viernes, 30 de diciembre de 2016

Un impactante drama dreyeriano de Roberto Rossellini: “Europa '51”


Europa ’51, de Rossellini o de la culpa a la expiación: el sínongdrome de la burguesa conmocionada y el choque con la explotación capitalista.

Título original: Europa '51
Año: 1952
Duración: 113 min.
País: Italia
Director: Roberto Rossellini
Guión
Roberto Rossellini, Sandro De Feo, Mario Pannunzio, Ivo Perilli, Brunello Rondi
Música
Renzo Rossellini
Fotografía
Aldo Tonti (B&W)
Reparto
Ingrid Bergman, Alexander Knox, Ettore Giannini, Teresa Pellati, Giulietta Masina, Marcella Rovena, Tina Perna, Sandro Franchina, Giancarlo Vigorelli, Maria Zanoli, Silvana Veronese, William Tubbs, Alberto Plebani, Eleonora Barracco, Alfred Brown, Alfonso Di Stefano.


Vaya por delante que no puede verse Europa ’51 sin tener en todo momento presente la devoción que Rossellini tuvo por la extraordinaria y personalísima belleza de su mujer, quien en esta película se muestra en todo su esplendor, en el mundano y en el místico, con una nitidez y unos primeros planos como toda actriz seguro que desearía ser filmada al menos una vez en su vida. Anunciaba en el título que la película tenía una ascendencia dreyeriana, y eso lo advierto en lo que tiene de análisis pormenorizado de la institución burguesa del matrimonio y de la familia y de la conversión paramística, podríamos decir, que sufre la protagonista tras el suicidio de su hijo, tan difícil de aceptar, aunque, por lo mostrado en los primeros compases de la película, tan justificado. Que los tiempos han cambiado definitivamente, que la sociedad de la  posguerra de la Segunda Guerra Mundial ha marcado un antes y un después en las sociedades occidentales es lo que nos quiere decir el prólogo de la película, en el que se nos describe a un matrimonio de intensa vida social con un hijo que es educado en casa mediante institutrices, primero, y tutores después, pero al margen del sano contacto social con sus iguales. La soledad casi metafísica del niño, a quien su madre parece haberle regateado la atención solícita que antes le prodigaba -es hijo único, además-, acaba empujándolo, una noche en que la pareja recibe a invitados, a lanzarse por la escalera, una caída que, a la larga, acaba siendo mortal. Mediante el contacto con un médico que pertenece al partido comunista y que le abre los ojos respecto de las miserias del proletariado, la protagonista intentará apartarse de su vacía vida mundana y dedicarse a paliar, en la medida de lo posible, las apremiantes necesidades de quienes, hasta ese momento, han estado ahí y a quienes siempre ha ignorado o simplemente no visto. La película podría resumirse en unos enmendados versos del Tenorio, pues si se cumple el A los palacios subí, a las cabañas bajé, se incumple lo de dejar memoria amarga de él, dado que la “signora” por doquiera que extiende o su ayuda material o su confortación espiritual, va dejando una estela de bondad que es inmediatamente reconocida por los destinatarios de tan generosa ayuda, hija del remordimiento y de la culpa, pero no por ello menos eficaz. El encuentro con un personaje como el encarnado por una extraordinaria -como en ella fue siempre habitual- Giulietta Masina, madre de tres hijos naturales y tres adoptados, que vive en una cabaña humildísima preocupada por su prole sin perder la alegría en ningún momento y compartiendo su pobreza con la “Signora” va a depararle a la protagonista la posibilidad de sustituirla los primeros días en la empresa donde un amigo le ha buscado trabajo, porque, cuando finalmente se lo encuentra, la mujer se ha enamorado de un hombre con quien ha de reunirse en un pueblo cercano. La experiencia del alienante trabajo en la industria, que, cinematográficamente, da pie a unas secuencias con planos de la actividad industrial por la que ciertos directores, digamos sociales, tienen debilidad, convence a la protagonista de que, frente a la prédica marxista de su amigo, el trabajo es verdaderamente una maldición y que quienes lo defienden como un valor primordial no hacen sino mentir y engañar a la gente. La familia de la protagonista, su madre viene de Usamérica tras el trágico suceso del hijo, no acaba de ver claro el proceso de alienación que, a su juicio, sufre la protagonista, desquiciada por la muerte de su hijo, quien parece estar dispuesta a pagar por ello dejando de lado su propia vida y entregándose al cuidado de la de los demás de forma tan abnegada como los misioneros católicos en los lejanos confines de la Tierra. La sospecha del marido sobre la infidelidad de su esposa deja paso al convencimiento de su enajenación, porque, además de asistir a una prostituta en su lecho de muerte, dejó escapar al hijo delincuente de una familia del mismo bloque tras convencerlo, después de quitarle la pistola, de que se entregase a la policía, si, como decía, él no había cometido el asesinato en un atraco. Detenida por la policía es liberada, pero posteriormente trasladada a un sanatorio mental donde ingresa sin resistencia ninguna. El contraste entre el marcado blanco y negro de la fotografía, que acentúa el drama familiar y la crisis existencial de la protagonista, deja paso, en la clínica, a un predominio del blanco que recuerda en todo momento la Gertrud de Dreyer, del mismo modo que las escenas burguesas recordaban a las de El amo de la casa, también de Dreyer. Del proceso de concienciación social que marca el choque postraumático que vive la protagonista pasamos a esa suerte de nirvana blanco de la resignación a ser considerada una enajenada, en un espacio en el que, sin embargo, la inquietante presencia de las perturbadas mentales con quienes entra en contacto ni la intimida ni la contagia, es más, hasta es capaz de tranquilizar, mediante la voz y la caricia, a una paciente a quien ya están dispuestos a aplicar los más severos tratamientos de reducción, desde la camisa de fuerza a la aplicación de electrochoques. De hecho, sume al psiquiatra que la trata en la mayor de las perplejidades, del mismo modo que le ocurre al sacerdote que, finalmente, cree que la paciente sufre del orgullo de la santidad. La revisión judicial del caso no hace sino confirmar el diagnóstico y, en una escena, propiamente de Buñuel, con todos los proletarios a quienes ayudaba presentes en la clínica, estos protestan por su encierro y acaban elevándola de “signora” a “santa”. A su manera, más allá del planteamiento intelectual sobre el compromiso social que se dirime entre el médico comunista y la protagonista, la obra me ha recordado a otra, Nazarín, que yo vi antes pero que fue rodada después, por lo que es posible que Buñuel tuviera está muy presente. Ambas historias, en todo caso, se relacionan con una novela poco conocida, pero que probablemente hayan leído dos directores tan singulares como Buñuel y Rosellini, me refiero a La mujer pobre, de Léon Bloy. La realización de la película, siempre al servicio, ya lo he dicho, de Ingrid Bergman permite a la actriz cuajar, acaso, el mejor papel de su carrera, el más intenso, el más serio, un papel capaz de justificar de por vida a una actriz. ¡Nunca Ingrid Bergman había aparecido al mismo tiempo tan bella y tan atormentada! Si comparo en el recuerdo su aparición en Casablanca con el de esta película, la protagonista de la mítica Casablanca no pasa de una discretísima aprendiza de actriz, y no digo de reparto porque en esta especialidad hay verdaderos genios de la interpretación, como nadie ignora. Cuando se estrenó Lunas de hiel, de Polanski, algún crítico habló, si no recuerdo mal, de una película para adultos. Europa ’51 también lo es, en estos tiempos de “productos” con conflictos tan ligeros y superficiales como carentes de la verdadera dimensión de los acontecimientos reales. No es, Europa ’51, una obra neorrealista stricto sensu, ni tampoco cine de ideas, como pueda serlo parte del de Godard, pero hay en la propuesta de Rossellini un interés tan serio por un realismo en el que la tragedia es vivida por la protagonista, incluida la falsa demencia forzada, con una dosis tal de verdad que permite a los espectadores seguir acongojados el drama íntimo de esa mujer que literalmente “choca” con el exterior, con la realidad, con la vida, desde una intimidad devastada por el dolor, anonadada, de ahí que acepte con total resignación su reclusión, porque su iluminación interior es un desafío a la locura social burguesa, y de ahí, tambien, el último plano en el que saluda, beatíficamente, a sus beneficiados “tras la reja” de la ventana de su prisión. Francamente, después de Roma, Ciudad abierta y de Alemania, año cero -donde otro suicidio infantil aún me hiela la sangre-, no deja de sorprenderme la capacidad de un esteta exquisito como Rossellini para entrarme por los ojos un crochet mortal al hígado.

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