domingo, 6 de noviembre de 2016

Los atrevimientos se pagan caro: “Dr. M”, de Claude Chabrol



Un guion flojísimo que ni siquiera una realización con excelentes momentos salva. Hay homenajes que son osadías, y Chabrol se hunde en lo anodino con su Dr. M..


Título original: Dr. M (Docteur M.)
Año: 1990
Duración: 112 min.
País: Francia
Director: Claude Chabrol
Guión: Sollace Mitchell, Claude Chabrol (Historia: Thomas Bauermeister. Novela: Norbert Jacques)
Música: Mekong Delta
Fotografía: Jean Rabier
Reparto: Alan Bates, Jennifer Beals, Jan Niklas, Andrew McCarthy, Hanns Zischler, Benoît Régent, Alexander Radszun, Peter Fitz, Daniela Poggi, William Berger, Michael Degen, Wolfgang Preiss, Isolde Barth.

Claude Chabrol, como tantos otros directores a lo largo de la historia del cine, ha dirigido demasiadas películas. De esa prolijidad forzosamente se ha de resentir una obra en la que, sin embargo, hay obras excepcionales e imperecederas, auténticos clásicos, como El carnicero o Ceremonia sangrienta, entre otras. A mí, particularmente, el mundo provinciano de Chabrol, esa disección de la no siempre plácida pero siempre discreta vida burguesa de la ciudad mediana, siempre me ha atraído mucho, por lo que tiene de retrato costumbrista de las pasiones no siempre confesables de los seres humanos. No diré que esta película homenaje a Lang y su serie de películas sobre el Dr. Mabuse esté a la desdichada altura de La ruta de Corinto o El tigre se perfuma con dinamita, pero sí que es una obra fallida, con unas interpretaciones sonrojantes, tanto por parte de un Alan Bates que intenta lo posible y lo imposible para darle algo de malignidad a su personaje, como por parte de una pareja protagonista, Jennifer Beals y Jan Niklas, que parecen no tener ni puñetera idea de cuál sea su papel en la trama ni qué emociones han de transmitir ni cuales sean sus rasgos básicos de personalidad, de haberlos… Las primeras imágenes de la película son impactantes, porque se abre con tres suicidios que, en un Berlín dividido, convoca a las fuerzas de policía de ambas Alemanias, para poder esclarecer y, si es posible, atajar la ola de suicidios que amenaza con convertirse en una epidemia que despueble ambos estados. A través de una campaña de publicidad, centrada en la capacidad sugestiva de la imagen y la voz de Jennifer Beals, como estandarte de una agencia de viajes, Theratos, que promete a sus usuarios un viaje sin retorno hacia la felicidad completa. Supongo que, a la hora de concebir el “resort” donde se celebran los esponsales de los turistas con la muerte, Chabrol debió de tener muy presente aquellas clínicas eutanásicas de Soylent Green, titulada en España Cuando el destino nos alcance, una película tan futurista como la de Chabrol pero a años luz de la suya, y solo hay que hacer la comparación entre un inspirado Charlton Heston y el insípido Jan Niklas de la presente. La película sufre de una distensión total, no hay manera de que esa epidemia de suicidios la vivan los protagonistas ni nadie en general como la gran amenaza para la supervivencia de los estados que nos quieren hacer creer. La trama propiamente malvada del dueño de la agencia de viajes, encargado de ir ampliando su capacidad de influencia social para convencer a más gente tiene menos gancho que aquel José Legrá dicharachero que entronizó el franquismo como réplica carpetovetónica, me imagino, de Cassius Clay. La desorientación preside el guion y las elipsis narrativas merecen un premio en el concurso de recursos deus ex machina, a juzgar por la facilidad con que se sale de las situaciones comprometidas. Con todo, he de reconocer que, al menos desde la perspectiva de la puesta en escena, la película remonta mucho al final, cuando los protagonistas deciden tomarse unas vacaciones y lo hacen en uno de los hoteles de la empresa de la locutora, una parte de la película que parece anticipar, aunque muy modestamente, la más que excelente Langosta de Yorgos Lanthimos. La imaginación de Chabrol no daba de sí, por sus propios antecedentes, como para imaginar una historia como la de Lanthimos. Su homenaje al Fritz Lang no llega a lo que, seguramente, a él le hubiera gustado conseguir, pero, al menos, hay suficientes secuencias en la película y casi un tercio de la misma, el tramo final, que están a la altura de su poderío visual. No creo que sea una película que despierte admiración ninguna, ya he dicho por qué, pero los buenos aficionados pueden disfrutar de esa parte final en la que incluso Alan Bates parece darle sentido a su personaje y exhibir parte de los excelentes recursos del gran actor que siempre demostró ser. Son recientes las encuestas que hablan del notable incremento de la tasa de suicidios en España y de cómo, frente a las muertes debidas a la violencia machista, la sociedad parece ignorar ese problema cuya dimensión social parece tan evidente como difícil de manejar desde las instancias del poder para rebajarla. Debería de haber habido algo turbador en Dr. M. que explicase, más allá de cuatro obviedades de manual, la poderosa seducción de la idea del suicidio y su progresiva expansión en el seno de la sociedad, pero Chabrol no está por la labor de realizar una reflexión profunda sobre el asunto que narra, da por sentado que sí, que la voz y la mirada seductora de la protagonista son capaces de obrar ese efecto deletéreo en los televidentes, y sigue el ritmo nada trepidante del policía que ha de descubrir la red maléfica y antisocial que lleva a cabo plan tan criminal. Es probable que un mensaje como ese cale en una sociedad enferma, pero en la película ni siquiera se nos ofrece una pincelada de ese posible malestar. En fin, siempre nos quedarán sus clásicos, desde luego, pero cuesta entender que un director de su talla no advirtiera lo que le perjudicaba, en conjunto, haber rodado según qué películas. 

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