jueves, 5 de mayo de 2016

“El ídolo caído”: la obra excepcional de Carol Reed antes de “El tercer hombre”.




La niñez confundida en el mundo de mentiras y medias verdades de los adultos: El ídolo caído, de Carol Red, una exploración dramática de la ambigüedad.
Título original: The Fallen Idol
Año: 1948
Duración: 95 min.
País: Reino Unido
Director: Carol Reed
Guión: Graham Greene, Lesley Storm, William Templeton (Historia: Graham Greene)
Música: William Alwyn
Fotografía: Georges Périnal (B&W)
Reparto: Ralph Richardson, Michele Morgan, Sonia Dresdel, Jack Hawkins, Bobby Henrey, Walter Fitzgerald, Denis O'Dea, Dandy Nichols, Karel Stepanek, Gerard Heinz, Joan Young, Dora Bryan, Bernard Lee, Geoffrey Keen



                ¡Hay que ver lo que da de sí una mansión inglesa para conseguir una realización tan espectacular como la de esos planos elevados desde el rellano del primer piso sobre el vestíbulo de la entrada a la supuesta embajada francesa en Londres! Recuerdan algunos de los usados por Orson Welles en Citizen Kane, una perspectiva que anula la percepción de la distancia real y nos revela el punto de vista de la mirada del niño, para quien esa vasta dimensión del espacio se le aparece propiamente “a vista de pájaro”. La historia y el guion de Graham Greene originan una situación en apariencia banal, el hijo del embajador se queda solo en la embajada en compañía de los mayordomos, un matrimonio mal avenido que trata de forma dispar al chiquillo: ella, disciplinándolo severamente; él, saboteando esa disciplina mediante la indulgencia y una estrecha unión, propiamente de camaradería, mientras el padre sale el fin de semana para ir a recoger a su esposa. La exploración del espacio como ecosistema vital de un niño tiene en la película una importancia definitiva para la trama, porque, lo que se presenta como un triángulo amoroso lleno de dificultades: la “otra”, una perfecta Michele Morgan, que es secretaria de la embajada, dispuesta a abandonar a su enamorado porque él no acaba de pedir el divorcio, y él, como todos los timoratos en estos casos, pidiendo más tiempo para hacer frente a la situación, teniendo en cuenta el carácter indómito y dominante de su mujer; ese espacio, digo, es capital para poder resolver el misterio de la tragedia hacia la que esa situación, aparentemente anodina, progresa. La presencia constante del niño en esa trama, a quien se embauca con medias verdades y enteras mentiras, y de quien se exige una lealtad total para con los secretos que llegan a su conocimiento, añade al desarrollo de la misma una perspectiva insólita para una película, por ese papel protagonista del niño de quien tan pronto su testimonio tiene poder acusador como se convierte en una tabarra que provoca el enojo de los inspectores que, con tiento exquisito -están en suelo extranjero- pretenden resolver el caso. Carol Reed ha cuidado muchísimo cada uno de los planos de la película, y no es de extrañar que su siguiente película, la famosísima El tercer hombre -donde Welles tuvo papel tan destacado, por cierto- se beneficiara de una realización tan exquisita y atractiva como la llevada a cabo en ese palacete explorado por la cámara desde casi todos los ángulos posibles. No hay elemento de la trama, ni siquiera un inocente avión de papel que el niño hace con un telegrama falso de la mujer, que no acabe teniendo una importancia narrativa decisiva. La imagen del vuelo del avión de papel desde lo alto de la escalera, lanzado por el inspector de policía, y planeando por el vasto vestíbulo hasta acabar a los pies de un subordinado suyo, es uno de esos momentos mágicos que consigue Reed, porque en ese vuelo viaja la definitiva inculpación del marido. El mayordomo, auténtico ídolo para el niño, quien lo admira por haber estado en África, donde ha sobrevivido a mil y un lances aventureros, está concebido como la encarnación del típico mayordomo inglés que tanto rendimiento literario ha tenido, y tiene en la literatura y en el cine inglés, como el Stevens de Lo que queda del día, por ejemplo. La actuación de Ralph Richardson, en uno de sus pocos papeles auténticamente protagonista, está llena de matices y consigue captar la emoción del espectador en ese duelo entre el amor recién nacido y la imposible huida del hace tiempo muerto. La delicadeza del doloroso encuentro entre ambos enamorados, cuando ella se despide de él para poner fin a la indecisión como respuesta que su amor recibe, y con el niño sentado entre ambos en una cafetería donde, huido de la embajada, el niño ha encontrado a su héroe, es una escena llena de sutileza e interpretada con una contención y un sentimiento que se acentúa, al contacto con la presencia del niño, ajeno a lo que entre aquellos seres se está ventilando. La tramposa desaparición de la mujer, que sale unos días a casa de sus padres para poder espiar si su marido se atreve a llevarla a la embajada, aprovechando su ausencia, nos ofrecerá dos momentos perfectamente contrastados en la película: la velada llena de espontánea alegría de la pareja con el niño, la irrupción brusca, como un fantasma, de la mujer escondida sigilosamente en la mansión y, a partir de la muerte de ella, tras caer por la escalera, la investigación criminal para determinar qué ha ocurrido, algo que solo al final, pero que muy al final de la película, se resuelve con una suerte de ironía que hace planear sobre lo ocurrido una ambigüedad, muy de Greene, sí, pero muy de lo real también: los renglones torcidos… La película, como realización cinematográfica es un festival de planos que sorprenden al espectador no solo por la belleza del encuadre, sino por la correspondencia psicológica que se establece entre las diferentes miradas de los personajes, sobre todo la del niño y la del mayordomo, pero también, la de la mujer y la de los policías, al final. Se trata, insisto, de una película notabilísima que acaso sea poco conocida y que merece una visión atenta. La fluidez cotidiana con que todo transcurre en ella nos obliga a estar atentos a los muchos mensajes que bien pudieran pasársenos por alto, pero, por suerte, la cámara y, sobre todo, la inconmensurable fotografía de Georges Pèrinal, ganados de dos Oscar consecutivos, por Las cuatro plumas y por Ladron en Bagdad, no nos dejan perdernos ni en el mundo confuso del niño ni en el más confuso aún de los adultos.

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