domingo, 20 de marzo de 2016

“El intendente Sansho”, de Kenji Mizoguchi, o 12 años de esclavitud en el Japón feudal.


                       

La lección ética que traspasa las edades: El intendente Sansho, de Kenji Mizoguchi



Título original: Sansho Dayu
Año: 1954
Duración: 123 min.
País: Japón
Director: Kenji Mizoguchi
Guión: Yoshikata Yoda, Yahiro Fuji
Música: Fumio Hayasaka
Fotografía: Kazuo Miyagawa (B&W)

Reparto: Kinuyo Tanaka, Yoshiaki Hanayaki, Kyoko Kagawa, Eitaro Shindo, Akitate Kono, Masao Shimizu, Ken Mitsuda, Kazukimi Okuni

                    Poco a poco, por el azar de la búsqueda morosa, van levantándose ante mi rendida mirada las principales obras de Mizoguchi. En la última remesa que entró ayer sábado figura, por cierto,  La señorita Oyu, que me permitirá regresar de esta fábula medieval, ambientada en el siglo XII, al presente de la posguerra japonesa, un vaivén temporal que no afecta, sin embargo, ni a la calidad ni a la delicadeza con que Mizoguchi se plantea la narración de historias como la presente, muy parecida, como digo en el título, a la reciente ganadora del Oscar a la mejor película y mejor guion en 2013, 12 años de esclavitud. El intendente Sansho parte del destierro forzoso de un alto cargo que ha antepuesto el recto obrar a las órdenes del Señor al que sirve. Engañados, su mujer y sus dos hijos, por las malas artes de servidoras vendidas a los traficantes de esclavos, conciertan el rapto y la posterior venta del resto de la familia. A partir de esa separación, la película se centra en la aventura de los dos hijos, que son vendidos al cruel intendente Sansho, quien tiene organizada su hacienda como un campo de concentración donde explota hasta la muerte a sus esclavos, a quienes no solo trata inhumanamente, sino a quienes castiga con una dureza fuera de cualquier medida y ponderación. La película esta rodada casi toda ella en exteriores, de una belleza que contrasta con la miserable situación de los protagonistas. De hecho, incluso la aldea donde el protagonista más destacado, el hijo, busca a su madre, acaba de ser arrasada por un tsunami. La película narra una tragedia estremecedora que apunta en principio, cuando mediante una estatuilla de Kannon (una relqiuia familiar) que el hijo siempre lleva consigo, regalo de su padre, es reconocido y elevado a la categoría de primera autoridad de la región donde vive el intendente Sansho, a quien el gobernador, saltándose los límites de la autoridad que representa, encarcela, para poder liberar a sus ex compañeros de prisión. Es emotivo, desde el punto de vista social, el discurso/arenga a quienes han padecido tan cruel cautiverio, ofreciéndoles el beneficio impagable de la libertad e incluso tierras que cultivar. Consciente, no obstante, de haber transgredido los límites de sus competencias, renuncia a su puesto y, tras enterarse de que su hermana no ha soportado la prisión y ha fallecido, se lanza, de nuevo, a los caminos, en busca de su madre. Las enseñanzas del padre son, para el hijo, la norma que guía su conducta, y se condensan, sobre todo, en un mandato imperativo: hasta con el enemigo se ha de ser caritativo. Hay en el blanco y negro de Mizoguchi una gama de tonalidades que solo se percibe ejercitando mucho la atención, porque escasean los contrastes del claroscuro, salvo en muy concretas escenas de interior, y hay momentos, como el de la laguna, en que la luz parece transfigurarse para envolver una tragedia desgarradora cual es la separación de los dos hijos de la madre. En un momento dado, hasta nos parecería “natural” que los personajes pudieran andar sobre las aguas… Me ha parecido curiosa la elección del actor que encarna al hijo ya crecido, porque la naturalidad de su interpretación y su escasa presencia corporal contrastan con el cambio que sabe imprimir a personaje cuando pasa de ser un esclavo que implora que no lo maten, porque tiene pendiente encontrar a su madre y a su hermana, a la serena condición de autoridad que ejerce con una majestuosidad diríase que genéticamente heredada. A ello contribuye, como suele ser norma en las películas de Mizoguchi, una exquisita elección del vestuario, que realza el empaque del nuevo gobernador. No adelanto más de la trama, pero se me va haciendo evidente que, del mismo modo que hay críticas que han de leerse antes de ir a ver una película, también ha de haberlas que apetezca leerlas después de verlas, y mucho me temo que las que yo publico en este Ojo cosmológico sean de la segunda clase.
        La estructura de la película responde en todo al modelo de la novela bizantina helénica, porque los sucesos a los que se exponen la madre y los hijos, ella secuestrada por unos piratas para ser vendida en un lenocinio y ellos otro tanto, pero como esclavos de una hacienda, la del intendente, donde pasaran diez años de su vida en total esclavitud, pertenece por derecho propio a ese esquema de azares que determinan la vida de las personas. La suntuosidad y parsimonia de las clases nobles y de los funcionarios del Emperador contrastan de forma radical con la pobreza extrema de los siervos: entre ambos, solo el ejército o los matones de los ricos propietarios de origen humilde, como Sansho. La cámara de Mizoguchi y, sobre todo, la puesta en escena de todo lo relacionado con ambas esferas sociales, le proporciona un relieve a esa distancia que impresiona al espectador occidental. Claro que estamos hablando poco menos que de una edad antigua en que, como se advierte al principio, aún la condición humana no ha adquirido el estatus que, pasado el tiempo, llegará a adquirir, pero, por eso mismo, lo que nos sorprende es el crudo realismo de todas las situaciones.
          La película es triste como ella solo sabe serlo, y aunque brilla alguna brizna de esperanza, el final deja poco margen de esperanza, por más que... En fin, mejor que el espectador lo descubra.

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