miércoles, 7 de octubre de 2015

El expresionismo madrileño; El cristianismo de base, y la lucha entre la tradición y el ¿progreso?: Edgard Neville, Rafael Gil y José Luis Sáenz de Heredia.



 
                                                       
La torre de los siete jorobados o el expresionismo con porras y café con leche.

Título original: La torre de los siete jorobados
Año: 1944
Duración: 81 min.
País: España
Director: Edgar Neville
Guión: Edgar Neville, José Santugini (Novela: Emilio Carrere)
Música: José Ruíz de Azagra
Fotografía: Enrique Berreyre (B&W)
Reparto: Antonio Casal, Isabel de Pomés, Julia Lajos, Guillermo Marín, Félix de Pomés, Julia Pachelo, Manolita Morán, Antonio Riquelme

Creo recordar que la primera película que vi de Edgar Neville fue El último caballo, un alegato ecologista cuando ni siquiera existía la palabra pero sí los fervientes defensores de los “derechos” de la naturaleza a no ser maltratada por esa especie pretenciosa y destructora a la que llamamos “humana” por equivocación, porque habría de haberse llamada “airana” por los aires de dominadora totalitaria que siempre se ha dado sobre el planeta… Como intervenían, además, dos actores de la talla de Fernando Fernán Gómez y José Luis Ozores, y el desarrollo, a pesar del costumbrismo marca de la casa Neville, estaba atravesado por un lirismo profundo y emocionante, ¿a quién le puede extrañar no solo que me sedujera y se convirtiera en una de mis películas favoritas, sino que me interesase por el resto de la obra del aristocrático director madrileño? Películas como La vida en un hilo o El baile son perfectas muestras del cine del autor, películas tan famosas que no necesitan mayor comentario. Ahora bien, La torre de los siete jorobados (Arlt, y ya es curioso, tiene dos obras tituladas Los siete locos y El jorobadito…) quizás no haya tenido la difusión pública que merece, si bien se ha ganado, con el tiempo, el fervor de todos los cinéfilos españoles. Se trata de una historia de “aparecidos” en la que se mezcla el humor costumbrista con el género gótico y las películas de detectives obligados por las circunstancias, todo ello sazonado por una realización de carácter expresionista en la que las sombras, los decorados y la presentación de los personajes, como el “Nosferatu” castizo interpretado por un excelente Guillermo Marín, consiguen crear una atmósfera de misterio que, sin abandonar el suspense, no acaba de llegar al terror, aunque lo roce. El hilo conductor de la trama es un personaje apocado, interpretado por uno de los grandes actores del cine español, Antonio Casal, cuya memorable actuación en El malvado carabel, también de Neville, como tal lo acredita. La historia de los siete jorobados tiene un punto de inverosimilitud tan delicioso que no impide disfrutar del argumento, porque, al cabo, evoluciona de una película de fantasmas a una película de detectives. La cofradía de los jorobados se dedica a la elaboración de moneda falsa en una ceca subterránea a la que se desciende por una majestuosa escalera de caracol que se adentra en el subsuelo de Madrid y que, escenográficamente, es un acierto visual de muchos quilates. Se intuye la inequívoca influencia de Poe, pero el costumbrismo que preside casi toda la filmografía del autor consigue crear un ambiente “propio”, castizo, que dota de verdad incluso al propio fantasma cuya muerte pretende que el infeliz protagonista vengue, salvando, de paso, a su hija de caer en las garras  maléficas del Nosferatu de barrio. La historia amorosa, pues el protagonista acaba enamorándose de la hija del profesor asesinado, con la que sustituye a la corista por la que sentía lasciva inclinación y cuyos números en el teatro popular constituyen una auténtica delicia, así como la “mamá” de la artista, una insuperable “característica” Julia Lajos, protagonista de una de las escenas más divertidas de la película; esa historia de amor, digo, contribuye a darle a la película una dimensión sentimental que sirve de contrapeso a la historia subterránea de los jorobados. Se trata, en conclusión, de una película por la que el tiempo en vez de pasar se ha dedicado a aquilatar sus inequívocos valores cinematográficos, convirtiéndola, más allá de modas fugitivas, en una magnífica obra de arte perenne.



                                                       

 La guerra de Dios o Cristo en la lucha de clases.


Título original: La guerra de Dios
Año: 1953
Duración: 96 min.
País:  España                                                                      
Director: Rafael Gil
Guión: Vicente Escrivá
Música: Joaquín Rodrigo
Fotografía: Alfredo Fraile (B&W)
Reparto: Claude Laydu, Francisco Rabal, José Marco Davó, Fernando Sancho, María Eugenia Escrivá, Jaime Blanch, Gerard Tichy, Alberto Romea, Carmen Rodríguez, Ricardo Calvo, Julia Caba Alba, Félix Dafauce, Juan José Vidal

           He de reconocer que la iniciativa de La 2 de recorrer la historia del cine español de una manera, eso sí, un tanto anárquica y apegada a las necesidades de programación y de audiencia, me parece una de las más felices iniciativas de programación en muchas décadas desde que se tomó la decisión filmicida de quitarle su programa a José Luis Garci. En muy poco tiempo, y esa es la razón de que las agrupe en esta megaentrega crítica, he visionado tres películas con unos valores fílmicos más que sobresalientes, cada una de ellas por razones propias y no necesariamente coincidentes con las otras. Detrás de las tres hay un director extraordinario, Neville y dos de muy diferente historial, Gil y Sáenz de Heredia, en cuyas filmografías hallamos desde lo excelente hasta lo literalmente deleznable.
La guerra de Dios se ha puesto en relación con Qué verde era mi valle y otras películas de ambiente minero, como Odio en las entrañas, de Ritt, y la verdad es que la ambientación, el espectacular blanco y negro de un pueblo como Torre del Bierzo (Aldemoz en la película, el “culo del mundo” para el sacerdote recién ordenado a quien envían allí) y su dedicación minera dan pie, aunque en el caso de La guerra de Dios el conflicto social se solapa con el conflicto religioso, tamizado todo ello por un fuerte componente melodramático a través de la vivencia infantil de la segregación como reflejo especular del enfrentamiento entre patrono y obreros de la mina. El guion, obra de Vicente Escrivá, un auténtico profesional y uno de los grandes de la profesión, es magnífico y la realización subraya el poderoso componente religioso e ideológico que, para el año que es, 1953, incluso podríamos decir que resulta muy atrevido. Presentar una especie de prefiguración del “cura-obrero”, que en los años 70 se harán tan populares, como la última adaptación camaleónica de los evangelizadores para intentar atajar el alejamiento de la Iglesia de grandes capas de población, era, en efecto, atrevido, y más aún denunciar abiertamente malas prácticas médicas al servicio del capitalista. La honestidad y falta de malicia política del cura novel enviado al pueblo para lidiar con unos mineros enfrentados con el patrón y que le han dado la espalda a la Iglesia completa ese planteamiento perfectamente narrado a través de un guion impecable. El casting incluye al actor francés que había interpretado el Diario de un cura rural, de Bernanos y que aquí, en La guerra de Dios cumple a la perfección lo que se esperaba de él. El antagonista es nada más ni nada menos que un Paco Rabal espléndido y hermoso, un auténtico animal cinematográfico que irradia magnetismo así que aparece y habla con ese vozarrón suyo tan característico. La fotogenia del actor, perfectamente instalado, con suprema convicción, en el papel de un paria explotado, se destaca a través de un maquillaje que suma su rostro tiznado al juego de sombras y luces constante que es toda la película. Puede que tuviera la sensibilidad flojucha o que se me haya aflojado el músculo sentimental, pero he de confesar que la película tiene un grado de emotividad muy alto y que difícilmente dejará indiferentes a quienes la vean sin prejuicio alguno, siendo capaz de empatizar incluso con quienes están al otro lado del ring ideológico, como ocurre cuando se pierden, en una mina abandonada, la hija y el hijo del patrón y del minero encarnado por Rabal. Hay mucho, en efecto de melodrama, en la película, pero está hecho con una delicadeza y una finura en el trazo que no defraudará a quienes sigan mi recomendación de verla. Añádase a ello un Jaime Blanch niño en un papel que parecía prefigurar una gran carrera posterior, perdida, sin embargo, y es un criterio totalmente subjetivo en el envaramiento, en la falta mortal de naturalidad que se apoderó de él en la adultez, y que hube de sufrir en numerosísimos Estudios 1 y Hora 11 en la televisión.


                                                             


Las aguas bajan negras: del carlismo a la lucha entre los defensores de la naturaleza y los mixtificadores del progreso.



Título original: Las aguas bajan negras
Año: 1948
Duración: 99 min.
País:  España
Director: José Luis Sáenz de Heredia
Guión: Carlos Blanco (Novela: Armando Palacio Valdés)
Música: Jesús García Leoz, Manuel Parada
Fotografía:José F. Aguayo, Alfredo Fraile, César Fraile (B&W)
Reparto: Charito Granados, Adriano Rimoldi, Mary Delgado, José María Lado, Luis Pérez de León, Mario Berriatúa, Tomás Blanco, Julia Caba Alba, Raúl Cancio, Carlos Casaravilla, Félix Fernández, José Jaspe, Antonio Riquelme

Por último, quiero traer a esta crítica triple una película por la que me interesé inmediatamente. Con un prólogo de amores trágicos entre un capitán carlista y la hija de un general isabelino, la película avanza con un salto temporal de más de veinte años que deja al espectador pensando, si ha tenido un momento de descuido, en la posibilidad de que haya cambiado de canal inadvertidamente, dada la nula conexión entre lo que ha visto en el prólogo y lo que sigue inmediatamente después. La contemplación de la montera picona, lo más identificable de los trajes populares que visten todos los protagonistas de la película, permite, como poco, ubicar la trama en los seductores paisajes de los valles asturianos, que adquirirán un valor protagonista en la película, porque, más allá de la historia amorosa, el verdadero tema de la película es un tema “social”, como se corresponde con el original literario de Armando Palacio Valdés, La aldea perdida. En una Asturias tradicional y poco menos que idílica, aunque con nulas perspectivas de mejora profesional y salarial para los jóvenes con inquietudes, comienza a desarrollarse el sector de la minería, lo que provocará un enfrentamiento entre mineros y ganaderos y agricultores, algo que se refleja en un título muy acertado “Las aguas bajan negras”, porque los segundos advierten que esa nueva profesión que hurga en las entrañas de la tierra para robar su tesoro negro acabará destrozando la tierra de sus mayores. La estructura, así pues, es la de un western clásico, pero ambientado en la Asturias de finales del XIX. La trama amorosa que puntea el conflicto social se junta con un enfrentamiento entre partidarios y detractores del “progreso” que acaba dejando aislado al padre adoptivo de la protagonista, quien mantiene su férrea posición frente a todos, a pesar de que con anterioridad su posición había sido la mayoritaria, pero el protagonista, que quiere mejorar su condición social para casarse con la muchacha, reeditando el conflicto del prólogo carlista, acaba convirtiéndose en el mejor picador de la mina. Al final… Bueno, mejor no lo cuento, porque acaso haya algún cinéfilo que prefiera ignorarlo. Démosle gusto, que no cuesta. La película plantea el tema del enfrentamiento entre tradición y progreso a través del enfrentamiento entre personajes muy individualizados, lo que permite que la película se acerca, en cierto modo, al melodrama, aunque, repito, el género clásico al que se ajusta es propiamente el del western. Los escenarios son de una belleza indiscutible y ello solo ya justifica el visionado de la película.
        

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