lunes, 23 de febrero de 2015

Magical Girl, una cinta prometedora de Carlos Vermut.



                            


Magical Girl o los bajos fondos de la moral en un guion que chirría.


Título original: Magical Girl
Año: 2014
Duración: 127 min.
País: España
Director: Carlos Vermut
Guión: Carlos Vermut
Fotografía: Santiago Racaj
Reparto: Luis Bermejo, José Sacristán, Bárbara Lennie, Lucía Pollán, Israel Elejalde, Alberto Chaves, Teresa Soria Ruano, Miquel Insúa, Elisabet Gelabert, Javier Botet

        El hecho de no haber obtenido en la gala de los Goya –a excepción del de la mejor actriz protagonista, para Bárbara Lennie; inexplicable, por cierto, si se ha visto el increíble trabajo de Ingrid García-Jonsson en Hermosa Juventud (2014), de Jaime Rosales, la gran olvidada de la noche– el reconocimiento que algunos le auguraban, ha hecho que me entraran ganas de ver esta película sin la presión de tener que hacerlo con antelación a la entrega de los premios. El visionado de películas tiene poco que ver con los juegos de apuestas y los galardones que poco o nada se avienen con el cine con mayúsculas. ¿O hemos de recordar que ni Hitchcock, ni Welles, ni Kurosawa ni Fellini ni tantos otros, recibieron jamás un Oscar al mejor director? 
            Desde la serenidad de ponerme ante una película tan arriesgada sin siquiera conocer otras opiniones críticas que me pudiesen influir, he de decir, después de haberla comenzado a ver con un interés extraordinario, que la obra decepciona más de lo que complace, aunque las historias cruzadas, al estilo de algunas películas de Robert Altman, por ejemplo, tienen un grado de interés que, sin embargo, no ha acabado de hacerme ver las virtudes que un guion lleno de elipsis antes bien hunde que no refuerza, porque, más allá de las obviedades por las que se han de saltar necesariamente, hay demasiados vacíos en las historias que imponen una fría distancia entre los hechos narrados y el espectador ignaro. Ya entiendo que Carlos Vermut practica el arte de la sugerencia, antes que el de la explicitud, y que quiere que nosotros complementemos lo secreto que se esconde, tanto en la vida de la protagonista, con una extraña relación con su esposo y psiquiatra, como en la del profesor con quien ha mantenido una relación, que nunca se aclara, desde que ella era adolescente –y aquí es donde aparece lo mejor de la película, la magnífica, aunque demasiado breve, interpretación de un José Sacristán en pleno dominio de sus recursos dramáticos y poseedor de una voz llena de matices–, o como en la del propio padre de una criatura enferma de leucemia que acaba de ser desahuciada por los médicos –la revelación de una actriz como Lucía Pollán, cuya frescura y espontaneidad, además de su fotogenia, le auguran una prometedora carrera de actriz, si persevera. Estas elipsis de las que hablamos no tienen el lirismo de las de algunas películas, como Boyhood, sino que proceden de una falta de claridad del guion, que acaso no ha seleccionado, a mi parecer, la información decisiva para cuajar una buena historia, es decir, un cruzamiento de historias que funcione como un hilo narrativo absorbente.
Toda la película –y eso se ha de entender desde la dificultad que le ha supuesto al director conseguir la financiación adecuada, lo que la convierte en un meritorio esfuerzo profesional y en un ejemplo de hasta qué punto el talento se impone a los recursos– ofrece una desnudez excesiva, lo que la priva de un cuerpo y una puesta en escena que nos permita centrarnos en la trama. Aunque la simplicidad de esta hace que a veces reparemos más en aquella desnudez. Los personajes parecen concebidos desde una perspectiva alejada del realismo, con aquella esencialidad torturada de las almas bergmanianas, centradas con dolorosa intensidad en sus tragedias; pero sus actos, por el contrario, se ajustan demasiado a la cotidianidad como para que el espectador no advierta que hay algo que chirría en este contraste. Así, por ejemplo, el turbio pasado de la protagonista no se compadece con la facilidad con que se deja chantajear por el padre de la niña enferma, máxime cuando sabe que si vuelve a mentir a su pareja, lo que se sumaría a las muchas otras mentiras que ya le ha dicho, conllevaría una separación fulminante. De idéntico modo, la misma vida del padre y de la hija, con unas insólitas ausencias del padre de la casa familiar, resultan demasiado “peliculeras”, permítaseme la expresión, ateniéndonos a la situación que atraviesan, una vida en común inmersa en una atmósfera fantasmal incongruente. Con todo, la deriva delictiva del profesor en paro para hacer realidad el sueño de la hija: poseer el vestido oficial de su heroína japonesa de cómic: Magical Girl, junto con su cetro, todo ello al precio de 27.000 euros, aunque pueda entenderse como un regalo de despedida, me sigue pareciendo una situación en exceso pueril, sobre todo cuando el padre ni siquiera es consciente de los muchos peligros a que puede enfrentarse, al dar tan peligroso e inexperto paso como el de la extorsión mediante la que conseguirlo.
Todos estos ingredientes, así pues, difícilmente captan la atención del espectador y le inducen un cierto sopor contemplativo del cual solo despierta cuando entra en escena el antiguo profesor de la mujer loca, José Sacristán. El rumbo de la historia, así que toma el relevo de los otros protagonistas mejora la película y despierta un interés por ella que hasta ese momento no existía. La película se adentra, entonces, por terrenos más familiares, como el del thriller, porque José Sacristán, de quien no se explican en ningún momento las razones por las cuales, por culpa de su amour fou por su alumna, Bárbara Lennie, ha pasado más de diez años en prisión, impone su presencia vengadora con una contundencia visual muy atractiva. Es curioso, por cierto, cómo el cambio de rol se materializa a través de un cambio de vestuario que se parece en todo al ritual de los toreros para vestirse antes de ir a la plaza, y que recuerdan, en parte, el cuidado que por su aspecto exhibía Alain Delon en El samurái (1967) de Jean-Pierre Melville, una de las cimas francesas del género negro.
        La película combina mal naturalidad y artificio, y a veces no sabemos si nos hallamos dentro de una película madrileña de costumbres, de extrañas costumbres, o bien en otros terrenos, propiamente esotéricos, como los de Eyes Wide Shut (1999), de Kubrick, pero, por supuesto, sin la magnificencia visual del director norteamericano. Con estricta contemporaneidad, es curioso comprobar el interés de dos películas, La isla mínima (2014) y esta Magical girl por las prácticas sexuales esotéricas de alto riesgo. En Magical girl, sin embargo, eso sirve de contrapunto a la supuesta obsesión poética del padre para satisfacer el sueño último de una hija próxima a desaparecer. Como si fuesen el anverso y el reverso de la moneda de la realidad y no hubiera ningún sueño, por hermoso que sea, que, en un mundo paralelo, no tenga su pesadilla. De todo eso es de lo que nos habla Magical girl, aún en forma de tentativa, pero estoy seguro de que Carlos Vermut pronto lo hará, en su nueva película, en forma de tentación, porque el final del film nos deja un regusto tan bueno en los ojos que pedíamos, mientras lo contemplábamos, que eso fuera el principio de la historia, en lugar de su punto y final.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Carlos Marqués-Marcet: Goya al mejor director novel.



                          


10.000 km: las limitaciones del Skype o la lucha entre el destino individual y la vida de pareja.

Título original: 10.000 km.
Año: 2014
Duración: 98 min.
País: España
Director: Carlos Marqués-Marcet
Guión: Carlos Marqués-Marcet, Clara Roquet
Fotografía: Dagmar Weaver-Madsen
Reparto: Natalia Tena, David Verdaguer



         De nuevo tenemos la suerte de hacer una crítica de una ópera prima y, en este caso, además, de una cinta más que atrevida, no solo formalmente, sino también temáticamente, porque el tema que plantea, la prevalencia del proyecto individual de la mujer frente al del hombre o el de la pareja, incluida la posibilidad de la descendencia deseada, es todo un clásico de ayer, de hoy y de siempre. La película, por la que su director Carlos Marqués-Marcet ha ganado el goya al mejor director novel, no cae abiertamente en el subtema de la guerra de sexos, habitualmente tratada en el cine en clave de comedia, con resultados a veces excelente, sino que aborda, desde la seriedad e incluso el dramatismo, esa dicotomía a la que tantas mujeres se enfrentan y que les exige tomar decisiones muchas veces dolorosas. Desde la perspectiva formal, son muchas las innovaciones, al menos dentro de lo que es habitual en el cine español, porque la ingeniosa historia utiliza recursos que, hasta ahora al menos, no se habían explotado de la manera como lo hace esta película, y quizá de ahí el reconocimiento de la Academia del cine a la propuesta fílmica de Carlos Marqués-Marcet. La historia es muy sencilla y de ninguna manera el hecho de conocerla arruina ninguna sorpresa a los espectadores, porque hablamos de una película construida sobre silencios, malentendidos, dudas, decisiones difíciles y el intento de salvar una distancia que acabará imponiendo sus leyes a los protagonistas. No hablamos, como ya vimos en el caso de Her (2013) de Spike Jonze, de una relación hombre solitario-sistema operativo, sino de una relación humana mediatizada por el uso de las nuevas tecnologías y una explotación argumental sobre sus límites en estos tiempos en que l famosa “movilidad exterior”, que es como definió Fátima Báñez la necesidad de emigrar para hallar trabajo, obliga a unas difíciles relaciones de pareja a muchos jóvenes y no tan jóvenes. El mérito de Carlos Marqués-Marcet es haber dirigido una película profundamente humana alrededor de estas relaciones difíciles y de haber salido con bien, en términos generales, del empeño, teniendo en cuenta la complejidad tanto del rodaje como del mínimo pretexto argumental que ha dado pie a la creación de la película. El hecho de que el peso de la cinta recaiga exclusivamente en la pareja protagonista era un reto del que solo en parte podemos decir que ha salido victorioso, porque, dejando de lado la previsibilidad de muchas reacciones, y un cierto aburrimiento de otras, que se alargan innecesariamente sin aportar a la trama más que la necesidad de que pase el tiempo para explicar los cambios en la pareja, no siempre Natalia Tena –una conocida actriz, al parecer, de la serie Juego de Tronos– y David Verdaguer están a la altura de lo que de ellos esperan los espectadores, esto es, dejarse llevar por sus actuaciones y vivir desde dentro su conflicto amoroso. He de reconocer que la descripción realista de la intimidad amorosa, incluida la vertiente sexual explícita, es muy difícil de conseguir en el cine, porque el lenguaje amoroso de una pareja tiene siempre algo de código que solo ellos comparten y que, por lo general, suele ser no poco ridículo o absurdo para un espectador ajeno a dicha relación. Si a esta ausencia de empatía que este crítico ha sufrido en no pocos pasajes de la cinta, se añade la más que seria dificultad de captar auditivamente abundantes diálogos de la película, sobre todo en los primeros compases del brillante plano-secuencia inicial que abre la historia y que, en cierta manera, la determina, porque mediante un calculado juego de espacios, muy próximo al uso que hacía Rosales del plano dividido en La soledad (2007), el director nos sitúa en el eje del conflicto: la traición de la cual se siente víctima el protagonista, porque su pareja ha urdido a sus espaldas un plan para conseguir un objetivo profesional estrictamente individual y que comportará, además, la separación física de la pareja y el abandono de los planes de futuro inmediato, que pasaban por tener descendencia. El plano-secuencia está muy conseguido y la naturalidad de la vida en común de la pareja tiene una naturalidad, algo fría, con todo, que choca, sin embargo, con la frialdad mayor que la sustituirá cuando se materialice la separación; y aquí es donde irrumpe el recurso del Skype y los correos electrónicos para explorar hasta qué punto es posible mantener el rescoldo de una relación aparentemente satisfactoria a 10.000 km de distancia que, no por capricho, ciertamente, es el título de la película. El uso del ordenador como extensión de la materialidad corporal de los personajes es, fílmicamente, todo un hallazgo, e incluso hay momento de lograda intimidad entre los intérpretes, siendo las pantallas de ambos ordenadores un elemento dramático en absoluto extraño en el seno de la relación. En otras ocasiones, sin embargo, desciende mucho el interés por el desarrollo de los hechos que marcan su relación amorosa; sobre todo en aquellos momentos más descriptivos de la cotidianidad , del día tras día de las actividades de ambos y, principalmente, en la morosa descripción de la evolución de los sentimientos de ambos miembros de la pareja con el cambio a que obliga la nueva situación; un progreso que se marca con la inserción de los intertítulos, al estilo del cine mudo, donde se refleja la rigurosa exactitud de los días que llevan separados, un recurso que enseguida se convierte en un peligro, porque a medida que crece el distanciamiento empático con lo que ocurre en la pantalla, el espectador se entretiene en llevar ese cómputo y, como es lógico, se asusta ante la morosidad con que pasan los días para llegar a los 365 mencionados al comienzo de la separación. Lo que sí me permitirá el lector que frecuente esta sección del diario, justo al llegar al punto crítico de la crítica, es decir, el desenlace de la historia que se nos escenifica, que le ahorre una descripción pormenorizada de ese desenlace, quizás uno de los mejores momentos de la obra, porque, aunque sin diálogo y a pesar de utilizar un recurso demasiado tradicional en una película que se reclama innovadora, la ingesta de alcohol para reunir valor, el espectador enseguida palpa la verdad humana existencial que transmiten las reacciones de ambos personajes. Como experimento, merece la pena ver la película, por más que alguien pueda no sentirse atraído por un desarrollo demasiado plano en cuanto a la realización y excesivamente moroso en el ritmo narrativo de una historia en la que no siempre las interpretaciones son tan eficaces dramáticamente como en el inicio y en el contundente final.

jueves, 12 de febrero de 2015

Rififi en la trilogía Nueva York-Londres-París de Jules Dassin



                         


Rififi, de Jules Dassin, un clásico inmortal del género negro.
Título original: Du rififi chez les hommes
Año: 1955
Duración: 117 min.
País: Francia
Director: Jules Dassin
Guión: Jules Dassin, René Wheeler, Auguste Le Breton
Música: Georges Auric
Fotografía: Philippe Agostini (B&W)
Reparto: Jean Servais, Carl Möhner, Robert Manuel, Jules Dassin, Magali Noël, Pierre Grasset, Robert Hossein, Janine Darcey, Marie Sabouret, Claude Sylvain.

           
         De tanto en tanto, como ya lo anunciamos al inaugurar esta sección de El ojos cosmológico, es mi intención ir rescatando, para los enamorados del cine, algunas películas cuyo visionado, al margen del febril ritmo de producción de los estrenos semanales, nos ofrezca un placer garantizado y, en este caso concreto, de lo mejorcito de un tipo de películas que gozan del aplauso de los aficionados: el cine negro, aunque “noir” sería la palabra adecuada para esta película de producción francesa, dirigida por el norteamericano Jules Dassin, nacido Julius en Connecticut, pero naturalizado europeo poco después de abandonar su país por la delirante persecución anticomunista del tristemente famoso senador McCarthy.
         Jules Dassin no es un director que haya conquistado la fama de autores como Welles, Hitchcock, Huston o Kubrick, pero con estos dos últimos forma la triada de, acaso, las más famosas películas del género y, específicamente, del subgénero del atraco perfecto: La jungla de asfalto (1950) y Atraco perfecto (1956). Así pues, esta Rififi es, sin duda, la gran olvidada, a nivel del gran público, y la que merece, por consiguiente, una revisión yo diría que urgente, no solo porque es un justo tributo a su excelencia como película, sino porque no podemos olvidar el lugar de excepción que ocupa juntamente con las de cineastas de tanto mérito como Huston y Kubrick.
Rififi fue  la segunda película “europea” del director, pero ha de entenderse como la culminación de una trilogía que se inició con La Ciudad desnuda (1949),  de la que enseguida hablaremos, y Noche en la Ciudad (1950), la primera película de su exilio forzado, rodada en Londres. Las tres tienen muchos puntos en común y además convierten a Jules Dassin en el único director que ha rodado tres películas extraordinarias de cine negro en tres capitales fundamentales del cine: Nueva York, Londres y París. La presencia de la ciudad va, en todas ellas, mucho más allá de la estricta función decorativa o marco físico de la trama. Sobre todo en la penúltima película de su etapa norteamericana, La Ciudad desnuda, una película de cine negro de carácter experimental a medio camino entre el documental y la clásica trama del género. Tomando como hilo conductor los pasos profesionales de una brigada de investigación criminal, con un fantástico recurso de la voz en off que nos narra con pelos y señales los procedimientos policiales en caso de asesinato, y con la aparición estelar de un todopoderoso actor como Barry Fitzgerald, a quien los espectadores recordarán en su magnífico papel de borrachín en El hombre tranquilo (1952) , de John Ford, Jules Dassin ofrece un retrato en blanco y negro de la ciudad de Nueva York que habría de ser recordado como un antecedente inequívoco del que hace ya algunos años hizo Woody Allen en Manhattan, mucho más famoso, éste, pero no más conseguido ni interesante. Con unas cámaras constantemente rodando en exteriores, tomándole el pulso a la vida cotidiana, La ciudad desnuda es un auténtico experimento que respeta al tiempo las leyes del cine documental y las de la ficción.
Centrándonos en Rififi, que es la revisión que hoy recomendamos, la verdad es que resulta difícil hallar términos ecuánimes que huyan de la admiración incondicional que siento por la película, una muestra perfecta del mejor cine negro jamás rodado. La película forma parte, como ya he dicho, del subgénero del atraco perfecto, y en esta, además, la realización del atraco, en la mitad de la película, dividiéndola en dos mitades casi simétricas, se convierte en uno de los momentos estelares del subgénero: 32 minutos de secuencia sin una palabra y sin música, llenos de una tensión excepcionalmente descrita mediante una puesta en escena maravillosa y mediante el uso de unos recursos se soberbio ingenio, como lo demuestra el uso del paraguas como herramienta para recoger, durante la apertura del acceso a la joyería mediante la técnica del butrón desde el piso superior. El baile constante de primeros planos, cediendo la iniciativa expresiva de la secuencia a la interpretación de los actores es difícilmente olvidable. La película tiene, no obstante, un tono desesperanzador y casi crepuscular, porque el protagonista, un magnífico Jean Servais, que sale viejo y enfermo de la prisión, después de haber cargado él, por lo que se dice, con culpas ajenas, para encontrarse con que su pareja le ha abandona, y de la que se insinúa que pueda haber tenido algo que ver en su caída, porque de otra manera es casi incomprensible que solo por celos la azote con un cinturón hasta dejarle cruelmente marcada la espalda, una acción que sucede fuera de campo, lo cual añade, sin duda, más dramatismo a la escena, que es lo que ocurre cuando se nos deja imaginar en vez de mostrárnoslo. Aficionado a las timbas clandestinas, el protagonista, Tony Le Stephanoise, acepta participar en un atraco que, al final, él se encarga de dirigir con la solvencia de un gran profesional. Como contrapunto que aligere un poco la tensión electrizante de la cinta, hay una pareja de atracadores, ambos de origen italiano que permite la creación de un tono bienhumorado al tiempo que la aparición de un erotismo salvaje en absoluto menospreciable, por su atrevimiento en aquella época., aunque en dosis perfectamente calculada para no distraer al espectador. Anecdóticamente, el mismísimo Jules Dassin se encargó de interpretar el papel del técnico reventador de cajas fuertes, un Don Juan interpretado magistralmente por el director, con una fuerza de convicción absoluta. Mediante ese personaje, Dassin expresó su crítica a la trágica situación creada en su país de origen por las delaciones de la época del maccarthismo, sobre todo en una escena que de ninguna de las maneras me permito desvelar.
La fotografía en blanco y negro de la película, así como la visión del París de la reciente posguerra son importantísimos alicientes para comprar esta película y reservarle, después de haberla visto, un lugar de honor en la filmoteca particular de cada cual. Pocas veces los códigos del género han tenido una plasmación tan poderosa como en Rififi: la lealtad, la mujer fatal, el plan ingenioso, el azar que todo lo trastoca, la creación de atmósferas cargadas, etc. Estamos, pues, ante una de las cimas del cine negro y bien podemos decir que no hay en la película ni un solo plano que sea gratuito. Todo está medido al milímetro y, sobre todo, el final, uno de los grandes finales líricos de este género. Lamento no extenderme más en el desarrollo de la trama y en las relaciones interindividuales que llenan la trama con gran densidad y crudeza, pero, de ninguna manera el espectador puede sentarse a verla sabiendo qué sucederá tras cada escena. Lo que sí puedo desvelar es que, en un ambiente de cabaret absolutamente típico, la interpretación de una canción y una coreografía puestas en escena con un poder visual magnífico, le permitirán entender al espectador el significado del título.
Rififi tuvo tanto éxito que no tardaron en aparecer imitaciones y, sobre todo parodias, como las italianas, encabezadas, sin embargo, por una versión cómica a cargo de Mario Monicelli, Rufufú (1958), cuyo nivel artístico roza el del original, y en la que sin duda se inspiró José María Forqué para rodar Atraco a las tres (1962) muy valorada últimamente, situada a la altura de las mejores obras de Luis García Berlanga, y cuya visión recomiendo cada vez que tengo la oportunidad de hacerlo, como ahora.

miércoles, 4 de febrero de 2015

Nightcrawler, magnífica ópera prima de Dan Gilroy.

    
       
 Nightcrawler o una parábola satírica sobre los fundamentos del capitalismo.

Título original: Nightcrawler
Año: 2014
Duración: 113 min.
País: Estados Unidos.
Director: Dan Gilroy.
Guión: Dan Gilroy
Música: James Newton Howard
Fotografía: Robert Elswit
Reparto
Jake Gyllenhaal, Rene Russo, Riz Ahmed, Bill Paxton, Kevin Rahm, Ann Cusack, Eric Lange, Anne McDaniels, Kathleen York, Michael Hyatt.

                   ¡Qué placer de película! Tan atrevida, por el tema y el tratamiento, como inteligente y, sobre todo, divertida, gracias a una puesta en escena que incluye una actuación privilegiada de Jack Gyllenhaal. Es cierto, sin embargo, que se trata de una sonrisa que a veces se nos congela en los labios, teniendo presente los hechos sobre los cuales construye su ópera prima el director Dan Gilroy, acerca de una rama sórdida del periodismo audiovisual, la de la captura in situ de las imágenes impactantes de los sucesos trágicos en los que hay derramamiento de sangre, y a las que tan aficionado es el periodismo sensacionalista. El retrato impagable de los medios sensacionalistas es, por lo tanto, junto a la peripecia individual del protagonista, el otro gran tema de la película. Ello me hizo pensar, mientras la vía, en una película acaso olvidada pero digna de revisión, me refiero a Network (Un mundo implacable) (1976), de Sydney Lumet, en la que se anticipa lo que en esta vemos con idéntico patetismo.
         Siempre hay algo mágico y privilegiado en el hecho de asistir al nacimiento de la carrera de un nuevo director, desde la óptica de un crítico, porque eso significa poder hacer un seguimiento estrecho de su trayectoria y ver en qué dirección va dando sus pasos artísticos y hacia dónde le llevan. De momento, este estreno se puede calificar de sobresaliente. Con una escasez de elementos argumentales que llaman la atención,  porque la acción se reduce a las andanzas de un personaje omnipresente, una actuación que invita a ser nominado para los Oscar, Gilroy construye una fábula satírica sobre los fundamentos del capitalismo neoliberal mediante el retrato ajustado de un emprendedor autodidacto que inicia una carrera profesional inmaculadamente perversa, siguiendo los criterios impagables de sus investigaciones en internet para prosperar en el mundo de los negocios, y que publicita y a los que se ajusta escrupulosamente en el transcurso de la acción. Al estilo de lo que se narra en El lobo de Wall Street (2013) de Scorsese, un ser sin escrúpulos morales trata de abrirse camino a cualquier precio en el mundo de las exclusivas sensacionalistas, con una determinación solo parangonable a su fría, abominable y calculadora maldad. Ningún obstáculo se interpondrá entre él y su camino emprendedor. Su falta de empatía le garantiza la consecución de sus objetivos, bien definidos, los cuales “implementa” con una eficacia digna de mejor causa. No hubiera estado de más que Gilroy hubiera introducida alguna referencia a Jordan Belfort, el broker real en el que se basó el personaje de Di Caprio en la película de Scorsese.
 En cierta manera esta cinta sería el reverso de otra fábula acertadísima sobre el capital. Me refiero precisamente a la que lleva el nombre del sistema económico en el título, El capital (2012) de Costa-Gavras. Si la de Gavras sería el retrato del gran capital, Nightcrawler sería el retrato del capitalismo popular que puso de moda Margaret Tatcher y que hizo furor en la España de los 80, cuando cualquiera que tuviera unos ahorros, por modestos que fuesen, creyó que podría convertirse en un broker o en lo que entonces se llamaba un “tiburón” de los negocios.
La película, más allá del excelente retrato del protagonista, pone el foco sobre unas prácticas periodísticas que hasta ahora han pasado desapercibidas para los espectadores no norteamericanos, porque la competición entre las televisiones privadas en aquel país por comprar imágenes que  les permitan subir en la cuota de pantalla que determina el seguimiento o no en el puesto de trabajo en las emisoras, aún no ha alcanzado entre nosotros el grado de virulencia y explicitud  propias de aquel país. Son impagables las caras de sharetisfacción que exhibe la directora del informativo, cuyo puesto peligra, caso de no poder tener esas imágenes, por indignas y humillantes que sean. El choque de fuerzas e intereses que se desarrolla entre el emprendedor y la periodista del canal de televisión, Rene Russo, la mujer del director, a quien habíamos visto en películas tan taquilleras como En la línea de fuego (1993) de Wolfgang Petersen, con Clint Eastwood, y que en esta borda el papel de una mujer desesperada por la presión de la pérdida de cuota de pantalla que puede devenir su sentencia de muerte profesional, se convierte en un duelo profesional y personal entre los dos protagonistas que alcanza, sin duda, un nivel de excelencia interpretativa. Para hacernos a la idea del tipo de periodismo del que hablamos, acaso la mención del semanario El Caso –tan famoso en los tiempos del tardofranquismo y durante los primeros años de la Transición, uno de cuyos periodistas tiene, por cierto, un importante papel en la fantástica película La isla mínima (2014)– fuera válida si no fuera porque buena parte de la juventud es posible que ignore a qué tipo de publicación me refiero, porque nada hay ahora en el mercado que se le asemeje.
Es muy probable que haya quien, al ver el tipo de psicótico que tiene delante de sus ojos, en la pantalla, y su patrullar nocturno por la ciudad a la espera del momento en que pueda capturar la señal de radio de la policía que le dirija a la noticia en un intento constante de avanzarse a sus competidores, pueda pensar en su posible parecido con el Travis Bickle de Taxi Driver (1976) de Scorsese, sobre todo por el proceso de autoafirmación de ambos, pero la dimensión de uno y de otros es muy diferente: mientras Travis se considera una suerte de salvador, un ángel nocturno que protege a los buenas frente a las fueras omnipresentes del mal, Lou Bloom –y el apellido es bastante significativo: florecimiento, es decir, la predestinación al éxito– es propiamente el mal, una de sus encarnaciones, quien hará lo imposible para conseguir los objetivos marcados en su plan estratégico de desarrollo de su empresa, sin más lealtades que la consecución de aquellos.
La película tiene en su interior suficientes registros genéricos como para satisfacer a diversos sectores de audiencia, teniendo en cuenta que la trama tiene ingredientes propios del thriller, de la intriga psicológica y, por descontado, del análisis de la cuestión social y las relaciones amo-criado en el seno de las relaciones de explotación laboral. Hay en el trasfondo de esta trama de ambiciones desmesuradas, una disección de las relaciones humanas tan hiriente como precisa, hecha con una habilidad de cirujano que no precisa de amputaciones escandalosas ni de derramamientos de sangre para extraer de ella el retrato preciso de las más turbias y primitivas pasiones humanas. Todos los amantes del cine estamos, por lo tanto, de enhorabuena con el debut de este principiante Dan Gilroy, que tiene firmes maneras de maestro.