sábado, 18 de junio de 2016

“Un doctor en la campiña”, de Thomas Lilti: el médico como paciente, la guerra de sexos y la medicina rural.


El médico rural o el chamán de la tribu: una institución milenaria: un emotivo homenaje del autor de Hipócrates, Thomas Lilti


Título original: Médecin de champagne  
Año: 2016
Duración: 102 min.
País: Francia
Director: Thomas Lilti
Guión: Thomas Lilti, Baya Kasmi
Fotografía: Nicolas Gaurin
Reparto: François Cluzet, Marianne Denicourt, Patrick Descamps, Christophe Odent, Isabelle Sadoyan, Félix Moati.


Es frecuente que los críticos utilicen un concepto “alargada”, con el que afearle a los directores la desmesura con que se enfrentan, a menudo, a ciertas historias que en modo alguno requieren de añadidos “coloristas” o “desviaciones folclóricas” o reiteraciones de o ya expuesto, y ese es el gran pero que se le puede poner a esta apología del ejercicio de la medicina en el medio rural. Mi hermano fue médico rural durante muchos años y conocí de primera mano, a través de su aventura profesional y vital, lo que esta película nos retrata con una efectividad casi documental, a juzgar por la minuciosidad en el retrato del día a día de quien realmente atiende un servicio de urgencia las 2 horas del día, sin posibilidad de sustitución y siendo consciente de que hay vidas humanas cuya supervivencia dependen de su actuación. Que a esa especie de chamán antiguo que es el médico rural se le declare un tumor cerebral y haya de someterse a tratamiento de quimio y de radio complica no poco la situación, y ahí es donde entra la “colaboradora” que ha de admitir para poder “llegar a todo”, a las visitas y a la consulta, y a las urgencias intempestivas. Que se vea obligado a reconocer su enfermedad y que su colega sea una mujer, que ha sido antes enfermera, nos permite asistir a una lucha profesional y humana en que ambas personalidades se describen a la perfección y entre las que se genera un proceso de conocimiento y aceptación mutuos que sabe captar y mantener la atención de los espectadores, sobre todo porque no escasean las situaciones humorísticas que atenúan tanto la dureza del ejercicio profesional como el drama del propio médico enfermo. Hipócrates era la película de los MIR, del mismo modo que Un doctor en la campiña es el retrato de un profesional, el médico rural, a quien, como dice el hijo, cuando regresa al pueblo para ver a su padre, los vecinos consideran como un Dios. Hay en la película, como no podía ser de otra manera, un retrato de la Francia rural que ha sido aplaudido por los espectadores galos y recompensado generosamente con la asistencia masiva a los cines para ver la película. Es curioso, por otro lado, la devoción usamericana que se plasma en esa reunión de amantes del country auspiciada por el ayuntamiento, paralela al retrato de ciertos “tipos” singulares de cualquier comunidad pequeña, y en eso la película actúa como una radiografía social que permite conocer, de forma veraz y casi documental, sin idealización alguna, una realidad alejada de la atención mediática, salvo para las tragedias naturales, los conflictos o la promoción turística. El director es médico en ejercicio y, por lo tanto, no solo sabe de qué está hablando, sino que, además, lo hace de forma harto convincente, porque las escenas propiamente médicas respiran un aire de veracidad como pocas veces advertimos en la pantalla. François Cluzet, cuyo parecido innegable con Dustin Hoffman no se le despinta al espectador a lo largo del film, actúa con sobriedad y sin patetismo, pero acaso con un exceso de envaramiento y secretismo que no se compadece con la relación franca y cordial que mantiene con sus pacientes. Es evidente que un tumor cerebral descoloca a cualquiera, pero choca el secretismo para con la colega que lo auxilia, porque no da abasto, independientemente de su dolencia, para atender a tantos pacientes. Forma parte de la trama, está claro y así se construye la película: una progresiva aceptación del otro, la otra en este caso, se convierte en la aceptación de sí mismo y de su mal. Por otro lado, el hecho de que sea un divorciado da a entender que algún problema de relación tiene con las mujeres, y, de hecho, hay una soterrada y casi imperceptible tensión sexual en la historia que solo se manifiesta, muy tímidamente, cuando ella descubre las manchas en el pulmón al hacerle una radiografía. A nivel anecdótico, me ha llamado la atención que del hijo, arquitecto, nos diga el protagonista que está trabajando con un estudio encargado del proyecto del Teatro de la Ópera de Madrid… Como no hubiera querido decir el de Valencia, de Calatrava. La película, muy francesa, y, al tiempo, en la onda universal del tradicional “menosprecio de corte y alabanza de aldea”, mezcla en su trama algunos elementos de política municipal, un poco al estilo del Rohmer de El árbol, el alcalde y la mediateca (¡Una auténtica joya del sonoro… en la que no hay ni un solo segundo de la película en la que no se hable…!), pero sin la mala uva y la lucidez política de don Eric. Es un desvío totalmente prescindible, como, acaso, el alargamiento de la historia del autista fanático de la Primera Guerra Mundial, pero tampoco puede decirse que estropeen la película, aunque le roben intensidad. En conjunto se trata de una película muy entretenida y muy bien interpretada, con ese grado de verismo que permite al espectador olvidarse de los actores y seguir con interés a los personajes. Hay algún desliz sentimental, pero tampoco llega al borrón.

   

3 comentarios:

  1. Hombre, Juan Pérez, comentas una película que he visto y puedo hablar de ella. No es una película con registros complejos o ambiguos, su mensaje es claro, su buena voluntad es evidente. Tanto como en el filme El olivo que no has comentado. Son del mismo orden. El triunfo de la bonhomía, del compromiso humano, de la rectitud profesional, de los buenos sentimientos en ese duelo entre los dos protagonistas que recuerda tanto al género de poli experimentado que tiene que unirse en la patrulla a uno novato, con las chispas que eso supone, su proceso de adaptación, sus conflictos, su entendimiento al final. Buena interpretación, cine hecho con corazón, ambientado en un medio rural. Hace un par de semanas terminé de leer un libro recomendable del que hablaba Antonio Muñoz Molina, La España vacía, de Sergio del Molino. En él se describe ese medio rural español frente al medio urbano que se lleva la inmensa mayor parte de las noticias, salvo las crónicas negras como la del asesinato del alcalde de Fago o Puerto Hurraco. En ese ambiente rural, desligado de la gran ciudad, al parecer más humanizado, que discurre más lento, se desenvuelve un profesional como la copa de un pino, el protagonista. Un hombre digno que se enfrenta a la crisis de su propia salud y ha de entenderse con una nueva facultativa que ha de sustituirle al menos parcialmente. La película discurre suavemente, matizadamente, sin sobresaltos, tanto es así que los últimos diez minutos me dormí y la oía en medio de mis ensoñaciones. No pasó nada porque al salir le pregunté a Rosa Mari, qué había pasado y logré reconstruir el final. Nada que objetar. Discretamente buena. Pero me gustó más El olivo.

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    1. Al final se dulcifica demasiado, aunque no llega a empalagosa, y sí, desciende mucho el ágil ritmo de las dos terceras partes de ella. Como tengo mi videoteca de segunda mano, veo muchas pelis que no son de estreno. Ayer fuimos a ver el documental del diálogo entre Truffaut y Hitchcock y ya no lo ponían... El presente fílmico es mucho más veloz que el de cualquier otro arte, imposible habitar en él, al margen de por el precio, claro...

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    2. Ah, El olivo, al final, no me decidí, pero de aquí a poco la pasarán por TVE, supongo. Será el momento.

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