en los que se detiene la acción casi como contrapunto de las emociones que van aflorando en las relaciones de los personajes. Que hay un fuerte poder simbólico en muchos de esos planos está fuera de duda. Ozu es un creador de atmósferas, aunque no descuida la narración de la historia, por muy lentamente que se sucedan las acciones, pero hay una especie de recreación en esa solemnidad protocolaria que afecta a todos los personajes sin distinción; de igual manera que fuman o beben los distintos personajes, poniendo su plena atención en lo que hacen, como si fuera a acabarse el mundo después de esa copa o de ese cigarrillo que apuran con una intensidad extraordinaria. El cine japonés, y ahí esta otro genio como Kurosawa, solo un poco más joven que Ozu, está ligado a su cultura milenaria de tal manera que hasta me atrevería a hablar de un tempo japonés específico que bien podría ejemplificar Mizoguchi, el hermano mayor de los otros dos, en películas tan maravillosas como estas de Ozu y que ya he tenido la ocasión de criticar en este Diario.

viernes, 24 de febrero de 2017

Vida, pasión y muerte de un santo cuadrúpedo: “Al azar, Baltasar”, de Robert Bresson, “cinematografista”…





La imperturbabilidad de la mirada estoica del asno o Al azar, Baltasar, de Bresson, un drama a medio camino entre el Lazarillo y el auto sacramental.

Título original: Au hasard Balthazar
Año: 1966
Duración: 95 min.
País: Francia
Director: Robert Bresson
Guion: Robert Bresson
Música: Franz Schubert
Fotografía: Ghislain Cloquet (B&W)
Reparto: Anne Wiazemsky, Walter Green, François Lefarge, Philippe Asselin, Nathalie Joyaut, Jean-Claude Guilbert, Pierre Klossowski.



Bresson consideraba que había dos clases de realizadores: él y todos los demás. Del mismo modo, él no hacía “cine”, que, en los otros, no pasaba de un vulgar teatro filmado, sino “cinematógrafo”, un arte sutilmente distinto y en el que la imagen y los sonidos creaban un lenguaje y una realidad más próximas a la verdad, a través del artificio depurativo, muy al estilo de la poesía de Mallarmé, es decir, siguiendo sus célebres aforismos, en los 28 en los que sintetizó su poética cinematográfica, en una película lo importante no es tanto lo que aparece como lo que se ha eliminado. Así pues, el arte del cinematógrafo es, básicamente, el arte de la elipsis, lo cual recuerda bastante el ideal mallarmeano de la “página en blanco” como expresión máxima de lo poético. Con todo, y a pesar de las especiales condiciones en que Bresson realizó su obra, con un control absoluto de su trabajo, filmando siempre con actores y actrices aficionados, salvo alguna excepción no significativa, y sin rendir cuentas más que a su propia exigencia, muchas de sus películas han sido capaces de atraer a la inmensa minoría del aficionado al cine riguroso, poético y un mucho filosófico, a pesar de la sencillez de la trama en la que se insertan esos discursos explícitos en la película. La historia de un asno, de Baltasar, primero compañero de juego de los niños que se lo quedan y lo bautizan siguiendo el rito católico, y que luego va pasando de amo en amo hasta la impresionante secuencia de la muerte final de la asendereada y maltratada bestia, en cuya mirada se advierte enseguida la existencia de un alma sufriente e incapaz de manifestarse para ser entendida, compadecida y redimida, no parece, a primera revelación, una historia digna de gran interés, pero ¡ah, amigos!, es Robert Bresson quien está al otro lado de la cámara para contaros esa historia. Está claro que la trama toma al asno como motivo dinámico para mostrarnos lo peor de la especie que lo esclaviza y somete a todo tipo de sevicias, excepto cuando tiene un momento de gloria actuando como burro sabio en un circo. Buñuel y Dalí sacaron un asno muerto encima de un piano, dicen que para “vengarse” del burro de Juan Ramón Jimenéz, ofendidos por el empalagoso Platero y yo, del que no entendieron nada de nada. La obra de JRJ es una autobiografía con retrato en clave negra y cruel de la España de su época, un libro oscuro lleno de nihilismo, desesperanza y compasión por la miseria, el atraso cultural y la vida de una España enfangada en el atavismo, la miseria moral y las más esquinadas y agresivas pasiones animales. No me parece que sea un libro del que se saque nada en claro sobre su verdadero sentido hasta que se lee con unos 50 años… La historia de Baltasar la puse en relación, nada más verla, con una de las películas que me han marcado cuando la vi y reví desde los 15 hasta los 18 cada Semana Santa: El hombre que no quería ser santo, de  Edward Dmytryk, una joya auténtica de un tipo de cine que, teniendo un motivo religioso, va mucho más allá de esa temática para conectar con rasgos universales de la psicología de la especie. El paralelismo entre el santo al que todos maltratan y del que todos se burlan me parece evidente, como evidente es, por ejemplo, el proceso de construcción de una psicología en Baltasar, que trasciende su condición y lo eleva a fenómeno religioso. Recordemos que Bresson era un jansenista confeso y que buena parte de su cine tiene una evidente relación con el misticismo. En Baltasar me parece clarísima la vertiente religiosa que protagoniza el asno, cuya mirada en primer plano repetido una y otra vez tiene una elocuencia que ni el mejor discurso defensor de los animales sería capaz de lograr. Hay dos momento particularmente intensos en la película, que fluye con una naturalidad increíble: cuando el asno rechaza el agua que se le ofrece para calmar la sed y cuando, en un zoológico, va intercambiando su mirada equina con la de los animales allí enjaulados, especialmente la del elefante: el juego de plano/contraplano de los ojos de ambos animales, el asno y el elefante, consigue una emoción genuina en el espectador, del mismo modo que la muerte del animal , rodeado de ovejas, tiene una atmósfera religiosa inconfundible: ¿sueñan los asnos con ovejas mecánicas?, se pregunta uno cuando el asno va perdiendo la vida en medio del prado, sin amo que lo cuide, y rodeado del rebaño de ovejas que añaden una inequívoca connotación angelical al desenlace. Al azar, Baltasar es una película llena de sentimientos no subrayados, no enfatizados, aunque tampoco negados, y cuya banda sonora, la sonata nº 20 de Schubert, dota a la película de una dimensión emocional estremecedora, sobre todo al extraordinario y conmovedor final. A título anecdótico, no me resisto a reseñar, como he leído, que Bresson se retiró de la dirección cuando no halló financiación para dirigir ¡nada menos que una adaptación del Génesis! En cualquier caso, remito, para más información a la crítica que hice a El dinero.

¡Qué comienzo!: “El ministerio del miedo”, el magisterio de Fritz Lang.





El modelo de Hitchcock: El ministerio del miedo, de Fritz Lang, una obra singular del cine de espías trufado de puro cine negro.


Título original:  Ministry of Fear
Año: 1944
Duración: 87 min.
País: Estados Unidos
Director: Fritz Lang
Guion: Seton I. Miller (Novela: Graham Greene)
Música: Victor Young
Fotografía: Henry Sharp (B&W)
Reparto: Ray Milland, Marjorie Reynolds, Carl Esmond, Hillary Brooke, Dan Duryea, Alan Napier, Erskine Sanford, Percy Waram.


Continúo sumando sorpresas que sangran el acervo de mi incultura cinematográfica. Ni siquiera había oído hablar de este adaptación de Greene por parte de Lang y he de reconocer que el “maestro” me ha impactado, aun dentro de la sencillez del proyecto, rodado, se advierte, con los medios justos y en plena Segunda Guerra Mundial, por lo que bien podría considerarse el film como una contribución al cine de propaganda de la causa aliada, si no fuera porque la peripecia vital del protagonista, un extraordinario Ray Milland, lo aleja de esa órbita para llevarlo a una situación que luego Hitchcock explotará a las mil maravillas en Con la muerte en los talones: el individuo anónimo que, por puro azar, acaba conviviendo con una estructura malvada que pretende acabar con la sociedad democrática para imponer una dictadura como la de Hitler. De verdad, la película tiene un comienzo tan sorprendente, y tan rigurosamente ejecutado, que me ha dado la impresión de estar, anacrónicamente, en una película de David Lynch. Liberado del sanatorio mental donde ha cumplido una condena de dos años, el protagonista se dispone a tomar un tren para Londres, porque, a pesar de la amenaza de los bombardeos, quiere sentir el bullicio y la animación de una gran ciudad y, sobre todo, de sus gentes, después de dos años de solitaria reclusión, incapaz de comunicarse con, estando el cuerdo, los residentes del psiquiátrico. Antes de tomar el tren, visita una fiesta de la localidad y ahí entramos ya en esa atmósfera que recuerda tanto una encerrona como el mundo de extras de El show de Truman, porque todo acontece con escasa naturalidad y el protagonista, en el medio del montaje, lo vive todo como un misterio tremendo que tiene una continuación memorable cuando, en el vagón del tren, se sube un maravilloso falso ciego que arremeterá contra él para robarle el pastel que ha ganado en la feria. La falta de información es crucial para mantener no solo el misterio de la trama, sino para ir generando esa atmósfera de irrealidad que choca con el realismo puro y duro de los refugios en el metro para huir de los bombardeos. A medida que van apareciendo personajes que en principio parecen trabajar a favor del protagonista, la trama se va complicando, porque la red de espías nazis no puede dar pasos en falso que la pongan en peligro, máxime cuando tienen un topo infiltrado en el Ministerio de Inteligencia. La película tiene momentos absolutamente memorables, escenas de puro cine que juega con el encuadre, la luz y los contrastes, como cuando, desde la habitación completamente a oscuras, la coprotagonista dispara hacia la puerta por donde quiere huir el jefe de la organización y disfrutamos de un plano / contraplano de la oscuridad a la luz del vestíbulo, con los personajes recortados contra la pared, que no puede ser sino obra de un genio de la dirección como Fritz Lang. No es el único, por supuesto, sino que la película, toda ella, está estructurada en torno a secuencias en las que el protagonista se mete en serios problemas, como quien lo hace en una camisa de once varas, y de las que siempre sale de forma casi inverosímil, con el único fin, está claro, de complicar la trama y mantener en vilo a los espectadores, que nunca acaban de fiarse de que el protagonista no será traicionado en el último momento. A través de la historia de amor pertinente, logramos enterarnos del pasado del protagonista, quien, involuntariamente, acabó siendo responsable de la eutanasia de su mujer, quien sufría una enfermedad incurable y había sido desahuciada por los médicos. La persecución de que es objeto el protagonista por la policía añade una considerable tensión a la trama, porque tardamos mucho en saber que quien lo acecha con aires de matón es, en realidad, un detective de Scotland Yard. He de confesar que cuantas más películas veo de Ray Milland más admirado quedo por su espectacular manera de interpretar. En esta ocasión, da a la perfección el papel de hombre ingenuo y bondadoso que se ve envuelto en una trama delictiva que pretende resolver no solo para eximirse de toda responsabilidad penal posible, sino porque le pica el gusanillo de la verdad y el afán de hacer justicia. El final, aun siendo sorprendente, no deja de tener algo de resbuscadillo, pero no molesta tanto como para arruinar el placer cinematográfico que ha ido construyendo Lang sobre situaciones que añadían, una tras otra, mayores dosis de misterio a la trama. ¡Pero ese principio…! ¡Qué maravilla! Hacía tiempo que no me “metían” en una trama con tanta sutileza, sentido del humor y capacidad de sugestión. Lo que no acabo de entender es el repudio total de Fritz Lang, porque aunque la producción le condicionara, sobre todo en el final medio almibarado de la película, la cinta en sí es una maravilla de orfebre, y me temo que su enfado no solo sea profundamente injusto con su propio trabajo, sino que haya disuadido, a los conocedores de ese juicio sumarísimo, de disfrutar de una película que tiene momentos brillantísimos, como el de la sesión espiritista, por ejemplo. 

domingo, 19 de febrero de 2017

¡Novedad!: el primer corto de ficción de Jean-Luc Godard: Une femme coquette






La mirada, el deseo y la transgresión: Une femme coquette, de Godard, o la ingenua aventura en l’avant mi-di.



Título: Une femme coquette
Director: Jean-Luc Godard (Hans Lucas)
Guion: Jean-Luc Godard (Historia: Maupassant)
Música: Johann Sebastian Bach
Intérpretes:  Marie Lysandre. Roland Tolma, Cermen Mirando. (Cameo del autor: Godard).


Se nos anuncia hoy en las páginas de El País, una primicia: acaba de ser colgado en YouTube el primer corto de ficción de Jean-Luc Godard, Une femme coquete, basado en una narración de Maupassant. No es la primera película de Godard. Ese honor petenece a un documental,  Operation ‘Béton’ en el que se narra la construcción de una presa y más específicamente, la elaboración del hormigón para su construcción. Se trata de un documental muy influenciado por la apología del maquinismo como liberación de la clase proletaria del cine soviético, tanto el de propaganda como el de autor; un canto ingenuo a la máquina que aparecerá a menudo en la filmografía de Godard, sobre todo el trajín laboral en el marco de una ciudad moderna, porque el movimiento vital de una ciudad es un paisaje querido para Godard: el tráfico, el particular y el público, las obras, las fábricas, el mundo laboral en su conjunto, los transeúntes, los escaparates, los cruces de calles, los parques… Su primer corto de ficción, esta suerte de aventura entre ingenua y libertina titulada Una mujer coqueta, reúne, como no podía ser de otro modo, algunos rasgos esenciales de lo que ha de ser su filmografía posterior y, sobre todos ellos, el rodaje en exteriores, no siempre, por cierto, “cámara en mano”. La película arranca con la redacción de una carta de una recién casada a un amigo suyo, en la que le cuenta una infidelidad matrimonial que no sabe si la atormenta o la hace reír. La mínima historia se centra en el breve tiempo del almuerzo en que esa mujer sale a la calle y observa cómo otra, desde el balcón de un primer piso, sonríe a todos los hombres que pasan con la deliberada intención de atraerlos a una cita amorosa de pago. Desde la calle, nerviosa, observa el juego de coquetería de la mujer, que acaba seduciendo a un transeúnte, ¡nada menos que a un jovencísimo y casi desconocido Jean-Luc Godard, muy gracioso en su papel de “cliente cazado” al vuelo de una mirada pícara y un inequívoco, pero discreto, gesto felativo! Turbada, la mujer decide lanzarse a la imitación del modelo de seducción, lo cual hace, después de muchos titubeos, con un hombre que lee el periódico sentado en el parque, quien sigue, desconcertado, los ires y venires de una mujer que, tras vencer todos los pudores e inhibiciones habidas y por haber, decide sonreír al hombre justo un segundo antes de arrepentirse de haberlo hecho y de salir corriendo del parque, seguido por el hombre, quien lo hace con el automóvil que tenía aparcado a la puerta del parque, un seguimiento que se resuelve en un trávelin (¡lo que me cuesta escribir el normativo travelín!) lateral de la huida desesperada de la mujer para llegar antes que su perseguidor a su casa, pero… Y hasta ahí cuento, aunque, si bien se mira, son apenas nueve minutos de corto, pero no conviene chafar el último. Me ha parecido muy destacable, lo que casi podría entenderse no tanto como una teoría de la seducción cuanto una ilustración del poder inequívoco de la mirada y lo que esta es capaz de construir, o de destruir, llegado el caso. La puesta en escena, la propia ciudad de París, se ajusta como un guante a ese espacio de la posibilidad, de la aventura, de la fantasía galante, de la liberación de los deseos reprimidos que tanto papel tendrán en otras películas del autor. Se trata, aunque modesta, de una aventura que interpela las convicciones de la protagonista y la sitúa en un escenario de transgresión que ya en aquella época resultaba atrevido proyectar en una pantalla, aunque el corto, como puede comprenderse, no llegara al gran público. De hecho, hasta que ha podido ponerse a disposición de cualquier espectador en YouTube, eran contados los permisos de acceso al mismo. Bienvenida sea esta primera ficción, ¡tan potente ya!, del maestro Godard. Estoy convencido de que no defraudará a quienes no duden en emplear los nueve minutos que exige su contemplación. Tanto el método de la carta, como el flash back y cierto recogimiento interior de la protagonista en su alcoba, traen a la memoria la famosa Carta a una desconocida, de Ophüls, pero en cuanto salimos a la calle, el aire de libertad documental de la grabación sin el control del estudio, nos arruina el recuerdo, sin que por ello el corto pierda interés, ¡antes al contrario!

viernes, 17 de febrero de 2017

Esas películas que casi nadie ve…: “Phantom”, una “primicia” nonagenaria de F.W. Murnau.





Los coletazos del Romanticismo mal entendido o la poquedad moral de un don nadie: Phantom, de Murnau, o el delirio inducido del artista aficionado.


Título original: Phantom
Año: 1922
Duración: 125 min.
País: Alemania
Director: F.W. Murnau
Guion: Thea von Harbou (Novela: Gerhart Hauptmann)
Música: Película muda
Fotografía: Axel Graatkjaer, Theophan Ouchakoff (B&W)
Reparto: Alfred Abel, Grete Berger, Lil Dagover, Lya De Putti, Wilhelm Diegelmann, Anton Edthofer, Aud Egede Nissen, Olga Engl, Karl Etlinger, Ilka Grüning.

Perdida, tras un estreno con discreta recepción por parte del público, después del gran éxito que fue Nosferatu, Phantom fue descubierta en 2002, restaurada y reestrenada en 2006. Estamos, pues, poco menos que ante un “estreno” sui géneris que, sin embargo, solo concitará el interés de los cinéfilos y cuantos aficionados nos arremangamos ante cualquier desafío, y más si es tan atractivo como una olvidada película de Murnau. El título de la misma, Phantom, influyó, al parecer, decisivamente, en la discreta acogida del público, porque, después de Nosferatu, todo el mundo creyó que vería una película fantástica y tenebrosa. La obra de Hauptman, sin embargo, del mismo título, había de entenderse más en el sentido del idealismo romántico que en el de la ficción psíquica. El personaje, un modesto funcionario municipal que también es poeta, tiene una relación con una mujer, hija de un impresor que lee los poemas del joven y se convence de que es poco menos que un genio de la poesía, y le dice que hará lo posible y lo imposible para que las vea publicadas y, acaso, convertirse él en una poeta de famoso y de éxito. Tal perspectiva sume al poeta aficionado en una especie de delirio que poco a poco va cambiándole el carácter. Aunque no se explicita en la primera parte de la película que la relación con la hija de la impresora es una relación formal y que ambos sean novios, ella parece asumir que el destino de ambos es el de contraer matrimonio. Poco después de la noticia sobre su halagüeño futuro poético, el protagonista, Lorenz, es atropellado por un tílburi conducido por una joven rica que se detiene para socorrerlo. Lorenz, al ver a la joven queda tan impactado que, en cuanto se recupera, echa a correr como alma que lleva el diablo detrás del carruaje para poder hablar con la joven conductora. No lo consigue, pero advierte que entra en una casa noble en la que se atreve a entrar hasta que un criado lo echa fuera porque no sabe ni explicar qué pinta allí ni qué desea. De ese día en adelante, Lorenz, continúa viviendo en el interior del hechizo de la contemplación de la hermosura de la joven, transfigurado, fuera de sí, pendiente única y exclusivamente de poder entrar en contacto con la joven para manifestarle la pasión amorosa que ha despertado en él. De tal naturaleza es el impacto que ha sufrido, que bien puede hablarse propiamente de que el joven se ha convertido en un fantasma, más que en un ser real, porque todos sus pasos no conocen otra dirección que la del encuentro con la joven auriga. Advertida la diferencia de clase que hay entre ellos, Lorenz, que es el sobrino preferido de una tía usurera, se presenta ante ella con la noticia de la inminente publicación del libro de poemas, y le pide dinero a su tía para hacer frente a los gastos que exigirá su nueva posición. Por ahí se entra, como no es difícil advertir, en una vía de degradación del ideal romántico que, en contacto con la vida práctica, acabará llevando al personaje no solo a hacer cualquier cosa por dinero, sino incluso a aliarse con el amante de su hermana, a quien descubre, después de haberse ido de la casa donde vivía con su madre y sus dos hermanos, ejerciendo la prostitución en una sala de fiestas. Esa alianza criminal para desvalijar a la vieja tía se estrecha cuando Lorenz es recibido en casa de la joven y tiene una conversación con sus padres, a quienes les expresa su intención de cortejar a su hija, aunque recibe como toda respuesta el anuncio del próximo enlace matrimonial de ella. Posteriormente, se enamora de otra joven a cuya casa se le franquea el acceso, sin percatarse -porque Loren representa al clásico poeta negado para la vida cotidiana y habitante en exclusiva del mundo de las Musas- de que se trata de un sólido equipo madre-hija dedicado a la caza de dotes. Descubierta la admiración que la posesión del dinero causa en la joven cazadotes, el chulo de la hermana y el protagonista, que por su ausencia de la oficina ha sido expulsada de ella, se conjuran para desvalijar la caja fuerte e la tía usurera, con la complicidad pasiva de la hermana y para disgusto mortal de la madre. Descubierto el crimen, ejecutado por el chulo de la hermana, el personaje es condenado a la cárcel, de la que sale para reunirse con quienes, hasta su delirio fantasmal, habían sido sus dos pilares en la vida: el impresor y su hija. Casado con esta, y a propósito de un cuaderno en blanco regalado por el impresor, el joven escribe en él una autobiografía de sus dolorosos años de juventud, cuando la ilusión de ser un poeta ilustre acabó con su estabilidad moral y psíquica y se convirtió, realmente, en algo así como un espectro dominado por la pasión del lujo y la necesidad de comprar la belleza a toda costa, incluso a costa del crimen. La película tiene un poderoso impulso narrativo, aunque la descripción de personajes es perfecta, de ahí que las casi 2 horas de metraje no supongan ninguna rémora que entorpezca nuestra atención a cuanto ocurre, perfectamente interpretado, aunque al estilo hierático de Buster Keaton, por un Alfred Abel que a duras penas da el papel de joven estudiante enamorado de la poesía, dada su edad, si bien, en un registro expresionista, logra transmitir la angustia permanente en la que vive. De hecho, la película se estructura como un flash back a partir de la redacción de sus “extravíos” de juventud, de haber sido “poseído” por la pasión y por el vicio. La película, rodada en la pequeña localidad de Neubelsberg nos ofrece un fresco social extraordinario del “ritmo de vida” de principios de siglo y de cómo se desarrollaban las relaciones interpersonales en aquella época. Ni que decir tiene que la condición de pobres de solemnidad de la familia del poeta, regida por una madre severa, y que fuerza a la hija a buscar otros aires que le permitan sobrevivir a esa pobreza, camino torcido por el que la sigue el hermano mayor, Lorenz, nos ofrece un contraste muy marcado de la diferencia de clases en la Alemania del primer tercio del siglo XX. La película, con todo, se centra en el análisis psicológico del joven poeta, perdido en el mundo de las musas y devorad, posteriormente, por la imposible conquista de la belleza y de una posición social muy fuera de su alcance. El público debió desilusionarse mucho al comparar Nosferatu con esta Phantom (El nuevo Fantomas), tan alejada de aquella. La tensión narrativa, sin embargo, está, sobre todo en la fase de la decepción y el desquite, muy lograda, y lo que empezó siendo un idealista amor contrariado acaba convirtiéndose en una novela de Dostoievski. Me parece muy digna de verse, sobre todo porque la puesta en escena en el pueblo remite a muchas obras clásicas de esa misma época.

miércoles, 15 de febrero de 2017

“Mamma Roma”, de Pier Paolo Pasolini, o el desgarro existencial.



El pozo profundo de la marginalidad y la difícil identidad del hijo de puta: Mamma Roma, de Pasolini: la crónica de una adolescencia herida y sin rumbo. 

Título original: Mamma Roma
Año: 1962
Duración: 110 min.
País: Italia
Director: Pier Paolo Pasolini
Guion: Pier Paolo Pasolini, Sergio Citti
Música: Antonio Vivaldi
Fotografía: Tonino Delli Colli
Reparto: Anna Magnani, Franco Citti, Ettore Garofolo, Silvana Corsini, Luisa Orioli, Paolo Volponi, Luciano Gonini, Vittorio La Paglia.


¡Pues no voy yo y me embarco en el visionado de Mamma Roma, de Pasolini, al día siguiente de haber hecho lo propio con Mi tío Jacinto, de Vajda! ¡Ya se han de tener ganas de sufrir, la verdad! No hará ni tres años que la había visto, pero con motivo de un curso sobre la historia del cine la he vuelto a ver y ahora sí que me parece inexcusable la crítica pertinente, sobre todo porque, en aquella ocasión, aún no había abierto este Ojo Cosmologico donde las recojo. Pasolini nunca defrauda, y en esta Mamma Roma podemos advertir, en dosis diferentes, buena parte de los presupuestos de su actividad intelectual y de sus constantes experimentos fílmicos. La historia de una prostituta redimida que quiere llevarse a su hijo a vivir a Roma para que tenga alguna oportunidad en la vida se tuerce por el chantaje que le hace su antiguo chulo, un Franco Citti impecable en su papel y con una memorable intervención cuando se reivindica, a pesar de su juventud, como “descubridor” y “cincelador”, a lo “Pigmalión”, de la protagonista, a quien sacó del pueblo para darle una vida terrible y, al tiempo, desahogada. La película se abre con la boda del chulo, de quien la protagonista se siente, por ello mismo, liberada. La secuencia de la boda, que recuerda la escena de la última cena de Viridiana es, aunque en la ciudad, una boda campesina y casi medieval, sobre todo por la presencia simbólica de los cerdos en el banquete. Hay una reivindicación del hombre del campo –“¡qué comerían, sin nosotros, los señoritos…!” y de la lengua y el folclore campesino, como se demuestra en el torneo de coplas con retranca que se dirigen la protagonista y los novios. De ahí ya, después de unos primeros planos de la protagonista que se irán repitiendo, con distintos escenarios, a lo largo de la película, hasta culminar en un famoso plano secuencia con un trávelin de seguimiento nocturno en que la protagonista va contando, a los acompañantes que se le van añadiendo, en sincronizados relevos, parte de su vida; de la boda, decía, pasamos a la búsqueda del hijo recién llegado del pueblo, donde ha sido criado hasta los dieciséis años. Y entonces, en ese frío encuentro entre un hijo “desmadrado” literalmente, y una madre harto efusiva -sin duda en demasía- se trasluce el choque familiar que se resolverá dramáticamente. Hay un conflicto entre las aspiraciones de la madre respecto de su hijo y la realidad de la nula formación del mismo y de su falta de referentes emocionales, éticos y familiares. Entra en su casa, realmente, como un extraño en una pensión, y aunque parece dejarse llevar por la madre, pronto se integra en una pandilla típica de extrarradio sin futuro sin formación de por medio. Comienza vendiendo los discos de la madre para sacarse algo de dinero -por cierto, la canción emblemática de la película la canta Joselito en italiano-, pero la madre pronto le consigue un trabajo en un restaurante como camarero después de haber extorsionado, mediante una compañera de profesión, al dueño del mismo. Pero no le dura, aunque en la secuencia en que la madre va a verlo trabajar, los desgarbados y chulescos andares del hijo, que se acentúan respecto del de los comienzos, nos indican claramente ese confuso mundo interior de resentimiento, prepotencia e ignorancia que acosan al chiquillo, quien se enamora, además, de una joven con leve retraso mental. Por cierto, Pasolini descubrió al chico en un restaurante en el que Garofolo trabajaba realmente como camarero. Y lo cierto es que Garofolo tiene ese tipo de rostro no armónico, tan del gusto del director, una fealdad muy cinematográfica, sin embargo, y a la que Pasolini logra arrancar planos con miradas, gestos y silencios de grandísimo actor. La película se basa en una estructura de persecución, como si se tratase de un thriller moral en el que la detective, Mamma Roma, pretende seguir los pasos de su hijo para evitar que, más allá de ir por la senda del mal, no acabe donde finalmente acaba, en la sala carcelaria del hospital donde había entrado a robar y, posteriormente, en una celda de retención, donde se nos muestra al joven  con una inequívoca iconografía crística. Con esa facilidad de Pasolini para mezclar registros tan variados en su obra, quiero destacar el contraste que con la historia del joven protagonista significa que uno de los enfermos comunique a los restantes que ya se ha aprendido otra tirada más de La Divina Comedia de Dante y se la recite mientras el joven, aquejado por la fiebre alta y la angustia animal de sentirse encerrado sin siquiera ni poder imaginar que haya habido alguna razón que lo explique estalla en una crisis de ansiedad que es reducida en la celda de contención. El choque, pues, entre el pequeño pueblo campesino del que procede, donde ha vivido separado de la madre, y la vida de la ciudad, donde no halla otra vía de acomodo que a través del raterismo,  acaba teniendo consecuencias fatales que convierten la película en un drama individual y al tiempo de clase, porque la imposibilidad de integrarse en el sistema productivo tiene mucho que ver con la peculiar biografía del joven protagonista, dominada por el resentimiento y el odio hacia su madre y, por extensión, a la sociedad.

martes, 14 de febrero de 2017

Miserias (aún) de posguerra, picaresca e hidalguía: “Mi tío Jacinto”, de Ladislao Vajda.




Neorrealismo compasivo e hiriente: Mi tío Jacinto o la dura ley de la supervivencia: la emoción real frente a la blandenguería sentimentaloide.
  
Título original: Mi tío Jacinto
Año: 1956
Duración: 90 min.
País: España
Director: Ladislao Vajda
Guion: Andrés Laszlo, José Santugini, Max Korner, Gian Luigi Rondi, Ladislao Vajda (Historia: Andrés Laszlo)
Música: Román Vlad
Fotografía: Enrique Guerner (B&W)
Reparto: Pablito Calvo, Antonio Vico, José Marco Davó, Juan Calvo, Mariano Azaña, Pastora Peña, Julio Sanjuán, Miguel Gila, José Isbert, Paolo Stoppa.



¡Qué memorable programa Historia de nuestro cine!, que permite al espectador descubrir, como llevo haciéndolo desde que empezó, un buen número de películas que confirma los muchos valores de nuestra cinematografía. Estoy deseando que acabe para que haya una segunda edición y pueda ver aquellas que, en su momento, me perdí. Mi tío Jacinto, del reputadísimo Ladislao Vajda, de quien siempre se menciona la excelente Marcelino, pan y vino, pero cuyo nombre yo siempre he asociado a El cebo, una de las primeras películas que vi como cineclubista, allá por 1968 y de la que siempre he guardado magnífico recuerdo. Pudiera pensarse a primera vista que esta película fuera un intento de sacar partido al éxito indescriptible que logró Pablito Calvo con la película Marcelino, pan y vino, y aunque en origen así haya podido ser, no hay duda de que Vajda nos ha entregado una obra a la que bien le cabe algo así como el título de principal muestra del neorrealismo español, porque el retrato de la miseria orgullosa del antiguo novillero que vive con su sobrino en una chabola y sale, con él, cada día a ganarse el pan, va más allá de una singularidad del guion para ganarse la simpatía compasiva del espectador. Vajda nos ofrece una película que, so pretexto de describir esos esfuerzos de honrada supervivencia en los últimos coletazos de la larga posguerra de la Guerra Civil, retrata muy ácidamente una realidad degradada y subdesarrollada en la que la picaresca al más puro estilo del Lazarillo sigue vigente. La puesta en escena de la película, además de la plaza de toros y las chabolas, se fija en el Rastro como eje de la actividad de los personajes, un ecosistema donde la trapacería y la estafa de medio pelo están a la orden del día. Y en ese ambiente hay tres intervenciones de puro lujo: Miguel Gila, en una escena de “timador con niño”; Pepe Isbert, como proveedor de relojes ful para los timos, y Tip, muy joven, cuando aún formaba pareja con Top, antes de unirse a Coll, como dependiente de la tienda de disfraces donde el novillero quiere alquilar su traje para actuar en una charlotada torera, actuación en la que aparece anunciado por error y, al reclamar a los organizadores, recibe el encargo  firme de actuar. Su orgullo le lleva a decir que tiene traje, pero por él le piden la “friolera” de 300 pesetas, y ahí se activa el motivo dinámico que nos va a tener en vilo durante toda la obra para saber si es capaz o no de reunir esas trescientas pesetas, labor en la que su sobrino, sacando de aquí y de allá, desde perras gordas hasta pesetas, trata de ayudarlo. La película se centra en el microcosmos de la estafa picaresca, vista desde un tono costumbrista que recuerda el Madrid de algunas películas de Neville, y ahí está la escena de la comisaría, por ejemplo, en la que el comisario ayuda a redactar un informe para la superioridad enumerando todas las deficiencias del local donde actúan con un lenguaje administrativo que choca enormemente con el de su realidad cotidiana con los raterillos de poca monta. Igualmente, puestos a buscar referencias, el inicio de la película en la chabola constituye un grupo de secuencias mudas que hacen imposible no pensar en The Kid, de Chaplin, por ejemplo. Y ahí es donde Pablito Calvo, un auténtico niño prodigio de la interpretación, carga con toda la responsabilidad del éxito de la película, aunque Antonio Vico lo secunda con una composición del personaje memorable. El duelo entre ambos es uno de los grandes duelos interpretativos del cine español, porque ese orgullo torero del novillero fracasado, del perdedor que nunca pierde, sin embargo, la dignidad de ser quien es, e incluso de quien podía haber sido, atraviesa la película con una entereza que no nos ahorra, sin embargo, las humillaciones de su condición de pobre de solemnidad. De hecho, cuando el patetismo de su actuación en la plaza está a punto de abocarnos a un final conmovedor y casi lacrimógeno -la escena de Tip en medio de la plaza protegiendo el traje de alquiler del torero con un paraguas en medio del chaparrón que pone fin al festejo es de una crueldad infinita- el guion logra enderezar la situación y tío y sobrino salen de la plaza recreando el tío los soberbios pases que le dio al toro y que el sobrino alega que no pudo ver para consolar al tío y “crecerlo”, en un acto final de amor incondicional por su héroe cotidiano, a quien protege y ampara en una inversión de papeles en la que a Vajda en ningún momento se le escapa ningún brochazo sentimentaloide, sino al revés, un soberbio cuadro neorrealista lleno de auténtica emoción humana, ni más ni menos que la que se deriva de la solidaridad de dos perdedores que se las ingenian para ir tirando de modos y maneras que, como la recogida de colillas en la explanada de la Monumental para sacar el poco tabaco que quede y venderlo a un fabricante casero de cigarrillos de saldo, por fuera han de chocar al espectador de la “sociedad del bienestar”. Desde ese punto de visto, ya digo, la película de Vajda ofrece una visión de la sociedad del franquismo tan crítica y contundente, por vía indirecta, que no me explico cómo la película no fue censurada por las autoridades. Hay muchos directores de quienes se elogia haber dado esa imagen real de la sociedad de su tiempo, Bardem, Berlanga, Fernando Fernán Gómez, Nieves Conde, etc., pero, vista Mi tío Jacinto, pocas pueden compararse a la mirada con que Vajda desnuda aquella sociedad opresiva, pobre, insolidaria y amoral a la que aún no le habían llegado los Polos de desarrollo… El excelente guion, que alterna momentos de auténtica comicidad lazarillesca y sombrías escenas, como la descarga del camión que acaba con la salud del tío, por ejemplo, hacen de Mi tío Jacinto, una obra que nada habría de envidiar a El ladrón de bicicletas, por ejemplo, en la que parece haberse inspirado parcialmente. En definitiva, una obra mayúscula del cine español que nadie puede ni debe perderse.

sábado, 11 de febrero de 2017

La pócima de la inmortalidad: “El hombre que podía engañar a la muerte”, de Terence Fisher.


El rigor estilístico de la Hammer, la habilidad de Terence Fisher y el afán de inmortalidad de la especie humana  en una muestra eficaz del mejor terror británico: El hombre que podía engañar a la muerte.

Título original: The Man Who Could Cheat Death
Año: 1959
Duración: 83 min.
País: Reino Unido
Director: Terence Fisher
Guion: Jimmy Sangster (Obra: Barré Lyndon)
Música: Richard Rodney Bennett
Fotografía: Jack Asher
Reparto: Anton Diffring, Hazel Court, Christopher Lee, Arnold Marlé, Delphi Lawrence, Francis De Wolff.


En estos tiempos de terror de casquería, con increíbles efectos especiales desarrollados por la informática, una película como El hombre que podía engañar a la muerte es algo así como una inmersión en la época romántica del género, una visita no tanto a las ruinas del mismo, sino a una concepción ingenua que, sin embargo, solía acertar con propuestas argumentales que atraían poderosamente al público y lo dejaban lo suficientemente satisfecho como para repetir en futuras entregas. Terence Fisher fue, en ese terreno, un reputado director cuyas obras forman parte de lo mejor del género, sobre todo, como es obvio, su largo ciclo de películas dedicadas a Frankestein. En este caso, con una puesta en escena típica del siglo XIX en cuanto a vestuario, casas, calles, etc., algo así como una “marca de la casa” de la Hammer, Fisher nos cuenta la historia de un enigmático doctor y artista, escultor, concretamente, que guarda un secreto vital de imposible transmisión a los demás: que tiene 104 años y que él y otro colega han descubierto el modo de derrotar científicamente a la muerte. Que para ello, además de una operación de trasplante glandular cada cierto tiempo, necesite matar a personas para extraerle glándulas con las que hacer un brebaje que le permite mantenerse como el hombre joven que e, de unos 35 años, es peccata minuta, por supuesto. Por suerte, Fisher no alarga mucho la trama, que complica con la llegada de una novia dejada tiempo atrás, quien hace su aparición en la fiesta que está ofreciendo el doctor y escultor del brazo de un imponente Christopher Lee, en este caso, como reputado doctor, situado en el lado del bien. La desaparición de su novia actual, que lo urge a que se casen cuanto antes, pues ha reconocido inmediatamente que la recién llegada puede apartar al doctor de su inclinación actual hacia ella, implica la aparición de la policía y la consiguiente investigación que irá estrechando el cerco en torno al científico loco que no quiere compartir una fórmula tras la que la humanidad ha ido siempre, como tras la piedra filosofal. Ha de reconocerse que la elección de Anton Diffring fue un acierto inmenso de casting, porque sabe mantener en todo momento la ambigüedad del hombre acosado por los plazos para mantener el hechizo de su longevidad y la pasión por sus amantes, sobre todo por la recién llegada, máxime cuando intuye que el rival, Lee, puede disputársela. No es una película en la que abunden los efectos especiales, pero no son necesarios para mantener la tensión narrativa, con las dosis justas de erotismo y de misterio que no tarda en resolverse. La presencia de otro longevo colega que solía ayudarlo en la operación de trasplante, una eminencia en la medicina, reconocida por el antagonista, complica la trama porque, para chantajear al doctor encarnado por Lee, el doctor escultor decide raptar a su propia novia, de la que el rival está permanentemente enamorado, claro, le revela la verdad y le exige que lo intervenga. La operación se lleva a cabo, pero lo que no sabe el intervenido es que no le ha sido trasplantada la glándula que le permitirá seguir su vida inmortal. A partir de ahí se desencadena un final absolutamente típico del género que complacerá a los amantes del mismo y que me ahorro, aunque se intuya con facilidad. Repito, son películas de un terror clásico, naíf, si se quiere, pero que mantienen una dignidad magnífica.

Ha muerto una estrella: “La señora sin camelias”, de Michelangelo Antonioni.



Una aportación, en el ámbito del cine, a la antropología de la vida de pareja o la terrible vida sentimental de una mujer en busca de su autonomía: La señora sin camelias, de Antonioni, o la coacción impune del machismo.

Título original: La Signora Senza Camelie
Año: 1953
Duración: 105 min.
País: Italia
Director: Michelangelo Antonioni
Guion: Michelangelo Antonioni, Suso Cecchi d'Amico, Francesco Maselli, P.M. Pasinetti
Música: Giovanni Fusco
Fotografía: Enzo Serafin (B&W)
Reparto: Lucia Bosé, Gino Cervi, Andrea Checchi, Ivan Desny, Monica Clay, Alain Cuny, Anna Carena, Enrico Glori, Laura Tiberti, Oscar Andriani.


Es curioso advertir, viendo sus primeras obras, como La señora sin camelias, el proceso de estilización  formal que sufrió el cine de Antonioni sin que se viera afectado el contenido de sus historias, la mayoría de ellas en torno a las relaciones de pareja, casi siempre conflictivas, como es el caso de esta Dama sin camelias que debería haber traducido más propiamente el juego del título con la inolvidable obra de Dumas, cuya referencia cinematográfica aparece, aunque sin demasiado énfasis, en un plano en el que destaca una foto de Greta Garbo en el papel de Margarita, colgada en la pared de un restaurante en el que entran los protagonistas. La historia es sencilla, un productor descubre por azar a una joven dependienta a quien consigue convertir en una estrella del cine popular que quiere explotar su contundente aura erótica, algo que enseguida agiganta los celos de quien, para tenerla más bajo su control, decide casarse con ella, sin que entre ellos se haya manifestado, hasta la propuesta, ante los ojos del espectador, ningún tipo de relación apasionada. Un estrepitoso fracaso comercial desata las hostilidades, que incluye la violencia física contra la mujer, y, a partir de ese momento, asistiremos a la descomposición del matrimonio, al fracaso de la carrera de productor del marido, lo que lo lleva al suicidio fallido y los intentos de liberación de la protagonista y la nueva dirección que quiere imprimir a su carrera cinematográfica, dedicándose a estudiar para convertirse en una verdadera actriz, al tiempo que va afianzando su relación sentimental con un joven diplomático que, en el momento de la verdad, comprometerse matrimonialmente con ella, flojea y la deja en la estacada. Es tortuoso y humillante el camino que recorre la protagonista después de alejarse de un marido celoso, explotador y violento para, en un final espléndido de la película, acabar pidiéndole trabajo en unas escenas rodadas en Cinecittà que son una auténtica joya cinematográfica, sobre todo por el baño de realidad, entre los figurantes que allí trabajan, que ha de sufrir la actriz no venida a menos, sino venida a nada, de ahí que, tras rechazarla el marido, se vea obligada, por la ley de la supervivencia, pues está arruinada, a aceptar un contrato para rodar películas B cargadas de erotismo y ningún interés narrativo. Si a ello añadimos la reanudación de su relación con el diplomático, porque su marido se ha emparejada con la mejor amiga de ella, quien, aprovechando una visita que él le hizo para buscar consuelo, logró engatusarlo y hacérselo suyo. La frialdad del banco y negro de las escenas en los estudios cinematográficos, la puesta en escena con los decorados-fachada, y la fauna de personajes, personacos y personajillos, que acaso se le hubiera ocurrido decir a Passolini, redondean la visión desolada de una perdedora con quien el productor ha jugado hasta convertirla, como suele suceder, en otro juguete roto de la fama y el arte de masas. Lucía Bosé está espléndida, y dota de una verdad a su personaje que resulta difícil no intuir que se haya podido sentir identificada con él, de ahí, por vía contraria, la excelente carrera que tuvo, apareciendo siempre en películas de inmarcesible recuerdo, como esta misma. A diferencia de otras películas posteriores de Antonioni, hay un realismo de base, centrado en el mundo del cine y en todo lo que lo rodea, que adquiere a veces un tono documental y, otras, una perspectiva costumbrista. La figura de la madre, entrometida, como mediadora, entre la hija y el marido, por ejemplo, en unas escenas telefónicas excelentes, son un ejercicio casi de comedia, del mismo modo que ocurre cuando ruedan en un palacio, y ello contribuye a relajar un drama que, sin embargo, la protagonista nunca vive como tal, sino, cuando finalmente se separan, como una liberación; del mismo modo que se muestra serena en la aceptación de su insignificante carrera y en la aceptación de una relación extramatrimonial, en la institucionalización, podríamos decirlo así, de la aventura sin más futuro que su presente de pasión efímera. Es probable que esta película primeriza de Antonioni les sea más llevadera a quienes aprecien su cine pero teman someterse a la abstracción figurativa de sus obras posteriores. Estamos en pleno apogeo del neorrealismo, está claro, y, a su manera, estaría en la línea de Los inútiles, de Felline, por ejemplo, aunque con muy diferente temática, por supuesto. La propiedad  del título, ya para acabar, se manifiesta, a mi entender, en esa renuncia a la tragedia y en la aceptación de un tibio melodrama que acaba en triste crónica neorrealista de la supervivencia.

viernes, 10 de febrero de 2017

En brazos de la mujer fatal: "Una mujer en la playa", de Jean Renoir.


Del estrés postraumático a la ceguera emocional: Una mujer en la playa o la tentación vive entre las dunas.

Título original: The Woman on the Beach
Año: 1947
Duración: 71 min.
País: Estados Unidos
Director: Jean Renoir
Guion: Jean Renoir, Frank Davis, Michael Hogan (Novela: Mitchell Wilson)
Música: Hanns Eisler
Fotografía: Leo Tover, Harry J. Wild (B&W)
Reparto: Joan Bennett, Robert Ryan, Charles Bickford, Nan Leslie, Irene Ryan, Walter Sande.

Después de un comienzo onírico turbador, el protagonista, un excelente Robert Ryan en el papel de persona torturada que no puede librarse de angustiosas pesadillas, aquejado de estrés postraumático, que trabaja en un destacamento militar en el servicio de guardacostas, sale a pasear con su caballo y en el recorrido por la costa se encuentra con una mujer que se refugia en el enorme pecio de un barco varado en las dunas. La ve. Se ven. Pero sigue su camino. Instantes después, se presenta en casa de su prometida y le exige que se casen esa misma noche. La novia lo frena y deciden cumplir los plazos a los que ambos se habían comprometido. Enseguida se intuye que la cosa no va a acabar bien. Y así sucede, en efecto. La atracción que siente el militar por la enigmática mujer, una persona desencantada de la vida y prisionera de un matrimonio en el que la compasión ha sustituido al amor, porque su marido es un pintor que se ha quedado ciego a resultas de un accidente en el que la mujer ha participado, no tarda en ser correspondida;  una relación que pasa de la comprensión mutua a la atracción física mutua y a la envolvente persuasión de ella, una Joan Bennet usando con maestría todos los recursos de su capacidad seductora para jugar a su antojo con el apuesto y torturado militar, para dirigir al incauto militar angustiado en la dirección de una rivalidad con el marido que lo lleve al asesinato que libre a la mujer de su esclavitud y de los malos tratos que, al menos una vez, se ven en pantalla, porque ambos esposos son, además bebedores contumaces. La película es sencilla en su planteamiento, pero va evolucionando a través de la relación del trío protagonista, con un Charles Bickford, enorme secundario, en un papel muy ajustado a su temperamento fuera de la pantalla. Renoir consigue una narración muy fluida de la historia y aunque hay un buena colección de encuadres propios de su magnífica inspiración pictórica, está más interesado en que fluya el melodrama, camino de un clímax que se consigue, finalmente, cuando el pintor, de quien su rival ha sospechado que “representaba” la ceguera, “ve” clara su situación y decide romper amarras con su pasado de una manera radical, quemando los cuadros y, de rebote, la propia casa en mitad de la playa donde vive con su mujer, algo que ocurre justo cuando la exnovia del militar ha jugado su última baza, en un baile, para atraer a su antiguo prometido. He de reconocer que la tensión que sabe crear Renoir tiene mucho de los recursos propios de Hitchcock, de quien nada nos extrañaría que hubiera sido él quien filmara la película, sobre todo por la escena en que Ryan, a caballo, lleva a su rival, quien va caminando cogido de la montura, por el borde de un acantilado para ver si, ante el peligro de caída, reacciona y revela el fingimiento de su ceguera, lo cual en modo alguno ocurre, sino todo lo contrario, que el pintor se despeña hasta la arena de la playa que amortigua la caída, lo que evita que sea mortal. Habían pasado ya 6 años desde Aguas pantanosas, su debut en Usamérica, y el siguiente rodaje sería una de sus mejores películas, El río, y aquí se advierte ese fino trabajo de introspección psicológica y de análisis de las relaciones humanas de todo tipo, aunque con personajes tan castigados por la vida como los de Ryan y Bennet, lo que nos adentra en las conocidas torturas del alma propias del melodrama, género en el que se inscribe esta película con una carga erótica que destaca, sobre todo en el flechazo de los protagonistas y que acentúa, cada vez que sale en pantalla, el vestuario de la protagonista. La playa es, de por sí, toda una puesta en escena, por lo que poco ha tenido que añadir el director al marco de la historia, pero Renoir saca de ella unos planos excepcionales que añaden una especie de aura romántica al encuentro de los protagonistas. El pecio del barco no deja de ser una ruina en la que ambos amantes cobijan su amor, aunque el pintor, en un paseo por la playa, sea capaz de “descubrirlos”, por la presencia del caballo y porque sabe que ella se refugia allí. En fin, una de esas películas que siempre agrada ver, con unas interpretaciones estelares que convencen al más reticente y con un final algo complaciente, pero de todo punto verosímil, dadas las circunstancias y los intentos anteriores que la protagonista había hecho por manipular a otros para conseguir lo mismo que quería conseguir del militar. Cine al viejo estilo de Hollywood: sobriedad, eficacia, historia y una dirección de actores magnífica.


jueves, 9 de febrero de 2017

John Farrow ensayando cine de autor para un thriller relevante y personal: “Las fronteras del crimen”.



Una historia convincente, una atmósfera conseguida y un thriller con estupendos toques de comedia: Las fronteras del crimen, de John Farrow, o una película en contrapicado.
 Título original: His Kind of Woman
Año: 1951
Duración: 120 min.
País: Estados Unidos
Director: John Farrow
Guion: Frank Fenton, Jack Leonard
Música: Leigh Harline
Fotografía: Harry J. Wild (B&W)
Reparto: Robert Mitchum, Jane Russell, Vincent Price, Tim Holt, Charles McGraw, Marjorie Reynolds, Raymond Burr, Leslie Banning.


El título original, His kind of woman, pone el acento, desde un punto de vista comercial, en lo que el público debería intuir, por él, como un tórrido romance entre Mitchum y Russell, y, aun habiendo algunas escenas en que sí que la atmósfera erótica sube ciertos grados -sin sobrepasar el código Hays-, la trama negra de la película nos lleva a considerarla más como una historia de perdedores que como un thriller con gotas sentimentales. Lo que sorprende, ¡y mucho!, sin embargo, en esta historia compleja, con un excelente guion, y una realización de la que ahora hablaremos, es la parte de comedia que introduce la historia al situar la acción en un resort mexicano, fronterizo con Usamérica, en la que un actor famoso, enamorado de la caza, un pletórico Vincent Price escacharrantemente cómico, trata de superar un matrimonio fallido y medita si se unirá con la joven, Russell, que ha hecho un sonoro tilín, casi un tolón, al protagonista, Mitchum. La historia de un perdedor a quien ofrecen una suculenta recompensa, 50.000 dólares, para ir a ese resort y esperar noticias de lo que ha de hacer para acabar de ganárselos, pues le van dando anticipos más pequeños, es el hilo conductor de la trama, a la que enseguida se une Russell, quien se le presenta al lacónico protagonista como una rica heredera, para descubrir, finalmente, que se trata de una imponente cazadotes. Como el protagonista tiene deudas de juego, la película comienza con una paliza propinada en su apartamento, la claustrofobia del cual la realza el uso del contrapicado, que el autor va a repetir en infinidad de ocasiones a lo largo de la película, y con el mismo fin, crear una atmósfera muy física, con encuadres en los que parece que la incomodidad de los personajes no proceda tanto de lo que les ocurre en la realidad de los acontecimientos, cuanto de su ubicación en el plano. El protagonista no tarda en olerse, por diversos personajes que encuentra en el resort, que nada bueno puede esperar de ese “misterio” al que lo destinan, máxime cuando descubre la presencia de un enigmático “profesor”, muy en la línea de los científicos heterodoxos al servicio del mal. El espectador sabe desde el principio que de lo que se trata es de que un mafioso, un sólido y convincente (¡Como Vincent!) Raymond Burr, quiere someterse a un transplante de cara para poder reingresar en Usamérica con una nueva identidad, la del perdedor conejillo de indias. Esa trama científica de la película, que aquí actúa al revés de como lo hace en La senda tenebrosa, de Delmer Daves, es decir, al servicio del delito, no deja de tener algo de ingenuo, sobre todo por las condiciones en las que se va a realizar el trasplante, en un viejo bote anclado en aguas territoriales mejicanas. La atmósfera del resort, con diferentes historias que van mezclándose en la tensa espera de las noticias que no llegan, se ilumina de pronto, como ya he dicho con la aparición de ese actorazo descomunal, en todos los sentidos, que es Vincent Price. La habilidad del guion permite ignorar que la cazadotes va detrás del actor y que ambos hombres, que han congeniado rápidamente, acabarían enfrentados por ella, pero la aparición por sorpresa de la mujer del actor, deliciosamente irónica, con quien tiene unos diálogos magníficos, resolverá ese hipotético enfrentamiento. El tramo final de la cinta, con la expedición de rescate que encabeza el actor con los policías mejicanos y otros huéspedes del resort, deseosos de escapar a la convivencia tan “estrecha” con sus parejas, es una auténtica “armada Brancaleone” que combina perfectamente, en el tramo final de la película, el temor por el destino final del protagonista con una comicidad de buena ley. La figura de Price, cotejando lo que ha hecho en decenas de películas de aventuras, eternos simulacros de violencia y de muerte, con lo que está viviendo, muertos incluidos, y sus constantes declamaciones shakesperiana suben mucho el nivel de la película. Es una lástima que Ferraro, el gángster, Raymond Burr, no tenga más papel, porque podría haberse convertido la película en un duelo entre Burr y Price que hubiera adquirido tintes legendarios. Adviértase, por último, la notable extensión de la cinta para un género de este estilo en el que la concisión es un valor, y de ello tiene la culpa el excelente retrato de la atmósfera del resort y las diferentes historias que se cruzan con la de os protagonistas.

Ayuda desinteresada a los espectadores para moverse por el "Ojo Cosmológico".



Cómo encontrar fácilmente en este Ojo crítico las películas que a cada cual le interesen.

Tras ímprobo esfuerzo, porque ir repasando todas las críticas para establecer la nómina de realizadores de quienes he criticado alguna o varias películas no es trabajo por el que sienta yo pasión ninguna, aviso a los espectadores que tengan contraído el hábito de entrar a este Ojo Cosmológico, que en el buscador situado en la zona superior izquierda de la página pueden ya introducir los nombres de la nómina de realizadores que he confeccionado para que les busquen inmediatamente y les salgan en una nueva ventana, las películas criticadas. Es cierto que podría haberme dedicado a vincular nombres y películas, pero la tediosidad del esfuerzo, unido a urgencias no solo críticas, sino de otros órdenes vitales, me lo ha impedido, de momento. Espero que este nuevo servicio que hoy inauguro sea del agrado de quienes puedan, con total inmediatez, saber qué películas he criticado desde que abrí esta bitácora cinematográfica. Y nada más. Enseguida vuelvo a mis críticas, algunas de las cuales ya se me acumulan, lo cual me asusta no poco. En fin, nulla dies sine linea..., que es lo mío, para bien o para mal de quienes aquí entren.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Represión sexual y adolescencia en Toledo: “El buen amor”, de Francisco Regueiro.





El amor y la tortura sexual antes de las relaciones prematrimoniales en España: El buen amor, de Francisco Regueiro o el neorrealismo de la pacatería.


Título original: El buen amor
Año: 1963
Duración: 82 min.
País:  España
Director: Francisco Regueiro
Guión: Francisco Regueiro
Música: Miguel Asins Arbó
Fotografía: Juan Julio Baena (B&W)
Reparto: Simón Andreu, Marta del Val, Charo Bermejo, María Enriqueta Carballeira, Wilfredo Casado, Sergio Mendizábal, Enrique Pelayo.


Sí, lo primero que se me ha venido a la cabeza ha sido el recuerdo de Adolescencia, Sexo y Cultura en Samoa, de Margaret Mead, para titular esta crónica neorrealista de la pacatería sexual, tan terrible y doliente, un título en alguna de cuyas traducciones al español desaparece, ya es curioso, la palabra sexo. La primera película de Francisco Regueiro me sigue pareciendo, de largo, la mejor de su producción en la que hay títulos tan interesantes como Las bodas de Blanca, Padre nuestro o Madre Gilda, y otros tan descabellados como Duerme, duerme mi amor, que recién acabo de no poder ver acabar en el ciclo de cine español de La 2, porque, a pesar del humor negro en el que se inscribe, la verdad es que la estética de la película tira de espaldas, y la interpretación de un disparate semejante solo logra confirmar que los actores necesitan un buen guion para creerse a sus personajes y comunicarse, a través de la representación, con los espectadores, lo cual no es el caso de esta película. En El buen amor, sin embargo, ambos protagonistas interpretan a la perfección a esos dos amantes, uno salido y la otra pacata hasta lo inverosímil, que nos van a tener pendientes de sus súbitos cambios de humor, sus rencillas, sus expansiones y sus prejuicios a lo largo de un día en Toledo, en una escapada de la férula familiar y social que gobierna sus días con los mil ojos de una red represiva que les hace la vida imposible. La película, muy inspirada en el cine de la nouvelle vague (muy pero que muy de lejos esta historia podría considerarse algo así como el reverso carpetovetónico, cetrino, ceniciento y represivo de Hiroshima mon amour) y en el nerorrealismo, es una película en la que se mezclan las escenas de interior, con encuadres muy logrados y con un afán pictórico sobresaliente, y unas escenas de calle, muy del cine francés referido, que, a menudo, por la excesiva ingenuidad que han de representar los protagonistas, incluso tienen algo de ridículo, dada la edad de ambos, sobre todo de él, de ahí que quepa más hablar de adolescentes que de adultos, aunque ambos ya lo sean. La presencia de la tensión sexual a lo largo de la película, sin embargo, se convierte en el “tema” dominante o en “la tema”, sobre todo de él, que ve frustrados una y otra vez sus intentos de besarla en la boca o de acariciarla o de estrecharse contra ella, un contacto que ella administra con esa represiva y cautelosa sabiduría de quien, como repite una y otra vez, “cuanto más se tarde en llegar a esas expansiones, mejor”, porque los pasos serios han de darse poco menos que después de pasar por la vicaría. Estamos en 1963 y, sin embargo, a pesar de los modos casi transgresores de los jóvenes en un contexto urbano de valores antiguos como representa Toledo, ellos mismos, en su relación, lo son tanto como la ciudad que los acoge. La película tiene un vago propósito naturalista, de estudio realista de un comportamiento humano, y, en consecuencia, hay no poco de documental en  ella, porque, al hilo de la tensión erótica entre los novios -a lo largo del día son muchos los encuentros y desencuentros que se producen entre ellos, por la inseguridad con que afrontan la sexualidad que les urge, a ambos-, y hemos de recordar que se desplazan a Toledo, paradoja de paradoja, para sentirse más libres en sus manifestaciones cariñosas, su día es, básicamente, un día de turistas en la ciudad que no conocen y visitan todos los monumentos habidos y por haber, en los que Regueiro  consigue una puesta en escena magnífica, perfectamente fotografiada, para sus dos tortolitos. A cualquier espectador le va a sorprender que en toda la película apenas veamos sino unos diez turistas a lo sumo, un grupo de unos ocho y una pareja, con quienes coinciden en algunos monumentos. Choca mucho que tengan, ambos, la sensación imperiosa de estar cometiendo una “transgresión”, pues el viaje lo hacen a espaldas de los familiares de ella, él está de pensión, a punto de acabar la carrera de derecho y espoleado por su padre a que se presente a unas oposiciones de Banca. La realización de la película es casi perfecta, y Regueiro y su director de fotografía, Juan Julio Baena, que lo fue de otra película con la que esta guarda no poca relación, aunque de muy diferente argumento, la excelente La tía Tula, de Ángel Picazo, sobre una novela de Unamuno, han conseguido que Toledo sea algo más que el marco de esa relación propia de una época tan represiva sexual y moralmente como la dictadura franquista. Y la verdad es que no deja de ser atrevido, para aquella época, alguna referencia dejada caer casi al azar sobre la Guerra Civil o las miradas lascivas del guardiacivil en el tren a la rodilla descubierta de la maestra que va con ellos, y los guardias, en el mismo vagón de tercera, por cierto, ¡esa tercera popular y de dura madera en la que tanto se aprendía entonces a conocer al pueblo auténtico! El viaje en el tren hasta Toledo es, acaso, de lo mejorcito de la película, porque hay un contraste con el resto de los pasajeros que permite afinar el perfil de los protagonistas y el de algunos “tipos”, como el de la mujer profesional independiente, algo realmente muy nuevo en aquellos años, los guardiaciviles, una prostituta de supuesto lujo, y algunos tipos populares en cuya circunstancia personal no se explaya la descripción. Las reacciones del protagonista, que se desespera ante la niñería y gazmoñería de su novia, lo llevan, por ejemplo, a invitar al cine a una ganchillera que vende su producción a los turistas, en una deliciosa secuencia en la que las tres ganchilleras vacilan con el protagonista hasta que una de ellas acepta ir al cine, en el que están proyectando La colina del adiós, por cierto, de Henry King, una película sobre un amor apasionado interracial que triunfa frente a la intolerancia de los demás.  Eso sí, apenas se han instalado, él dice que se le hace tarde para coger el tren y, después de invitar a la chica a merendar en un comercio, un negocio que hoy nos parecería inverosímil, polvorones y leche, deja a la chica plantada cuando su novia se asoma al escaparate antes de seguir su camino, yendo a reunirse con ella para intentar hacer las paces, después de haberle dado un cariñoso azote en el culo que colmó la indignación de la joven, tan recatada y pudibunda. Las escenas callejeras, sea entre los vecinos sea con ellos dos solos, en una ciudad con rincones tan desiertos que, a día de hoy, nos sigue asombrando que alguna vez hayan existido, están resueltas de manera muy eficaz, e incluso, hacia el final, cuando están instalados en el puente, y de noche, haciéndose promesas de amor, se cruza con ellos la pareja de la Guardia Civil con la que habían hecho el viaje en tren a la ciudad. La ironía del título El buen amor, teniendo en cuenta la picardía y franqueza carnal del buen Arcipreste,  es una buena guía para que las generaciones jóvenes entiendan, sin embargo, el opresivo clima moral que tuvimos que vivir los jóvenes de aquellas generaciones de una posguerra que se extendió prácticamente hasta 1968.