jueves, 2 de junio de 2016

Una obra maestra de Delmer Daves: “El tren de las 3:10”




El heroísmo en el secarral o cuando se imponen los principios: El tren de las 3:10, de Delmer Daves, una obra maestra del western.


Título original: 3:10 to Yuma  
Año: 1957
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Director: Delmer Daves
Guión: Halsted Welles (Relato: Elmore Leonard)
Música: George Duning
Fotografía: Charles Lawton Jr. (B&W)
Reparto:Glenn Ford, Van Heflin, Felicia Farr, Leora Dana, Henry Jones, Richard Jaeckel, Robert Emhardt

Revisar ciertas películas vistas hace una eternidad le deparan al espectador más curtido y avezado sorpresas contundentes, como la de este western en apariencia menor que, sin embargo, va creciendo plano a plano hasta verse por primera vez, lamentando no haber sido capaz de descubrir toda su grandeza y su belleza en el lejano visionado. Algo bueno ha de tener la experiencia, sin duda, y este es un caso en el que se comprueba la veracidad del aserto: el tiempo puede hacernos más viejos, pero también nos aguza el sentido crítico. Estoy encantado de haber redescubierto esta película de un Delmer Daves de quien, ¿puede decir ya “antaño”, a mis años? vi un ciclo en La 2 cuando esta era un reducto de la cinefilia y eran frecuentes los ciclos dedicados a ciertos autores como Douglas Sirk, Budd Boetticher, el propio Daves, John Ford, Vincent Minnell o Busby Berkeley, director también, pero más conocido por su labor de coreógrafo. De aquella dedicación se mantiene hoy la excelente Historia del cine español, cuya errática manera de programar mediante unidades temáticas deja algo descolocados a los espectadores.
         Es inevitable, al ver esta película, no traer a colación otra de temática muy parecida, y también soberbia: El último tren de Gun Hill, de John Sturges, pero enseguida, a pesar de las semejanzas, se advierte que la índole de ambas es muy diferente. Mientras la historia de la película de Sturges gira en torno a la amistad, el racismo y el sentido del deber, la de Daves se centra en los límites que la ética le pone al compromiso social remunerado, porque el protagonista, un granjero empobrecido, ve una oportunidad para seguir resistiendo, a la espera de la lluvia, en el salario que se le ofrece para conducir a un peligroso delincuente, jefe de una banda de atracadores de diligencias, a su cita con la justicia en el tren que ha de llevarlo a Yuma para ponerlo a disposición judicial. La trama es simple, porque, una vez detenido el jefe, de lo que se trata es de sobrevivir a los intentos de su banda por rescatarlo. Es importante, para el desarrollo de la trama, el hecho de que el custodio literalmente le salve la vida al condenado ante quien quiere tomarse la justicia por su mano. Van Heflin, que le da la réplica heroica a un Glenn Ford que borda su papel de malvado cínico, es la pura representación del tradicional campesino americano imbuido de unos valores orales transmitidos de generación en generación y que antepondrá incluso a la propia posibilidad de morir en el intento de cumplir con su doble obligación: la contraída por el salario de 200 dólares que va a percibir -y que garantiza la supervivencia de su mujer y de sus dos hijos hasta que lleguen las lluvias que alimenten su cosecha y, por ende su ganado- y aquella que le imponen sus principios: ayudar a la justicia para luchar contra lacras sociales como el gobierno autoritario de los salteadores allá donde se instalan. Que Heflin se vaya quedando solo cuando sus ayudantes advierten que la banda vuelve al pueblo a rescatar a su jefe, nos hace pensar inmediatamente en Solo ante el peligro, otro clásico de la Historia del cine, pero enseguida se advierten, también las muchas diferencias entre ambas. Si la película de Daves me parece ahora tan excepcional, ello se debe principalmente a la impresionante y espectacular fotografía en blanco y negro de Charles Lawton, quien dirigiera la fotografía de La dama de Shanghai, de Welles, y a la perfecta planificación de los encuadres de cada uno de los planos de la película. No se busca el virtuosismo en la localización del punto de vista de la cámara, pero no deja de sorprender, constantemente, el juego del director a la hora de realizar sus encuadres y cómo compone el plano de modo que bien puede decirse que hay una relación directa entre la información que aparece en él y la jerarquía de la misma, que siempre queda manifiesta. El hecho de que buena parte de la acción transcurra en una habitación del hotel donde se retiene al pistolero, casi obliga a Daves a esa experimentación visual. Desde el comienzo de la película, cuando en la inmensa llanura seca, polvorienta, aparece, primero como un punto lejanísimo, casi imperceptible, la diligencia que la atraviesa, advertimos ya que estamos ante una obra singular en la que uno no debe perderse ni un plano: desde dentro de la diligencia hacia los asaltadores, desde dentro de la habitación del hotel hacia las calles, los contrapicados y picados de la pareja protagonista, los primerísimos planos…  La aparición, enseguida, del coprotagonista Heflin quien, en compañía de sus hijos, contempla el atraco sin poder hacer nada para impedirlo, salvo morir en el intento, nos introduce la cuestión ética desde la ingenuidad infantil: “¿No vas a hacer nada para impedirlo, papá?” El desarrollo de la película nos marca, constantemente, la importancia de esa dimensión ética que advertimos en la evolución del forajido, quien, enfrentado a su antagonista, va dejándose permear de sus valores, tal y como se aprecia, fundamentalmente, en el excelente final de la película. Ni siquiera la dimensión simbólica está ausente de la película: se inicia con la llegada de la diligencia a un pueblucho, y con los salteadores de caminos actuando al más viejo y ortodoxo estilo de sus primitivas infracciones de la paz social, y se cierra con el plano de un tren humeante que se aleja por donde vino la diligencia, sobre los raíles del progreso hacia la justicia que ordena la vida en sociedad, y ello ante la asunción de su destino por parte del pistolero, que no excluye, por su último primer plano, la posibilidad de una nueva vida. Así mismo, de la misma forma que la película se inicia con la constatación de la feroz sequía que llevan padeciendo, el plano de la mujer bajo la lluvia y sobre la carreta al borde del ferrocarril, ansiosa por cerciorarse de que su marido va en él, es, podría decirse, una concesión a la tradición del happy ending, pero, después de la tensión de la tormenta que ha supuesto la captura, custodia y traslado del pistolero a la justicia, nada más poético que el hecho de que estalle la tormenta, en este caso, en forma de agua y, por ende, de vida. Excepcional, ya digo. De hecho, tan pronto como acabe esta crítica, me dispongo a reverla, para disfrutar una vez más de la “planificación” de Delmer Daves y de dos interpretaciones, la de Heflin algo acartonada, pero la de Glenn Ford maravillosa -un actor que sigue pareciéndome contraindicado en Gilda, curiosamente…- que exigen ese visionado.

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