viernes, 5 de agosto de 2016

El neorrealismo poético de Wenceslao Fernández Flórez: "Camarote de lujo", de Rafael Gil.





Una inusual España de perdedores: Camarote de lujo, de Rafael Gil o la adaptación española de Capra.


Título original: Camarote de lujo
Año: 1957
Duración: 95 min.
País: España
Director: Rafael Gil
Guión: Wenceslao Fernández Flórez, Rafael Gil
Música: Cristóbal Halffter
Fotografía: Alfredo Fraile
Reparto: Antonio Casal, María Mahor, Fernando Sancho, José Marco Davó, Mercedes Muñoz Sampedro, Rafael Bardem, Carmen Esbrí, Erasmo Pascual, Carmen Rodríguez, Juan Vázquez, Nelly Morelli.


Reconozco mi debilidad por un actor como Antonio Casal,  quien siempre me ha parecido algo así como la versión española de Buster Keaton, comparación que probablemente me haya incapacitado para ver sus limitaciones interpretativas, si es que alguna tiene, pero, a mi juicio, Antonio Casal es uno de esos intérpretes que antaño se llamaban “de raza” , algo que la corrección conceptual actual nos impide hoy usar, o “bestia cinematográfica”, en el sentido de que el cine es su hábitat natural o, para entendernos, un actor con tanta naturalidad ante las cámaras que parece la misma vida representándose ante ellas, sin artificio alguno, como nos lo parece cada vez que aparecen en la pantalla actores como Pepe Isbert o José Luis López Vázquez, por ejemplo. En esta película, con ese abrigo largo y el sombrero “a lo keaton”, como aparece en el cartel ut supra,  ese parecido se acrecienta insospechadamente. Camarote de lujo es una película de la Historia del cine español de La 2 que, por circunstancias que no vienen al caso, dejé grabada para verla con la calma con que la intuición me recomendaba que lo hiciera, después de haber visto su inicio entre berlanguiano y capriano. Y no andaba desintuido, pero, más allá de esas referencias, la película de Rafael Gil, basada en una historia del autor de El bosque animado, el inmenso escritor gallego Wenceslao Fernandez Flórez,  Luz de luna, de 1915, con guion del propio Fernández Flórez y Rafael Gil, es una película inusual para la época en que se rodó no solo por la denuncia de una situación social que bien podría haberse entendido como propia de la época de posguerra en vez de serlo de  la lejana España de 1915, sino por la crudeza con que asistimos al despeñamiento social del protagonista a raíz de haber cometido una buena acción que frustra la comisión de un delito por parte de los empleadores de la naviera donde trabaja. Si el retrato del protagonista es el de un ser pusilánime y bondadoso, lleno de sueños y de sumisión al poder establecido, con muy poca o ninguna iniciativa, salvo la de la hermosa acción que le depara toda suerte de penalidades, entre las que no falta ni el hambre ni el tener que vivir a la intemperie en un clima como el gallego y en invierno o la imposibilidad de continuar, por dignidad, un noviazgo que se encaminaba a la boda a corto plazo, la película adquiere unos tintes neorrealistas que van mucho más allá de la anécdota para convertirse casi en una suerte de prefiguración del cine de denuncia propio de la década siguiente con autores como Berlanga, Fernán Gómez, Bardem, etc. La vida de pensión, porque el protagonista es un aldeano que va a la ciudad a trabajar en la consignataria de buques de un familiar para poder abrirse camino, porque en su casa es una boca más a la que los pobres recursos familiares no pueden alimentar, es un clásico de la literatura española y, por supuesto, del cine. Son innumerables las obras de las que cualquiera puede tener recuerdo, desde La colmena hasta Tiempo de Silencio pasando por La media distancia, por poner un ejemplo relativamente reciente o Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, en las que el microcosmos de la pensión ocupa un lugar predominante en la trama. En Camarote de lujo se nos describe a la perfección, con un estilo casi neorrealista, lo que fue y aún sigue siendo, me consta, la vida de pensión para muchos españoles. La presencia inconmensurable de Manolo Morán en ese ambiente como un huésped sablista, músico sin éxito, contribuye a dotar a esas escenas de la mejor dosis de realismo que no es solo una faceta básica de nuestra literatura, ahí está La Celestina, sin ir más lejos, sino también de nuestro cine, como advertimos en este ciclo de La 2 que tantas joyas olvidadas nos está permitiendo recuperar. De verdad, así que lo acaben, deberían de volver a comenzarlo de nuevo. La historia, por momentos, parece que vaya a acercarse a la historia de Dostoievski, El sueño de hombre ridículo, pero, en este caso, estamos ante la tragedia de un hombre anodino que a duras penas consigue sobrellevar la insatisfacción vital que lo corroe y que no puede sacudirse sino a través de ensoñaciones como con la que arranca la película en una secuencia del mejor cine de entonces y de siempre, al estilo de las escenas incorporadas, por exigencia censora, a El inquilino, de Nieves Conde, ese aclimatador del neorrealismo en España con la inolvidable Surcos. La insatisfacción vital es uno de los grandes temas de la literatura de Fernández Flórez, pero su exquisita atención al mundo de los desfavorecidos es otra, como se puede apreciar en la descripción de la difícil supervivencia de los pobres en la Galicia de El bosque animado. La obra transcurre en La Coruña y he de confesar que el director consigue secuencias de calle espectaculares en rincones de la ciudad llenos de una belleza muy particular; pero las escenas que quizás se llevan la palma, dentro de las muy excelentes que hay en toda la película, son las de la huida de Casal y un misérrimo cliente de la naviera a quien le quieren pispar los papeles para camuflar la huida de un asesino entre los emigrantes que dejaban Galicia por la promesa del Nuevo Mundo, el negocio criminal ante el que se rebela el protagonista a pesar de que esa acción lo condena a la miseria. Un “matón” y primerizo Fernando Sancho, que luego sería el rey de los villanos en el spaghetti western, persigue al pueblerino para arrebatarle los papeles y poder cerrar el suculento negocio de la emigración del asesino. Esa persecución, en la que el protagonista y el pueblerino han de huir bajo la lluvia por los tejados y acaban en el puerto, intentando burlas la vigilancia del empleado de la naviera para poder embarcarse son realmente excepcionales, y no impiden ni siquiera un intermedio cómico al mezclarse con una boda que se celebra en un piso y de donde, a la que los detectan han de salir lógicamente por piernas.  De alguna manera, este Camarote de lujo podría ser, solo en parte, el reverso de Polizón a bordo, de Florián Rey, uno de los grandes éxitos de posguerra y en la que intervenía también Antonio Casal, pero mientras esta era un comedia de enredo, aquella es un auténtico drama que mantiene acongojado al espectador hasta un final capriano que actúa como el sueño de El último, de Murnau, tan criticado, pero tan consolador, para qué nos vamos a engañar, porque la descripción del desamparo y del hambre -impagable el robo del queso en la pensión bien entrada la noche- en modo alguno es algo que se contemple sin una profunda alteración del ánimo. En cualquier caso, y a pesar del final, en parte previsible y obligado, porque, de otro modo, la película no hubiese sido ni siquiera autorizada a exhibirse, la película no tuvo apenas éxito en su momento, como tantas otras en las que la descripción de las penalidades acongojan tanto al espectador que prefiere renunciar a verlas para no añadir más penalidades a las suyas propias. De hecho, los musicales usamericanos de los años 30 cumplían esa función consoladora a la perfección, como se advierte muy crudamente en esa joya del musical que es Pennies from heaven, de Herbert Ross. De verdad, tras lo que he ido viendo de Rafael Gil, sobre todo La calle sin sol y la presente, sin olvidar el magnífico arranque de este trío, Gil-Casal-Flórez, con la primera película de Rafael Gil, El hombre que se quiso matar, tengo para mí que se ha de revisar el lugar de este director en nuestra cinematografía, y hacer tabla rasa de cuantas películas “alimenticias” hubo de hacer para destacar las joyas imperecederas que nos legó.

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