viernes, 17 de julio de 2015

Una digna comedia de encargo: “Aprendiendo a conducir”, de I. Coixet


                                

Aprendiendo a conducir: Una valiente comedia amable, para variar, de Isabel Coixet.

JUAN PÉREZ
Título original: Learning to Drive
Año: 2014
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Directora: Isabel Coixet
Guión: Sarah Kernochan
Fotografía: Manel Ruiz
Reparto: Ben Kingsley, Patricia Clarkson, Grace Gummer, Sarita Choudhury, Jake Weber, Samantha Bee, Daniela Lavender, Matt Salinger, Michael Mantell

         A los seguidores de la directora Isabel Coixet les extrañará hasta lo incomprensible que una representante clásica del cine de autor, usualmente abonada a una visión dramáticamente pesimista de la vida y de la naturaleza humana, nos entregue una comedia agridulce pero optimista o, como dice la propia autora: una oportunidad de hacer una película que al salir no te quieres cortar las venas. Y soy testigo de que lo consigue plenamente. Entré sin convencimiento y salí con el regusto complaciente que dejan las comedias bien hechas y mejor acabadas, porque no se trata, contra lo que pueda pensarse, de un género “fácil”, frente al drama, sino todo lo contrario: el más difícil de los géneros, de ahí la importancia de directores como Lubitsch o Wilder, por ejemplo, maestros consumados de ese género y cumbres de la historia del cine.
         Aprendiendo a conducir se inspira en un hecho real narrado en un reportaje periodístico, pero la directora hizo suya la propuesta porque enseguida vio el paralelismo que había entre aquella historia y su propia vida, tras separarse de su compañero y, estando en Los Ángeles, tomar la decisión de aprender a conducir, una destreza que no incluye, a día de hoy, según confesión propia, la técnica del aparcamiento. Cualquier pretexto es bueno para, desde la vida cotidiana, desde lo que entendemos por una película “costumbrista”, ahondar en el estudio de eso que, con pomposa solemnidad, denominamos la “naturaleza humana”. La situación de partida es un proceso de separación entre una crítica literaria y su marido, quien la abandona por una escritora más joven que ella. La hija se ha ido a vivir a Vermont, siguiendo a su pareja, para tener una intensa experiencia vital del contacto con la naturaleza, por lo que ella, una vez separada, no puede ir a verla sin aprender previamente a conducir, algo que abomina. Como la escena de la separación se produce en el interior de un taxi conducido por quien está pluriempleado como profesor de autoescuela, un indio de la secta Sij que le deja su tarjeta a la crítica tras dejarla, deshecha emocionalmente, en su casa, enseguida se establece el vínculo entre ambos protagonistas, quienes van a protagonizar uno de esos choques muticulturales que, cuando es relatado desde el lado de la nacionalidad del emigrante, da pie a productos culturales etiquetados como cine étnico, novela étnica, etc. En este caso, el punto de vista del narrador se mantiene equidistante y exquisitamente objetivo, por lo que cualquier juicio ha de caer del lado del espectador, aunque la naturaleza humana del doble conflicto, el drama de la separación de la wasp americana y el matrimonio concertado del indio sij no implican la necesidad de posicionamiento ideológico alguno: nos hallamos en el tenebroso, desconcertante y contradictorio mundo de los sentimientos, por lo que todo es posible e imposible al tiempo y nada es inexplicable. Lo hermoso de la película es la sutileza con que la directora ha sabido reforzar la buena labor tejedora del guion, porque, por sus escenas contadas, ambas historias van confluyendo poco a poco hasta estrecharse en un nudo del que el desenlace dará ajustada cuenta, y no al modo alejandrino, ciertamente.

         Como ocurre en el género de la comedia, buena parte del mérito del éxito de una película depende de los intérpretes, porque hacer llorar lo consigue casi cualquiera, pero hacer reír y conmover en el mismo guion, con convicción y persuasión, no está al alcance de todos. Al estilo de aquellas parejas como Tracy y Hepburn en Adivina quién viene esta noche (1967) e incluso Brando y Simmons en Ellos y Ellas (1955) o Eastwood y MacLaine en Dos mulas y una mujer (1970), recordadas así a bote pronto, la pareja formada por Ben Kingsley (tan reconocido que casi ni necesita el elogio merecidísimo de su actuación, en la que este crítico ha visto una lejana influencia del Peter Sellers de El guateque (1968), donde el actor inglés representa también a un indio, pero no sij) y  Patrica Clarkson (a ella ha de recordársela por su divertido papel en Si la cosa funciona (2009) de Woody Allen) alcanza una química interpretativa que consigue estupendos momentos a lo largo de toda la proyección, y no solo por el contraste cultural entre ambos, sino por la relación que se va estableciendo entre sus situaciones personales.  Es evidente que el argumento presenta unos giros cuya naturaleza sorpresiva (y motora, respecto de la acción) me impide decir nada, de modo que aquellos espectadores que tomen la buena decisión de pasar un rato estupendo han de fiarse del buen criterio de este crítico para catar este melón multiétnico sobre la vida y sobre el amor y, sobre todo, no tanto sobre el aprendizaje de conducir, sino sobre el aprendizaje de conducirse, porque lo que está en juego, al fin y al cabo, es cómo toma uno las riendas de su propia vida para que los demás no nos gobiernen a su antojo. Por suerte, el azar siempre aparece con el rostro del bien, y un aprendizaje básico de la vida es saber reconocerlo y entregarse a él sin reservas, con la imprescindible humildad que nos permita ponerlo de nuestro lado.

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