sábado, 3 de diciembre de 2016

Un sólido y emocionante melodrama de Ingmar Bergman: “Música en la oscuridad”.


La herida lancinante de la ceguera sobrevenida: Música en la oscuridad, de Ingmar Bergman, un melodrama entre el neorrealismo, el romanticismo y el cine documental.

Título original: Musik i mörker
Año: 1948
Duración: 87 min.
País: Suecia
Director: Ingmar Bergman
Guión: Ingmar Bergman, Dagmar Edqvist
Música: Erland von Koch
Fotografía: Göran Strindberg (B&W)
Reparto: Mai Zetterling, Birger Malmsten, Rune Andréasson, Ulla Andreasson, Gunnar Björnstrand, Hilda Borgström, Åke Claesson, Bengt Eklund, John Elfström.


¡Qué interesante ir recuperando la filmografía de autores que antes de llegar a lo máximo en la historia del cine forjaron en decenas de películas un estilo personal y, muy frecuentemente, una visión muy particular de la realidad! Música en la oscuridad, una película de 1948, mezcla, cinematográficamente, estilos muy distintos y técnicas también diferentes, porque desde la primera secuencia del accidente en un campo de tiro, y la posterior figuración surrealista de la lucha entre la muerte y la vida del soldado herido, hasta la apoteosis romántica de la historia de amor entre el señorito y la sirvienta, pasando por la parte hermosamente documental del centro para ciegos donde aprenden desde niños, educándose para acceder a un oficio del que puedan vivir, o del neorrealismo de la explotación laboral del ciego en el restaurante donde desperdicia el protagonista sus dones musicales, aparte de ser ultrajado y agredido, a pesar de su ceguera, o precisamente por ella, la película son diversas películas en una. Ante todo es la historia de protagonista, cuya ceguera inicial tiene un arranque cinematográfico muy poderoso. El actor, en un prodigio de interpretación, borda un papel difícil en el que sabe mantener una dignidad rayana en la altanería, si bien es capaz de descubrir sus debilidades y, lo que es peor, el hecho de tener que convivir con ellas y, desde ellas, enfrentarse a una vida en la que puede pasar perfectamente, por parte de los demás, de la compasión al desprecio por ser un minusválido. La época tampoco tenía la sensibilidad de nuestro tiempo respecto de las minusvalías, y la prueba de ello es la reticencia con que el cura a quien van a ver para que los case acepta hacerlo, no después de haberlos intentado convencer de que no es lo “normal” ni lo que la sociedad acepte. Hay algo, desde este punto de vista, de transgresor en ese amor entre diferentes que prevalece sobre la necesidad de que ella pueda acabar sus estudios o de que él haya asegurado un modus vivendi que les permita sobrevivir dignamente como matrimonio. La película indaga con acierto en la psicología tenebrosa que va desarrollando el personaje a partir de su ceguera y de cómo va cambiando su visión del mundo hasta el punto de intentar arrancarse la vida para acabar con esa situación de falta de aceptación social. De hecho, pudiendo, por su familia, acceder a un estatus acorde con su posición, el protagonista cede primero a la necesidad de ganarse la vida de cualquier manera modesta, como músico de sala en un restaurante y, posteriormente, cuando se libera del contrato oprobioso que había firmado con el dueño del restaurante, se especializa en la afinación de pianos. El disparadero del drama proviene de la decisión de la criada que, hasta ese momento, había sido sus ojos de irse a la ciudad a estudiar para poder convertirse en maestra y “ser alguien” en la vida, huir de esa otra “minusvalía” que es la ignorancia y la servidumbre. Cuando el protagonista va a la ciudad se produce una escena emocionante en la que él, al pasar por una calle, al anochecer, reconoce la voz de la sirvienta y, con una sonrisa que borra todos los sinsabores sufridos hasta ese momento, se acerca a saludarla. Los dos amigos con los que estaba se despiden y ellos quedan a solas, borrando el tiempo transcurrido, la distancia que hubo entre ambos y rescatando el calor de la llama que habían compartido en casa de él. Las escenas nocturnas, en muchas ocasiones acompañadas con una niebla que casi las irrealiza, poseen una sugestiva belleza que se consolida plenamente en los primeros planos de Mai Zetterling, una actriz que recuerda vagamente el rostro y los ojos hermosísimos de María Shell, un duelo de picados y contrapicados que juegan con la diferencia de altura entre ambos actores y en el que Birger Malmsten en ningún momento sale malparado, un actor muy en la línea física de Dirk Bogarde, aunque sin el rostro interesantísimo del actor británico. La película en ningún momento la podemos considerar una película de formación, de aprendizaje, sino que nos ofrece en muchas de sus secuencias lo mejor del cine del autor, sobre todo en el uso de los primeros planos y en la nítida composición del plano. Es muy destacable la secuencia en la que, buscando a su enamorada, el protagonista se despista y acaba en las vías de la estación, atravesándolas mientras siguen circulando los trenes, momentos llenos de tensión y angustia perfectamente realizados, sobre todo el plano en el que, en primer término se advierte al protagonista corriendo a lo largo de la vida, con el rostro desencajado, y detrás de él los dos faros del tren acercándose con la vista esplendente que sus ojos no tienen. Como la sirvienta tenía un enamorado que no está dispuesto a renunciar a ella, se establece una rivalidad que no impide ni siquiera una pelea con el ciego, quien le agradece no haber tenido la consideración para con él de la humillante compasión y haberlo tratado como un verdadero rival amoroso. La entrevista con el sacerdote que ha de oficiar la ceremonia, así como los preparativos para la misma y la posterior huida de los novios recién casados tienen ese toque costumbrista y cómico que también forma parte del mejor cine de Bergman, por más que los sombríos dramas de conciencia hayan sido su registro más sobresaliente. Insisto, no estamos hablando de El séptimo sello, de La hora del lobo o de las últimas que critiqué en este Ojo despierto para el buen cine, pero hay en la emoción sencilla de esos dos corazones que se reencuentran y se unen una veta de cordialidad genuina que recompensa incluso al espectador más exigente, quien es posible que hasta perdone cierta ingenuidad vital en un mundo tan sórdido como el nuestro.

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