martes, 10 de enero de 2017

Cuando las imágenes son la historia que se cuenta: "El eclipse", de Michelangelo Antonioni.


Los poderes del encuadre, la imagen y el documento: El eclipse, de Antonioni, o una meditación arquitectónica sobre la extrañeza de vivir.

Título original: L'eclisse (The Eclipse)
Año: 1962
Duración: 126 min.
País: Italia
Director: Michelangelo Antonioni
Guión: Tonino Guerra, Michelangelo Antonioni, Elio Bartolini
Música: Giovanni Fusco
Fotografía: Gianni di Venanzo (B&W)
Reparto: Alain Delon, Monica Vitti, Francisco Rabal, Louis Seigner, Lilla Brignone, Rossana Rory, Mirella Ricciardi.


Volver a los viejos mitos de juventud tiene algo de arriesgada jugada del azar. Nunca sabemos quién habrá cambiado más, si el espectador que fuimos y ya no somos o la obra de arte que nos maravilló y quizás ahora nos decepcione, como suele pasar tan a menudo, incluso con obras tan sólidas que, diríase, habrían de prevalecer contra la erosión implacable del tiempo. Antonioni ha sido siempre un cineasta muy particular, asociado al concepto de incomunicación y al del hastío burgués en una sociedad neurótica e insociable que él, supuestamente, ha descrito como nadie antes. El eclipse es una película estándar dentro de su filmografía, ajustada a los cánones básicos de su cine, pero con algunas singularidades que hacen de ella una obra cinematográficamente excepcional, dado el laconismo de la protagonista, el misterio de su crisis existencial y la recreación de ese doloroso estado de ánimo en los paisajes urbanos en los que la cámara se recrea casi con afán documental, si bien los planos desangelados de los edificios, ciertas composiciones de volúmenes arquitectónicos dentro del plano, el enfoque moroso en ciertas texturas, como el pajizo que recubre un edificio en construcción,
o un apilamiento de ladrillos que evocan con mágica perspectiva una ciudad -en una escena casi idéntica a la que Godard realizó con envases de productos comerciales, por cierto-,  contribuyen a la creación de una atmósfera que otorga a la obra una especie de condición futurista, como si se nos hablase, no del presente, Roma, 1962, sino  de una distopía en la que los barrios de calles desiertas, silenciosas, por las que los transeúntes se aventuran como por un espacio prohibido o controlado, nos hablara de algo así como de una sociedad posnuclear en la que los supervivientes de la especie hubieran perdido su personalidad singular. La historia es apenas un pretexto para describir un personaje, Vittoria, enigmática y deslumbrante Mónica Vitti, a mayor gloria de la cual está construida la película,  aquejada por la insatisfacción vital radical, que acaba de abandonar a su novio, un acaudalado hombre de negocios, amante del arte y del lujo, a juzgar por la casa donde ella le comunica su decisión tras lo que se refiere como una noche “movida” en la que se han dicho incluso lo indecible. El ritmo ceremonial de la ruptura, el juego de planos estáticos en los que los personajes mantienen una distancia helada, incluso en los que ni siquiera los dos forman parte de él, del plano, como si se quisiera traducir en la imagen la ruptura de los amantes, indica al espectador que ha entrado en un universo de silencio y de significados en el que los planos nunca serán en modo alguno gratuitos, antes al contrario, todos ellos están como sobrecargados de información que conviene leer con atención, y he de reconocer que Antonioni es heredero de maestrías, en ese arte de la descripción, sea en plano fijo, sea en barrido de cámara, como la de Ophüls,  o la de Dreyer, por poner directores hasta cierto punto cercanos a la sensibilidad del director de Ferrara. La película no tarda, después de una excursión nocturna con unas amigas vecinas, incluida una espectacular danza africana de la Vitti, en una suerte de viaje antropológico a través de la decoración del piso de la vecina que vive habitualmente en África, en dar un giro tan sorprendente como espectacular e imantador, porque la protagonista va en busca de su madre al lugar donde tiene, podría decirse, su hábitat cotidiano: la Bolsa de Roma. Desde que la cámara entra en el edificio de la Bolsa, el antiguo Templo de Adriano, asistimos a unas secuencias enloquecedora en las que el ambiente mortecino de la realidad, incluidas, sorpresivamente, las propias calles del centro de Roma,  contrastan con el desbordamiento de actividad frenética y aulladora que llena las secuencias con una vitalidad que nada tiene que ver ni con la protagonista ni con el extrarradio pacífico donde habita ni con los devastadores silencios que, fuera de ella, la Bolsa, acongojan a la desconcertada protagonista. En la Bolsa aparece el coprotagonista, un Alain Delon que actúa como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida que ser agente de bolsa, quien lleva las inversiones de la madre, lo que le permite autopresentarse a la protagonista con el desparpajo, la seguridad y la simpatía arrolladora a la que no será inmune la protagonista. Hay un afán documental inequívoco en las secuencias de la Bolsa, y Antonioni fue documentalista por vocación, también, y prueba de ello es que actúen auténticos agentes de cambio y bolsa profesionales en la película, a quienes Antonioni filma con una pasión que es totalmente correspondida por la verdad contundente del retrato de esa actividad totalmente opaca para los espectadores no puestos en el negocio. ¡Qué prodigio de contraste el hecho de suspender la actividad durante un minuto de homenaje a un colega fallecido ¡por infarto! y la consiguiente reanudación de las contrataciones desquiciadas en las que nunca se llega a saber, aunque si intuir, qué negocios de alto riesgo se fraguan en esas tensas conversaciones a grito pelado! La oportunidad que escoge Antonioni es la de una caída generalizada de la Bolsa y unas pérdidas escalofriantes que afectan a casi todos los presentes, como se advierte en unas escenas de pánico y desolación en la que los inversores -que echan pestes de los partidos de izquierda que buscan su ruina…- cruzan los espacios de la institución a medio camino entre el colapso orgánico, la depresión anímica y la desorientación total. ¡Qué magnífica crónica de la actividad bursátil! Toda la vida inexistente en el cansino ritmo de la vida de la protagonista y en los barrios silenciosos y retirados estalla en la Bolsa alrededor de unas inversiones que constituyen el patrimonio de quienes arriesgan en ella sus dineros, algo así, como el núcleo fundamental de la persona, en esos inversores. Es paradójico que la pasión se concentre más alrededor del dinero que, por ejemplo, en la relativamente fría sexualidad de los protagonistas, porque, como le dice Vittoria al personaje de Delon: Me gustaría no amarte…, o amarte mejor. La indefinición, la ausencia de pasión, la extrañeza fundamental de la existencia que no se deja confundir por los sentimientos, la conciencia de la propia fugacidad en contraste con la solidez de la arquitectura, en permanente expansión, todo ello “es” el contenido real de la película, no expuesto en diálogos brillantes o reflexiones sesudas, sino en imágenes, un alud de imágenes que exigen del espectador el cierre del discurso con esos materiales que le suministra Antonioni, y ahí sí que el director no peca jamás de ambiguo, del mismo modo que es meridianamente claro cuando enfoca el diario tabloide que abre un transeúnte y advertimos el riesgo no imposible de una guerra nuclear, en un año, 1962, que fue el de la crisis de los misiles cubanos entre Usamérica y Rusia, que literalmente pusieron la humanidad al borde de esa conflagración exterminadora. Siempre se ha dicho, y su condición de tópico no le resta un ápice de verdad, que el cine se construye, básicamente, con imágenes, no con palabras ni con música ni con efectos especiales, aunque, bien usados, son elementos, esos tres, con los que se han hecho verdaderas obras de arte. El cine comercial suele fiarse más de la historia que de las imágenes que la cuentan; el cine verdadero, sin embargo, solo sabe contar la historia a través de las imágenes. Este es el caso de Antonioni. Esta es la grandeza de su meditación en imágenes sobre la existencia.

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