lunes, 9 de enero de 2017

La bendita prolijidad de la maestría: “El cuarto mandamiento”, de Orson Welles.



La poderosa raíz del melodrama en la brillante puesta en escena de un arco vital en el seno de una implacable transformación social: El cuarto mandamiento, de Welles, o el aprendizaje del dolor. 

Título original: The Magnificent Ambersons
Año: 1942
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Director: Orson Welles
Guión: Orson Welles (Novela: Booth Tarkington)
Música: Bernard Herrmann
Fotografía: Stanley Cortez (B&W)
Reparto: Tim Holt, Joseph Cotten, Dolores Costello, Agnes Moorehead, Anne Baxter, Richard Bennett, Ray Collins.

He de reconocer que esta película la escogió mi Conjunta y que la vi con ella no sin cierta reticencia, porque tenía en la memoria una vaga animadversión hacia ella, o mejor dicho, hacia el repelente personaje cuyo despiadado  y merecido retrato nos ofrece la película en un ejercicio de síntesis narrativa tan admirable que, desde la presentación de la misma, con una voz narrativa que seduce -la impresionante de Orson Welles, cuya dicción constituye todo una clase magistral de interpretación  vocal-, resulta imposible despegarse del frenético ritmo de acontecimientos que se van a ir sucediendo, aun a pesar del tono slow que parece adquirir el retrato de la vida en esa localidad anclada en el pasado, y que irá evolucionando, a la par que el invento del coprotagonista, Joseph Cotten, el coche, un enamorado que “no llega  tiempo” de ser aceptado por una joven superficial e incapaz de ver más allá de sus propias narices, que no son otras que las de la riqueza paterna que su flamante nuevo marido irá esquilmando poco a poco hasta, en un viaje inverso al de su exenamorado, reducirse al golpe severo y mortal de la miseria y la necesidad. Como no puede ser de otra manera, la hija del antiguo pretendiente y el hijo de la pretendida no solo se conocen y simpatizan, sino que reproducirán, durante la mayor parte de la película, el drama del desencuentro de sus padres. Cuando fallece, arruinado, el marido de ella y parece que los primeros amantes pueden reanudar su vieja amistad y la brasa amorosa que aún late bajo la ceniza del paso del tiempo, la actitud despótica del hijo oponiéndose a dicha relación determinará la vida no solo de ambos enamorados, sino también la del propio hijo, la de su tía, quien, por celos, lo ha azuzado contra el antiguo amante, la de la hija de este y, en general, la de toda la familia, que habrá de ir reacomodándose a la terrible realidad de haberlo perdido todo y de tener que aceptar un trabajo remunerado para poder sobrevivir. La historia se centra en la descripción del tipo tiránico del hijo de ella, un consentido desde pequeño al que nunca le han puesto límites y cuya voluntad jamás ha encontrado obstáculo que la detuviera en seco. Esa es la función de la hija y ese es el mal que, como confiesa, ya caído en desgracia, en una entrevista con ella, ha de beber como la hiel, estando permanentemente a punto de derrumbarse y de precisar la ayuda de algún medicamento que lo reanime. Que es lo que exactamente le ocurre a quien pone por encima del sincero amor que siente por él, la necesidad de enfrentarlo a la necesidad de tener que cambiar, porque ella no ha sido educada, precisamente, en la aceptación de la sumisión al marido, al ordeno y mando de un hombre, además, que por hacer tanto daño a su padre se ha caracterizado. Aún me hago cruces de cómo es posible que hubiera olvidado el poder extraordinario de Welles para, a través de una puesta en escena que sorprende en cada escena, sea en el interior de la gran casa, algo así como un fúnebre mausoleo por el que sus habitantes se desplazan como fantasmagorías de un pasado ya caduco, sea en las graciosas expediciones para “probar” el invento del coche en la nieve, en el campo o en la ciudad, sea en esa crónica con opiniones de conciudadanos sobre la poderosa familia y  sobre las relaciones de sus miembros con “el mundo exterior”, de tan profunda raigambre eisensteiniana, de La huelga, por ejemplo. Aún estamos muy lejos de lo que han de ser los grandes melodramas del maestro del género, Douglas Sirk, pero El cuarto mandamiento, de Welles, innova sobre las líneas tradicionales del género y nos entrega una película capaz de aunar el drama psicológico, el drama romántico y el drama social entretejido todo ello en un guion pautado con una exactitud admirable. Además de la propia voz narrativa en off de Welles, la interpretación  alcanza unos niveles de auténtica magnificencia, sobre todo en la figura de la tía solterona enamorada del coprotagonista, un auténtico estudio minucioso del fracaso sentimental, de la envidia, del rencor y de la impotencia, interpretado a la perfección, en un registro contenido e intenso al tiempo, por una Agnes Moorehead -¡La inolvidable Endora de Embrujada en mi preadolescencia!- a quien vengo de ver en un papel en las antípodas, el de hermana campesina del padre de la hija sordomuda en Belinda. Allí, como aquí, hablamos de una calidad en la interpretación que, en El cuarto mandamiento, se suma a la de todo el reparto, sin excepciones. Welles siempre ha sido un magnífico director de actores, y actor eximio él mismo, acaso por eso, y en esta película, que fluye, ya digo, con una naturalidad que maravilla, todos ellos contribuyen a dotar a la ficción de una vida tan intensa como el melodrama exige y nosotros deseamos. Este visionado me ha confirmado que los grandes clásicos han de verse a menudo, algo que acabo de confirmar ayer tras visionar, también un poco a regañadientes, Marnie, la ladrona, de Hitchcock, en la que, como siempre ocurre con él, he descubierto lo que en visionados anteriores o se me había pasado por alto o no le había dado la importancia que ahora sí le he dado. Siempre me ha parecido que lo de Welles para el cine es lo más parecido a lo de Mozart para la música. Y El cuarto mandamiento funciona, en efecto, como una gran ópera clásica, en la que tanto nos llama la atención la puesta en escena como la partitura y, por supuesto, la interpretación. ¡Casi estoy por ponerme de nuevo a verla, no digo más!

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