domingo, 27 de noviembre de 2016

Entre la propaganda postbélica y el cine de acción psicológica: “A diez segundos del infierno”, de Robert Aldrich.





En el Berlín de posguerra, las siempre imprevisibles pasiones humanas: A diez segundos del infierno, una producción de la Hammer llena de tensión, dramatismo y muy buen cine.
 Título original:Ten Seconds to Hell
Año: 1959
Duración: 93 min.
País: Reino Unido
Director: Robert Aldrich
Guión: Robert Aldrich, Teddi Sherman (Novela: Lawrence P. Bachmann)
Música: Kenneth V. Jones
Fotografía: Ernest Laszlo (B&W)
Reparto: Jack Palance, Jeff Chandler, Martine Carol, Robert Cornthwaite, Virginia Baker, Richard Wattis, Wesley Addy, Dave Willock, James Goodwin, Nancy Lee, Charles Nolte.


Hace más de un año tuve la suerte de rescatar una película “maldita” de Robert Aldrich, El asesinato de la hermana George, y le hice esta crítica para divulgar, sobre todo entre aquellos lectores de estas páginas que no sean cinéfilos, su existencia y animarles a verla, porque la película, aunque con un exceso de morbo y una atmósfera que a veces se hace irrespirable, es de una valentía que merecía la pena verse. Esta otra película de Aldrich, un director polivalente que ha prestado atención a géneros muy distintos, y casi siempre con notable acierto, no tiene absolutamente nada que ver con la de la hermana George. La película es modesta, producida por la Hammer y la renovada UFA alemana, antes de dedicarse la productora británica casi por entero a la “fabricación” de sus reconocidas películas de terror, a las que este crítico ha sido, desde adolescente, tan aficionado, y de las que ya he hecho varias críticas en este Ojo Cosmológico. Aunque la película es de 1959 y lo más duro de la posguerra en Berlín se había dejado atrás, aún continuaba el denodado esfuerzo por reconstruir la ciudad, razón por la cual la ciudad aún estaba llena de ruinas que permitieron una filmación respetando los escenarios originales, y dejando para estudio algunas secuencias de interiores. La trama es sencilla: a un grupo de seis artificieros alemanes licenciados se les ofrece la posibilidad de dedicar profesionalmente su recién ganada libertad militar a la desactivación de las bombas que impedían un normal proceso de reconstrucción de la ciudad sin causar excesiva bajas. Desde el comienzo de la película, una vez que todos ellos han aceptado el peligroso trabajo con ventajosas condiciones de salario y una ración doble de cupones del racionamiento, los artificieros hacen una apuesta sobre la imposible supervivencia de todos ellos en el plazo de dos meses de dedicación al trabajo. Si alguno quedara con vida, se llevaría la bolsa de las apuestas de todos. Se trata de seis personajes que, en vez de ir en busca de su autor, van en busca de bombas que, con toda probabilidad, pueden acabar con ellos, sobre todo por las bombas británicas de doble espoleta que les es imposible desactivar. Se trata de seis personajes que han sobrevivido a la guerra, pero que, desde un nihilismo de base que no les ha dejado sueños por cumplir, piensan que es muy difícil sobrevivir a la paz. De entre ellos, la historia se centra en los dos que viven en casa de una francesa a la que uno corteja y de la que el otro se enamora, creándose, en consecuencia, una tensión narrativa que se cruza, sin que declare más al respecto, con la dedicación profesional, logrando emotivos momentos de tensión. En general todos los actores cumplen a la perfección, pero sería injusto no destacar a un Jack Palance hiperconvincente y capaz de unos registros de ternura que se dan de coces con su rostro anfractuoso, tantas veces usado por los directores para encarnar a los “malos” de las tramas. Destacaría su aterciopelada voz susurrante que me ha recordado con toda propiedad la de Chet Baker, el doumental sobre el cual Let’s get lost, de Bruce Weber, es de obligada visión, por cierto. Hay en la película una herencia indiscutible de El salario del miedo, de Henri Georges Clouzot, a la que recuerda constantemente en esas escenas en las que los artificieros, sudando, han de retirar, con precisión milimétrica la espoleta de las bombas para desactivarlas. El propio blanco y negro de la realización ayuda lo suyo a esa comparación. El grupo de “personajes” que se reúne y ha de escoger democráticamente un representante que actíue como referente del grupo en relación con las autoridades para quienes trabajan -Berlin era, en aquel momento de posguerra un ciudad dividida en cuatro, con cuatro administraciones distintas de cada una de las fueras aliadas- recuerdan mucho, también, aunque anacrónicamente, una película de Aldrich que ha de entenderse como inspirada en estos A diez segundos del infierno. Me refiero a Doce del patíbulo,  una de las grandes películas de acción de todos los tiempos, con unas interpretaciones que bien podrían ponerse en relación con las de otra docena célebre, la de Doce hombres sin piedad, y las tres versiones que he visto me parecen excepcionales, la de Lumet, la de Friedkin y la española de Pérez Puig, aunque las dos últimas sean para la televisión, lo cual no les resta un ápice de su valor cinematográfico.  Hay una cierta simplicidad en la película que algunos espectadores verán con agrado, porque, a pesar de ciertas complicaciones psicológicas, la línea argumental es bastante clara y progresa, salvo algún momento repetitivo, en un incremento de la tensión, del suspense que logra apoderarse de los espectadores, a los que retribuye sobradamente con el desenlace. A los enamorados de Berlín, incluso del de posguerra, como es el caso de esta producción británico-alemana, es probable que le vuelvan a la memoria las estremecedoras imágenes de la película Alemania, año cero, de Rossellini, tan hermosamente trágica. Martine Carol se desenvuelve magníficamente en su papel a medio camino entre la resignación y la supervivencia, y les da una réplica muy acertada tanto a Palance como a Chandler, en un trío de amor y pasión que complementa a la perfección la trama de los artificieros en aquella Alemania a cuyo resurgimiento también contribuyeron esos artificieros que arriesgaron sus vidas. Supongo que alguna relación podría establecerse entre esta película artesanal, rodada con pocos medios a los que se les extrae un rendimiento extraordinario, y la gran superproducción de Bigelow, En tierra hostil, que no he visto, por mi pereza para las películas bélicas que, salvo los clásicos de rigor, suelen aburrirme profundamente, aunque no a los obispos de la Conferencia Epicopal, ¡bien lo sabe Dios!, porque en 13TV suelen ponerlas, o solían, que no sé si ya lo han cerrado, por docenas…

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