lunes, 23 de enero de 2017

Garbo, Garbo, Garbo y el poder del folletín bien realizado: “La tierra de todos”, de Fred Niblo.





El cosmopolitismo de los años 20 y el retrato inmortal de la Garbo como femme fatale en un folletín de espectacular realización y poderosas y memorables secuencias: La tierra de todos, La seductora, en el título de la versión original. 

Título original: The Temptress
Año: 1926
Duración: 117 min.
País: Estados Unidos
Director: Fred Niblo, Mauritz Stiller
Guión: Dorothy Farnum, Marian Ainslee (Novela: Vicente Blasco Ibáñez)
Música: Película muda
Fotografía: William H. Daniels, Tony Gaudio (B&W)
Reparto: Greta Garbo, Antonio Moreno, Marc McDermott, Lionel Barrymore, Armand Kaliz, Roy D'Arcy.


Empecemos por la anécdota, pongo en el buscador de Google femme fatale y en un pliego de infinitas imágenes que me aparecen en pantalla, ¡no hay ni una sola fotografía de Greta Garbo!, y teniendo en cuenta que hasta Audrey Hepburn aparece entre ellas algo no acaba de funcionar, porque La tierra de todos, segunda película de la Garbo en Usamérica, la entronizó como mujer fatal en toda regla y de hecho, el título original es “La seductora” o “La tentadora”, en cualquier caso, Helena, el nombre totalmente simbólico de la protagonista, porque desata las rivalidades entre los hombres y la historia de su vida está marcada por los hitos funerarios de las lápidas de los hombres que han muerto por sucumbir a su tentación. La novela recoge, en parte, la aventura de Blasco Ibáñez en Sudámerica, su “hacer las américas” de las que sacó un botín tan poderoso como la novela que tardó muy poco en ser llevada al cine como vehículo de lucimiento de una actriz a quien el espectador, el de este Ojo cosmológico al menos, no se cansa de admirar, más que ver, porque, sin ser la Garbo una belleza espectacular, pensemos en Rita Hayworth, Marylin Monre, la jovencísima Brigitte Bardot o  Cyd Charisse, entre cientos de ellas, es indudable que su manera de mirar, el felino movimiento envolvente de su cuerpo junto al hombre deseado y el ofrecimiento sensual de sus labios era una tentación que habríamos de ver si el rocoso anacoreta de Siria en que se inspira Buñuel para su Simón del desierto, no hubiera cedido, como hizo ante Silvia Pinal. La historia se conforma de acuerdo al folletín, porque de él son los recursos sentimentales que usa Blasco Ibáñez, unos recursos que están muy cerca del melodrama, que roza, pero sin llegar a ajustarse a él, aunque buena parte de la película tiene más de este que de aquel. Me ha llamado mucho la atención la más que cuidado realización de Fred Niblo, un autor hoy olvidado pero en cuyo haber constan obras de tanta envergadura como el primer Ben-Hur, Sangre y arena, con otro mito del cine como Rodolfo Valentino, y La marca del Zorro, con el inimitable Douglas Fairbanks, un clásico del cine de aventuras que modeló el personaje para los infinitos remakes que vendrían después. Un ingeniero argentino que construye en su país una gran presa, una importantísima obra de ingeniería civil, se enamora en París, en un baile de disfraces, de una marquesa que, aun casada, es amante de un banquero que, tras arruinarse, se suicida en la fiesta de despedida que da en honor de quien ha provocado su muerte, a quien señala antes de caer fulminado. Cuando se quedan sin ingresos, Helena y su marido, quien es amigo del ingeniero argentino, deciden trasladarse a Argentina, para ser acogidos por el ingeniero, de quien, como antes del banquero, espera la pareja recibir los favores correspondientes a la adúltera relación que se insinúa pueden tener con el consentimiento mundano del marido. En la historia se mezcla la rivalidad de un delincuente que le roba al ingeniero caballos y hombres a quienes seduce para unirse a su banda. Cuando Helena aparece, sin embargo, la rivalidad se centra en recibir los favores de la mujer ante la que los dos rivales pelean como dos gallos en un desafío que se celebra “a la manera argentina” -aunque apenas, salvo un vídeo sobre un duelo semejante en Perú, he encontrado información al respecto-, es decir, encerrados en un círculo y liándose a latigazos hasta que uno de los contendientes sea expulsado. Pelean con el torso descubierto y, a medida que avanza la lucha, se van marcando las huellas de la salvaje agresión de las cuerdas en ellos. Es llamativa la secuencia, perfectamente realizada, con un verismo sobresaliente, porque Helena contempla la lucha con una implicación corporal de tal naturaleza que casi casi está a punto de representar un orgasmo en toda regla, a juzgar por sus estremecimientos y hasta casi convulsiones, fijándose en los cuerpos semidesnudos que luchan y sufren por ella. No acabarán ahí las maldades que la mujer arrastra consigo, como una maldición, porque entre los compañeros de aventura constructora se desatará una rivalidad por conquistar a la dama que tendrá funestas consecuencias, y ahí vemos en un papel bien secundario a un actor de la talla de Lionel Barrymore, por ejemplo. La destrucción de la presa por el bandido a quien derrotó en el duelo significará, ¡por fin!, la renuncia del ingeniero a seguir resistiéndose a lo que su enamoramiento parisino le dictaba y su dignidad y responsabilidad profesional le vetaba: ceder ante la diosa y someterse a ella. Cuando ello sucede, no sin haber dejado claro Helena que ella no ha sido sino la causa pasiva de los ardores que buscaban el placer de los otros, no el suyo, la mujer, satisfecha, decide no apartar a su enamorado de la gran misión constructora a la que debe su vida y desaparece de ésta con una discreción total. Una elipsis nos lleva al encuentro del triunfador, de visita en París con su prometida argentina, y Helena, quien vive en la miseria. La figuración mística, algo así como un delirium trémens pero en católico, cierra la película con un amargo sabor de boca. La realización de Niblo, quien sustituyó al descubridor de la Garbo, y quien la bautizó como tal, sustituyendo el suequísimo Greta Gustafsson de sus inicios teatrales, Mauritz Stiller, a quien le quitaron la película por discrepancia con los productores. Ignoro si Stiller llegó a rodar algo en los diez días que estuvo al frente del rodaje antes de ser despedido, pero ha de reconocerse que en la parte parisina, las escenas del baile de máscaras y, sobre todo, del banquete del banquero, son espectaculares. En la parte de Argentina, y dejando de lado el malvado de opereta que compone Roy D’Arcy para su personaje Manos Duras, que tiene un encanto fuera de lo común, así como notable es su aparición primero como sombra en la puerta y después de cuerpo entero y verdadero, ha de reconocerse que, a pesar de los primitivos medios de la época, el derrumbamiento de la presa, primero por la dinamita de Manos Duras y después por el agua que la desborda y acaba de reducir a escombros, consigue un verismo notable y efectista. De más está comentar el juego de primeros planos, primerísimos planos, planos medios y aun hasta planos como el del descenso de la Garbo de la diligencia con la que han llegado a la residencia de Manuel Robledo, el ingeniero, que este contempla desde el interior de la casa con el asombro y la admiración de quien ve descender del carruaje una diosa del Olimpo. Si algo ha de agradecérsele a la Garbo, a título anecdótico, es que tras cuatro día de rodaje, le llegara la noticia de la muerte de su hermana Alva, que en modo alguno afecta al indescriptible despliegue de profesionalidad que realiza la actriz, bella como nunca se la ha visto en una pantalla y seductora como solo quienes no dependen de su físico para ejercer ese magnetismo saben hacerlo con tanta intensidad. Que conste que la película, por ser muda, tiene ese puntito de sobreactuación gestual en el que caen no pocos personajes de la misma, pero del que huyen con precisa medida los dos protagonistas, Antonio Moreno y Greta Garbo, cuya historia de amor desgraciado sigue el espectador con el pasion con que ambos saben transmitírsela. A este respecto, por ejemplo, el primer plano de las manos crispadas del ingeniero cuando, derruida la presa y muertos tantos hombres, se acerca a ella en su cuarto con el afán de estrangularla, recuerda totalmente el de las manos convulsas de Avaricia, de Von Stroheim, sin ir más lejos, dos años anterior a la presente película. Puede que mi inclinación hacia el cine mudo, que desarrolló la narración en imágenes con una efectividad que en nuestros días echamos tanto de menos, me condicione el juicio y vea más de lo que hay; pero, para salir de dudas, el amante del cine haría bien en arrellanarse en su butaca y seguir las idas y venidas de la Garbo por esta historia que, aun siendo folletinesca, tiene los mejores ingredientes del puro melodrama aún por venir.

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