lunes, 7 de marzo de 2016

La genialidad y sus riesgos: “Solaris”, de Andrei Tarkovski.




Solaris, de Tarkovski: “Uno ama lo que puede perder”. Culpa, redención y misterio en el pascaliano silencio eterno del espacio infinito

Título original: Solyaris (Solaris)
Año: 1972
Duración: 165 min.
País: Unión Soviética (URSS)
Director: Andrei Tarkovski
Guión: Friedrich Gorenstein, Andrei Tarkovsky (Novela: Stanislaw Lem)
Música: Eduard Nikolay Artemiev
Fotografía: Vadim Yusov
Reparto: Donatas Banionis, Natalya Bondarchuk, Yuri Jarvet, Vladislav Dvorzhetsky, Anatoly Solonitsyn


         Las películas de Tarkovski, sobre todo las de la última época, requieren de un código decodificador al que paradójicamente pocos espectadores tenemos acceso, por defectos de contemplación: predomina en ellas la imagen como portadora de significado y el cine popular nos ha desacostumbrado, con su cháchara infumable, a prestarles atención y extraer de ellas esos significados que nos permitan, hasta donde ello sea posible, “entender” la película. No hablo ya de Stalker, claro está, porque esa Zona donde se suspenden las leyes de la naturaleza y del pensamiento lógico bien puede entenderse como una versión metafísica y minimalista del otro lado del espejo de Alicia. Solaris, realizada cuatro años después de 2001: Una odisea del espacio, es una película menos redonda que la de Kubrick, pero tan o más interesante que ella, desde el punto de vista argumental, y desde el de la realización y la puesta en escena, a pesar de la riqueza técnica de la primera y de la austeridad de la segunda, suplida, sin embargo, por una creación de imágenes sin las cuales es muy difícil entender, posteriormente, ciertas obras de Terrence Malick, como las excepcionales El Nuevo mundo o El árbol de la vida, por ejemplo. En la medida en que se trata de una película de ciencia-ficción, la petición de principio de la que parte la historia no parece requerir de ninguna justificación, lo que exige del espectador no solo la aceptación tácita de que lo que sucede ha de suceder, sino que, además, ha de entrar en ese mundo dejando de lado los prejuicios con los que se enjuicia el que conoce. Así, el fenómeno extraño de la aparición de supuestos clones de personas queridas y perdidas, como la esposa del protagonista, en la nueva dimensión creada por un océano que interactúa con la memoria de quienes viven en la plataforma instalada en el planeta líquido, una existencia que depende de la propia capacidad de aceptación  del astronauta de ese fenómeno, plantea una situación en la que el reencuentro se convierte en una tragedia, porque la esposa, tras advertir la incomodidad que representa su presencia para su marido, intenta quitarse de en medio,  como lo hizo en la Tierra mediante el suicidio, lo que le será imposible, dado el carácter de persistente recuerdo en la memoria de su marido, de donde se seguirá una magnífica resurrección, propia del ámbito de la ciencia-ficción, por más que el hecho remita a La palabra, de Dreyer. La confusión entre los recuerdos del protagonista y su presente, como, por ejemplo, la vívida evocación de su madre, en una escena en la que el protagonista, Donatas Banionis se convierte gestual y vocalmente en un auténtico niño, es un elemento que aparece con frecuencia a lo largo de la historia, porque, de algún modo, hay una cierta conexión entre el océano vivo del planeta y la casa junto al lago tranquilo de su infancia y su madure antes de ser enviado a Solaris para averiguar qué sucede en la estación. La relación espontánea del clon de la mujer del protagonista con los otros dos residentes en la estación constituye toda una declaración de intenciones. Es el recién llegado el que ha de superar los límites de su escepticismo para poder aceptar lo que está viviendo de un modo tan natural como incomprensible. El abandono de la estación espacial, el deterioro de la misma, contrasta con la sala que reproduce, con exquisita formalidad, un salón casi de aire decimonónico, donde un colega recurre a la figura de D.Quijote como referente para que el recién llegado pueda acercarse a la intuición más exacta de la realidad que viven; la contemplación de un cuadro de Brueghel, Cazadores en la nieve, nos remite de inmediato a la aparición del mismo en el hogar del protagonista, por lo que se establece esa conexión entre el mundo de Solaris y el mundo de la Tierra. Con todo, el protagonista, Kelvin, ha de sufrir un proceso de transformación en el que, además de “reconciliarse” con Hary, su mujer ya fallecida, a quien “redescubre” en su clon y de quien se vuelve a enamorar, también se reconcilia con sus progenitores. A ese respecto, son espléndidas las imágenes de la lluvia interior en la casa de los padres y la rendición incondicional del hijo abrazado a las piernas del padre en la puerta de entrada al sancta sanctorum familiar. El primer intento de acabar con el clon, expulsándola en una nave auxiliar de la estación, es secundado por la reacción de Hary de desaparecer, mediante la ingestión de un líquido, previsiblemente nitrógeno, que la congela. El proceso de vuelta a la vida de Hary, diluyéndose los efectos del congelante, es una hermosa metáfora del poder del amor en una recreación de lo que podríamos considerar como el alumbramiento de sí misma, de Hary. Toda la película es un auténtico encadenado de imágenes que provocan una reacción en el espectador, sean las de la nave, con el deterioro físico que tanto contrasta con la limpieza de otros escenarios de ciencia ficción, sean las de la Tierra, sean las de la biblioteca y  cuarto de estar “al modo terrestre”. Ni que decir tengo que Kris Kelvin, el protagonista es un hombre bastante más que parco en palabras y dueño de un escepticismo a prueba de Solaris, algo que le reprocha su padre cuando sabe que lo mandarán a la estación del planeta. La película, de hecho, tiene dos partes de casi idéntico metraje. La primera parte, en la Tierra, donde se evalúa la información que ha traído de vuelta un astronauta y se decide enviar al psicólogo Kelvin; y la segunda, en la estación. En ambas, son escasísimas las reflexiones o los intentos racionales de explicación de lo que sucede. La alternancia entre la Tierra y Solaris, a través de imágenes muy poderosas, son todas las herramientas de las que disponemos para ver el carácter especular de Solaris respecto de la casa del protagonista en la Tierra. Un océano vivo y pensante allá; un lago sereno alrededor del cual pasea el protagonista acá. Por curiosidad, he visto la otra versión soviética de Solaris, filmada para la televisión. El contraste entre ambas es imposible; la de Tarkovski es una película suya, permítaseme la arriesgada síntesis; el telefilme es una “ilustración” anónima de la novela, perdóneseme el desdén hacia sus directores Boris Niremburg y Lidiya Ishimbayeva. En la primera hay un uso del blanco y negro y del color que deja maravillado; en la segunda, hay un uso clásico del banco y negro sin especial relieve. En cualquier caso, dos escenas de ambas sí que guardan una relación interpretativa curiosa: en la de Tarkovski el protagonista evoca cómo la madre lo lava con notable mimo, después de lo cual mordisquea una manzana; en la versión telefílmica, cuando la esposa de Kelvin decide “desaparecer”, se quita un pañuelo que llevaba anudado al cuello, lo deja caer y éste se convierte en  una serpiente que se pierde por el pasillo circular de la nave. Hay, finalmente, no poco de redención en Solaris, porque ese océano vivo e inteligente no permite tanto el conocimiento entre vidas galácticas diferentes cuanto un autoconocimiento exacerbado, en una variante del tradicional examen de conciencia en su doble índole ideológica y religiosa. No son pocas las voces que se alzan contra esta película de Tarkovski acusándola del peor de los peligros del cine: el aburrimiento. Quiero pensar que esa falta de hábito en la contemplación e interpretación de las imágenes es la causa de tales rechazos. Pensemos en un autor próximo a Tarkovski como Lars von Trier, quien, en Melancholia, utiliza, por cierto, el mismo cuadro de Brueghel que Tarkovski, Cazadores en la nieve, aunque también muchos otros que son imprescindibles para llegar a comprender la patología de la protagonista, amén de haberle servido de inspiración para no pocas escenas de su inquietante y hermosa, a la par que dolorosa, película. Tanto en el ruso como en el danés, qué duda cabe de que solo las imágenes son las que nos permiten entender cabalmente la historia, más allá de teorías y divagaciones verbales a las que ninguno de los dos son propensos.

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