viernes, 30 de enero de 2015

Tyldum en tierra ajena: Imitation Game


                                                        


Imitation Game o la inadaptación social de las mentes privilegiadas.


Título original: The Imitation Game
Año: 2014
Duración: 114 min.
País:  Reino Unido
Director: Morten Tyldum
Guión: Graham Moore (Libro: Andrew Hodges)
Música: Alexandre Desplat
Fotografía: Óscar Faura
Reparto: Benedict Cumberbatch, Keira Knightley, Mark Strong, Charles Dance, Matthew Goode, Matthew Beard, Allen Leech, Tuppence Middleton, Rory Kinnear, Tom Goodman-Hill, Hannah Flynn, Steven Waddington, Alex Lawther, Jack Bannon, James Northcote, Ancuta Breaban, Victoria Wicks

         Del director de la magnífica Headhunters (2011), Morten Tyldum, hubiéramos podido esperar una película con algo más de gancho y con un guion, si no tan trepidante como el de aquella revelación, al menos no tan apagadito como el de esta biografía (en parte biopic) parcial de un científico, Alan Turing, cuyos trabajos pioneros en lo que se llamaron “las máquinas de Turing” han permitido a la cibernética llegar al estadio de su desarrollo actual.
El caso del desciframiento de las claves de Enigma no es la primera vez que llega al cine El director Michael Apted, un auténtico todo terreno de la dirección, llevó a las pantallas la película Enigma (2001), bastante más sosa que esta de Tyldum, y en la que, extrañamente, no es Alan Turing el matemático que lleva el peso de la investigación para descifrar el código mediante el cual los alemanes emitían sus mensajes. Parece, pues, que la criptografía no es disciplina que “dé bien” en las pantallas. Y aún menos todos los trabajos de investigación que Turing desarrolló en el ámbito de la computación antes y después del caso Enigma. Suele pasar con frecuencia: hay disciplinas, como todas las que tienen que ver con el pensamiento abstracto, que son realmente ingratas a la hora de llevarlas a la pantalla, porque a los espectadores nos cuesta mucho ponernos, por  ejemplo, en la vivencia íntima del agitado mundo de elucubraciones que precede al Eureka! Final que lleva a la resolución del problema. Siempre nos quedamos con una visión demasiada superficial de esos procesos. Por ejemplo, junto a Turing trabajan cuatro personas, de las cuales nunca sabemos “exactamente qué demonios hacen y cómo contribuyen al objetivo común. Más parecen un recurso para rellenar la escena que propiamente un elemento fundamental de la trama, al menos en la parte del caso enigma que es la que más se extiende.
Imitation Game se centra, por su clásica de flash-backs, la historia de una mente prodigiosa poco hábil, como dita el tópico inevitable per cierto, para las relaciones sociales, Desde esta técnica, la película, demasiado morosa sin ser por ello más detallista, a mi parecer, nos ofrece la revisitación del pasado del personaje, sobre todo de su relación adolescente homosexual con su primer amor, en el marco de la vida escolar; del mismo modo que, desde el presente desde el que se evoca, se nos narra su vida como adulto. Hay una novelización de algunos elementos de la trama con la finalidad de otorgarle un cierto pathos dramático a los acontecimientos, cosa que raramente consigue.
Lo verdaderamente importante de la película, con todo, es el presente que Turing ha de sobrellevar con una dignidad que le honra: ser acusado de mantener relaciones homosexuales, algo que abiertamente confesó cuando fue interrogado por la policía tras denunciar el allanamiento de su morada por un ladrón, como si de una reedición del caso Wilde se tratase, dado el eco público que tuvo el proceso, y que en la película se obvia. En Inglaterra, la homosexualidad fue considerada delito con penas de prisión hasta 1967 (en Escocia, hasta 1980). Turing no se esconde y acepta la terrible condena correspondiente: entre la prisión y l castración química, escogió, incomprensiblemente, la segunda, con la consiguiente revolución hormonal que lo desfiguraría –esto, sin embargo, no se muestra en la película, aunque probablemente la hubiera hecho más interesante-, haciéndole ganar peso, contemplando el abultamiento de los pechos y otros efectos secundarios bien conocidos, como la disfunción eréctil, todo lo cual precipitó, en un corto periodo de tiempo, su suicidio. Aunque Gordon Brown pidió perdón institucionalmente por el mal infligido al científico, hoy gloria nacional, Cameron le negó (¡en 2012!) la anulación de su condena porque cuando fue dictada, la homosexualidad era un delito. En 2013 fue la Reina Isabel quien promovió dicha exculpación.
Las películas biográficas dependen mucho, para satisfacer al público, de los actores que interpretan a los biografiados. En este caso, el peso fundamental de la película recae sobre el trabajo de Benedict Cumberbatch, quien, por suerte para ese público, ha salido más que airoso del reto. En todo momento es convincente, verosímil y capaz de transmitir la complicada y hasta misantrópica personalidad del científico, cuyo sentido del humor, irónico e incluso sardónico, se manifestará incluso en el momento de su muerte, por la referencia newtoniana que hallamos en la manera como escogió suicidarse: mordiendo una manzana en la que había inyectado cianuro, un elemento desaprovechado en la película, donde sólo se hace referencia a nivel anecdótico. Igualmente hemos de decir que buena parte del crédito de la película ha de ir a parar al joven actor Alex Lauther, por su maravillosa interpretación del Turing adolescente, llena de sensibilidad y fidelidad. Quizá el momento en el que el director del colegio le comunica la muerte de su primer amado es probablemente el más emotivo de toda la película.
No es fácil ser un genio, y menos aún convivir con ellos. Eso es lo que nos narra la película, si bien hay una falta de ritmo bastante notable, lo cual deviene un lastre a veces difícil de sobrellevar, y ello a pesar del interés innegable que tiene la biografía del personaje y las perfectas actuaciones very british school de todo el reparto. Hablar de la excelencia británica en cuanto a la recreación de épocas es hablar de algo reconocido universalmente, pero es justo volver a reconocerlo y agradecerlo, sobre todo cuando en otras cinematografías, como la española, por ejemplo, es una asignatura pendiente. Y no siempre es cuestión económica, conseguir la excelencia en este terreno, sino de tener la imaginación y la documentación necesarias.
A título anecdótico, porque Alan Turing es un desconocido para la mayoría de nosotros, muchos podemos reconocer parte de sus investigaciones en el sistema mediante el cual los ordinares actuales detectan si se trata de una máquina o de una persona quien quiere dejar un mensaje en un blog o cualquier tipo de aplicación que permita el intercambio de mensajes; me refiero al conocido test CAPTCHA, una forma invertida, al parecer,  de la prueba de Turing diseñada para evaluar la posible inteligencia de una máquina.




miércoles, 21 de enero de 2015

El amor, la política y el paisaje… Leviatán.


                          

Leviatán: Un duro drama íntimo y judicial al borde del círculo polar ártico.


Título original: Leviafan (Leviathan)
Año: 2014
Duración: 141 min.
País: Rusia
Director: Andrei Zvyagintsev
Guión:  Oleg Negin, Andrey Zvyagintsev
Fotografía: Mikhail Krichman
Reparto: Vladimir Vdovichenkov, Elena Lyadova, Aleksey Serebryakov, Anna Ukolova, Roman Madyanov, Lesya Kudryashova


           El hecho de escoger una localización tan extrema como la frontera con el círculo polar ártico, con unos paisajes que parecen más un medio hostil y un adversario, que el marco idóneo para tirar adelante una vida plena y armoniosa, marca de buen comienzo esta tragedia familiar que se manifiesta en dos vertiente: los conflictos en una pareja, por la desavenencia total entre el hijo y la madrastra, por un lado, a la cual se añade más adelante el adulterio; y, por otro, la amenaza de desahucio que sufre un hombre por el deseo arbitrario de un alcalde que quiere apropiarse de sus tierras para explotarlas él. Hay algo de El proceso kafkiano en los intentos del alcalde por arrebatarle al protagonista sus propiedades, aunque en lugar de la ausencia de un poder definido, en la novela de Kafka, en Leviatán es la corrupción del poder político y su ejercicio arbitrario lo que actúa sobre la vida del protagonista.
        A pesar de que el autor nos ofrece en clave de tragedia la pequeña anécdota de la lucha de un hombre aislado contra la arbitrariedad del poder, hay algunos momentos jocosos, por absurdos, que sirven de contrapunto al drama. Uno de ellos es, por ejemplo, la selección de retratos de antiguos dirigente de la URSS para practicar el tiro al blanco y el otro, sumamente hilarante, la lectura en sede judicial de dos sentencias íntegras, con pelos y señales, a una velocidad que les es imposible de seguir a los subtítulos, aunque ambas sean de gran importancia para la trama, porque se explican las razones del pleito y conviene estar muy atento. La escena, no obstante, tiene una comicidad que incluso parece fuera de lugar en un drama tan contundente como el de la lucha de un ser abocado al fracaso por defender su casa y sus tierras.
        La película, sin embargo, opta por in ritmo lento, casi el propio de la vida real, a veces excesivamente lento, lo cual, añadido al predominio de planos generales, americanos e incluso panorámicos, más la significativa escasez de primeros planos, algo nos quiere decir. Y aquí es donde hemos de considerar la intención de Zvyagintsev a la hora de ofrecernos una relación inequívoca ente el espacio y los seres humanos que lo habitan. A pesar de que la proximidad del círculo polar nos haría sospechar que los paisajes nevados, uniformes, serían predominantes en la película, esto no es así. Hay una gama de colores fríos en la película que tiran hacia el negro, como si el color de la principal industria de la zona, la minería, se hubiera apropiado de la película. Todo parece degradado y en proceso de destrucción, sin vida; un paisaje que tiene mucho que ver con el de algunas películas de Tarkovski, sobre todo la apocalíptica Stalker (1979) con un fantástico paisaje postnuclear muy parecido al real de la zona del Mar de Barents donde se ha rodado la película, un Tarkovski a quien el director reconoce como maestro suyo. La omnipresencia del mar y de sus restos, que llegan a alcanzar una significación simbólica, los viejos barcos de pesca abandonados o el impactante esqueleto de una ballena varada, nos hablan de unas vidas al borde de caer en el fracaso definitivo, porque, de hecho, ya viven una existencia sin muchas perspectivas, y, como se ve más adelante, sujetas a la arbitrariedad del poder que es encarnación del estado, el Leviatán del título.
        Con todo, y al margen del significado político de la anécdota argumental, hay una interpretación mítica del título, como el de un dios dispuesto a tragarse las víctimas de una tierra hostil donde no pueden sobrevivir, tal y como se aprecia cuando la mujer protagonista, Lilya (casi la Lilith bíblica, la primera mujer, pero sin su faceta rebelde)se auto inmola ante la imposibilidad de hallar una salida a su drama individual, dibujado en tono menor, como apagado por la imposición de un medio adverso que gobierna caprichosamente las vidas de los personajes, adictos todos al vodka, como si no pudiesen vivir sin el calor vital artificial que les proporciona. Casi podemos decir que no hay momento de la película en el que el vodka no tenga un papel preponderante y, a modo de anécdota, diré que el director ha revelado que en las escenas los actores lo bebían de verdad, no un sucedáneo, lo cual les permitía alcanzar un nivel de interpretación mucho más veraz. De hecho, las interpretaciones son todas magníficas, dentro de esa gesticulación glacial rusa tan cercana al hieratismo, y sobresale especialmente Elena Lyadova, llena de matices y capaz de comunicar el desgarro de su drama con ciertas miradas y con una economía de gestos admirable. El alma eslava de los personajes, aquella suerte de fatalidad y/o resignación ante el infortunio que ha sido protagonista de tantas novelas del realismo ruso tiene en Leviatán una presencia generosa. El destino trágico de la existencia gobernada por las fuerzas del poder que se impone arbitrariamente se resume admirablemente cuando, en la secuencia final de la película, en plano fijo, emerge la cabeza del leviatán moderno de la máquina de demolición que se mueve como una serpiente maligna para acabar con la existencia de quien se había opuesto a su poder sin restricciones, en una escena llena de belleza y de terror.
        Por el camino de la defensa numantina de sus derechos, y siguiendo el hilo de sus apelaciones judiciales, el personaje entra en contacto, y choque, no solo con el poder judicial, sino con el ejecutivo y aun el religioso, lo cual lleva implícita una denuncia del papel represivo que la Iglesia Ortodoxa rusa ha asumido desde la caída del comunismo. No hay estamento que se escape de la crítica, de igual manera que también para los protagonistas su aventura heroica deviene un callejón sin salida contra el que acaban estrellándose, dramáticamente.
        La película puede pecar por exceso, en todos los sentidos: duración, hermetismo, frialdad objetiva, abundantes planos descriptivos, etc., pero la recompensa visual que nos ofrece el director justifica el hecho de haberse ajustado al ritmo vital de unos personajes que viven en un espacio tan adverso y al mismo tiempo tan espectacular, desde el punto de vista paisajístico. Son frecuentes los planos del mar y de las olas rompiendo contra las rocas o muriendo rítmicamente en las playas, asociando la vida de los protagonistas a aquel ritmo cansino y horro de esperanza, porque la desolación es el único corolario de esta dura, pero necesaria, película que casi roza la condición de cine étnico, como si en la Laponia donde se desarrolla la acción estuvieran las vidas sujetas a otras condiciones muy distintas de las de los espectadores del resto del mundo.
       
         
        
       
         
        
        

martes, 13 de enero de 2015

Birdman:Entre la parodia y la tragedia: un Iñárritu diferente.

                              


BIRDMAN o la metamorfosis de la larva: el dulce veneno del teatro.


Título original: Birdman or (The Unexpected Virtue of the Ignorance)
Año: 2014
Duración: 118 min.
País: Estados Unidos
Director: Alejandro González Iñárritu
Guión: Alejandro González Iñárritu, Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris, Armando Bo.
Música: Antonio Sánchez.
Fotografía: Emmanuel Lubezki
Reparto: Michael Keaton, Emma Stone, Edward Norton, Zach Galifianakis, Naomi Watts, Andrea Riseborough, Lindsay Duncan, Amy Ryan, Merritt Wever, Joel Garland, Natalie Gold, Clark Middleton, Bill Camp, Teena Byrd, Anna Hardwick, Stefano Villabona.

         Cuando todos los aficionados al cine descubrimos al director Alejandro González Iñárritu en Amores perros el año 2000, enseguida nos convencimos que de detrás de una película tan poderosa, sugerente e impactante, había un director con una sensibilidad cinematográfica exquisita del cual podríamos esperar que nos ofreciese muchas tardes más de absoluta felicidad cinematográfica. Y no tardó en demostrarlo con obras tan rotundas como 21 gramos (2003) o Babel (2006). Quizás Biutiful (2010), rodada en Barcelona, y a pesar de ofrecernos una descarnada visión de la ciudad que no tiene nada que ver con la edulcorada y de patronato turístico de Woody Allen, sea la única que ha significado un ligero descenso del altísimo nivel conseguido con sus obra anteriores.
        Con Birdman (O la inesperada virtud de la ignorancia), cuyo hermoso subtítulo, de inspiración ilustrada, muy del estilo francés, nos indica con delicadeza un cierto camino de interpretación, Iñárritu nos ofrece una nueva orientación en su hasta el presente coherente carrera artística, empeñada en sondear los abismos de los aconteceres humanos, de su compleja naturaleza, y, sin moverse un ápice de la tragedia, se adentra en el mundo de la sátira y la comedia, si bien el trasfondo dramático de la historia es tan poderoso como en cualquiera de sus obras anteriores. Los “momentos” cómicos, sin embargo, están tan bien conseguidos que nos permiten sobrellevar la tragedia del protagonista. Podríamos hablar, recordando el título de la famosa película de Bertoluci,  La tragedia de un hombre ridículo (1981), de la dimensión grotesca del personaje, un actor famoso por sus interpretaciones del superhéroe Birdman, quien, en el ocaso de su carrera, se quiere redimir como  actor llevando a escena la adaptación teatral de cuentos de Raymond Carver, el padre del llamado Dirty realism, realismo sucio, y muy específicamente, porque es el núcleo de las representaciones que vemos durante la película, de su famoso cuento De qué hablamos, cuando hablamos del amor (1981), cuyo tema tan ligado está a la biografía del protagonista. Éste, que produce y dirige el espectáculo, lo ha invertido todo en el proyecto, incluso, endeudándose, lo que no tiene, como si fuera algo así como el canto del cisne, su apoteósica despedida de los escenarios, en lugar de un inicio por todo lo alto, de aquí que el estreno devenga, y es lo que conocemos en la película, una estresante situación dramática que se extiende a las previews, ensayos generales con público, y, finalmente, a la opening night, la noche de estreno, esa en la que se prodigan los ya tópicos y falsos “mucha mierda” y, en inglés, break a leg…; una noche de estreno con un final que no quiero desvelar, porque el verdadero final llega un poco más tarde, y que tiene tantísimo que ver con el subtítulo de la obra que, a su vez, resulta ser el título de la crítica que recibe el estreno por parte de la más famosa y corrosiva crítica teatral de la ciudad, quien, en una escena magnífica, le anticipa al actor, director y productor que, literalmente, va  a descuartizar un proyecto tan absurdo…Se trata de un personaje construido apenas en un par de escenas con la sabiduría interpretativa de Lindsay Duncan, de quien vimos hace poco Le week-end (2013).
        Ahora bien, más allá de una tragedia que en absoluto es ridícula, porque actores dominados por sus personajes forman parte consustancial de la historia del teatro y del cine, y han dado pie a películas magníficas como Doble vida (1947) de George Cukor, con un Ronald Colman que hace demasiado suyo el papel de Otelo, e incluso casos reales como, por ejemplo, el de Johnny Weissmuller, quien murió absolutamente convencido de que él era Tarzán, el rey de los monos, o Bela Lugosi, de quien nos cuenta la leyenda que dormía cada noche en un ataúd, esta película de González Iñárritu me ha invitado a recordar una experiencia fílmica tan singular y estremecedra como Opening night (1977) del cineasta maldito John Casavettes, precursor indiscutible del cine indie, un referente del mejor cine no comercial norteamericano. En uno de los papeles de su vida, porque tiene un buen puñado de ellos…, Gena Rowlands interpreta a una actriz que ha de representar el difícil trago de la pérdida de la juventud y, antes del estreno, entra en crisis y se ve imposibilitada, físicamente, de salir a escena, no solo presa del pánico escénico, sino de una crisis existencial que, finalmente, representada sobre el escenario como vida improvisada, no como representación, obtiene un éxito definitivo, algo muy parecido a lo que sucede en Birdman. Si a eso añadimos la visión del teatro por dentro que comparten ambas películas, advertiremos enseguida las poderosas semejanzas entre una y otra.

        La película de González Iñárritu, sean cuales sean las influencias que haya podido tener, es una obra muy personal que, junto a la inmensísima actuación de Michael Keaton, de cuyo pasado como superhéroe hay en la película una evidente parodia, porque ningún espectador puede dejar de tener presente sus actuaciones como protagonista de Batman; le película, digo, nos ofrece una sobresaliente puesta en escena, aprovechando hasta el delirio un espacio opresivo como pocos, porque casi toda la película está rodada en los espacios subterráneos y en las bambalinas del teatro donde se gesta la producción de la obra, y en muy contadas ocasiones los abandona para salir al exterior. Cuando esto sucede, sin embargo, tenemos escenas llenas de hilaridad o de poesía, como el paseo semidesnudo del protagonista por los alrededores del teatro o los diálogos entre la hija del protagonista, una hija a quien el padre ha tenido siempre abandonada y ahora quiere recuperar, y un Edward Norton cuya labor interpretativa me es muy difícil adjetivar, dada su categoría excepcional. Este crítico tiene la impresión de que en el rodaje de Birdman ha habido una suerte de compenetración entre los miembros del elenco que se ha convertido en una suerte de feedback constante, gracias al cual la actuación de uno mejora la del otro y al revés, una suerte de competición por situarse a la altura de quien nos da la réplica que nos ha dejado escenas inolvidables, de gran película clásica, llena de unas imágenes de insólita belleza, porque González Iñárritu ha cultivado los primeros planos con un lirismo y una penetración psicológica que nos han hecho recordar al mejor Bergman, el de Gritos y susurros (1972) o el de Persona (1966) cuya protagonista es, curiosamente, una actriz en crisis. Solo tenemos que recordar, por ejemplo, las escenas entre la hija de Birdman, una Emma Stone que se redime a sí mismo del flojísimo papel que le convidó a hacer Woody Allen en su última pifia, y Edwrd Norton, e incluso las escenas en las cuales se evidencia la tragedia familiar del padre ausente. Si a todo eso añadimos una banda sonora que subraya con un ritmo frenético y punzante de percusión esta enrevesada travesía por los intestinos del hecho y del espacio teatrales, nos hallamos ante una alegoría fácil de establecer, porque el pájaro caído se ha convertido en un gusano que se entierra en la oscuridad de la muerte, de la tierra nutricia del teatro, la patria verdadera de cualquier actor que se precie de serlo, para resucitar como hermosa mariposa. La estrechez de los pasadizos, la penumbra, las idas y venidas constantes y frenéticas, la cámara en travelín permanente y el espíritu histérico del protagonista, que juega acaso su última carta para alcanzar un nombre que no sea el del héroe con el que ha sido identificado hasta el presente, y cuya vida ha incorporado a la suya como una segunda naturaleza, poderes extraordinarios incluidos…; todo ello, ya digo, contribuye a que el espectador viva el proceso teatral del estreno como una vivencia del Hades, de los pormenores de una metamorfosis compleja e inquietante, con un final absolutamente poético. Si los clásicos son, para Juan Goytisolo, en la literatura, aquellas obras que admiten dos, tres y más relecturas; no hay duda de que Birdman se convertirá en un clásico que veremos más de una vez a lo largo de nuestra vida, como nos pasa con tantas otras películas. Tiene suerte, el teatro, cuando cae en manos de un cineasta que sabe extraer de él toda la intensa vida que contiene, su dulce veneno. Este es el caso.

viernes, 2 de enero de 2015

Liv Ullmann: La señorita Julia, de Strindberg.


                             



La señorita Julia: El teatro como pretexto fílmico o un clásico traicionado: Una Julia entre la Ofelia de Shakespeare y la Nora de Ibsen.



Título original:Fröken Julie (Miss Julie)
Año: 2014
Duración: 129 min.
País: Reino Unido
Director: Liv Ullmann
Guión: Liv Ullmann (Obra: August Strindberg)
Música: Arve Tellefsen, Havard Gimse, Truls Mørk
Fotografía: Mikhail Krichman
Reparto: Jessica Chastain, Colin Farrell, Samantha Morton, Nora McMenamy


         La señorita Julia, de August Strindberg, es una de las obras más representadas del dramaturgo sueco. Liv Ullmann, excelente directora, después de haber sido una excelente actriz, sobre todo en manos de Ingmar Bergman, de quien podríamos decir que era su actriz fetiche, además de compañera sentimental, se ha planteado el rodaje de esta obra sin intentar disimular en absoluto su origen teatral y tomándose ciertas libertades de adaptación como, por ejemplo, que sitúe a acción de la obra en Irlanda, en vez de en la Suecia natal del autor o que se nos oculte casi por completo la dimensión exacta del conflicto individual de la protagonista, cuyo origen hemos de centrar en la figura de la madre, por completo excluida de la obra, más allá de un recuerdo fotográfico que la protagonista cubre con un paño a manera de metáfora que no resume, sin embargo, su difícil y turbulenta relación. Esta infidelidad al original de Strindberg acaso sea la razón per la que la película recibirá bastantes críticas adversas; críticas que pueden extenderse a la vertiente cinematográfica de la adaptación porque el estatismo, en el cine, parece un pecado mortal, aunque Ullmann ha sabido jugar sus cartas mediante el movimiento de la cámara y la búsqueda de encuadres con los que animar un drama básicamente oral. Con todo, muchas idas y venidas por el escenario de los actores, tienen aquel regusto que deja el viejo teatro y sus protagonistas arrinconados que se sienten asfixiados y desean salir cuanto antes mejor de tan reducido espacio a respirar un poco de aire puro, como si hubiera una inadecuación entre ellos y el espacio, una tensión opresivo de la que se tuvieran que liberar.
        Podríamos, por lo tanto, hacer dos críticas, como me ha sugerido una lúcida espectadora: la de la traición al original, severamente distorsionado, porque huye, Ullmann, de cualquier intento de explicación de los antecedentes de la protagonista, lo cual nos deja haciendo cábalas –si no se conoce previamente la obra, claro está, como era mi caso– sobre la razón de ser del desequilibrio nervioso evidente de la protagonista y, por otro lado, de la película como una creación libre basada en la obra de Strindberg y a la que hemos de juzgar por sus valores fílmicos, muy notables, más allá de su origen teatral. No castigaré a mis escasos y entrañables lectores, sin embargo, con una sesión doble de críticas, al viejo estilo de los antiguos programas dobles de los cines de barrio, pero es evidente que en ambos casos la crítica llegaría a idéntica conclusión: el poso de insatisfacción con que salimos de la sala, ya por la pésima adaptación literaria del original, ya por la excesiva decantación hacia el teatro filmado que descubrimos en la película, con la renuncia explicita a hacer una adaptación más propiamente cinematográfica, podríamos decir.
        A medio camino, entonces, entre dos posibilidades, Liv Ullmann ha optado por ponerse al servicio de las fantásticas interpretaciones de Chastain y de Farrell, de reducir el conflicto al antagonismo evidente de las relaciones amo-criado, tan viejas en el mundo literario, y de centrar la acción en un único espacio, el de los criados, la cocina de la mansión donde ocurre el enfrentamiento entre dos personajes con una complejidad que, aun ciñéndose en buena medida a los estereotipos, va mucho más allá, hasta ofrecernos dos individualidades que exhiben ante nosotros sus pequeñas miserias y sus sueños para convertirse en seres diferentes de quienes son, porque la insatisfacción con la que sale el espectador de la sala, a pesar de que, desde el punto de vista fílmico la película es tan impecable como hermosa, le ha sido contagiada por los propios protagonistas.
        Es cierto que el enigmático planteamiento de la directora noruega (nacida en Tokio durante el exilio político de sus padres, a raíz de la invasión nazi de Noruega), con una señorita Julia que se nos presenta antes como una Ofelia chespiriana que como un ser traumatizado por la rígida educación feminista de su madre, un personaje que parece arrancado de  Casa de muñecas, de Ibsen, nos coloca, como espectadores, ante una relación en la que el misterio romántico que envuelve a la protagonista choca frontalmente con un deseo sexual explícito que le sirve al criado (de nombre Juan, lo que le permite a la señorita Julia hacer un chiste entre si John es un Don Juan o un casto José… en ese permanente combate dialéctico que Ullmann ha trasladado a Irlanda, posiblemente para marcar fonéticamente, con toda claridad, la lucha de clases entre seres que, después de todo, tampoco son tan diferentes, atendiendo al origen familiar de cada uno de ellos) para dejar bien claras sus intenciones manipuladores, porque ve en la señorita Julia un trampolín para iniciar una vida comercial por su cuenta, a fin y efecto de conseguir una posición social que le permita establecerse como un igual de sus amos. Desde este punto de vista, es evidente que la película de Ullmann tiene su línea genealógica en films como El sirviente (1963) de Losey,  La huella (1972) de Mankiewicz o, más recientemente, el Gosford Park (2001) de Robert Altman. Trasladar la acción a Irlanda no solo nos parece que haya sido una exigencia de la lengua de los intérpretes, sino que haya sido debido a la importancia que en el mundo angloparlante tiene el acento como marca de clase social. De aquí la impecable actuación de Colin Farrell y, en consecuencia, la necesidad para el espectador de hacer aquello que poco a poco ha de ir calando en la gente: ver las películas en la única versión posible: la original.
        Teóricamente era muy difícil competir con Jessica Chastain (¡Inolvidable su actuación en El árbol de la vida (2011) de Terrence Malik!), quien compone una Julia llena de misterio y de fragilidad al tiempo que de orgullo, independencia, autoridad y sumisión; pero Colin Farrell no sólo está a su altura, sino que, teniendo en cuenta la indefinición argumental de Julia escogida por la directora, el personaje de Farrell se va apoderando de la escena y parece que la película se hubiera tenido que titular El criado y la señorita Julia, a juzgar por la dimensión compleja de su personalidad. Hay. En la relación entre ambos, un eco no especificado de la admiración, presente en el original teatral, que la señorita Julia siente hacia él y sus habilidades, como hablar francés o ser un buen narrador de historias. El dominio de Farrell del registro popular, tan marcadamente distinto del de la hija del amo, contribuye poderosamente a la configuración de un personaje atractivo por el que nos sentimos permanentemente interesados, porque hablamos, al fin y al cabo, de una atracción mutua cuya imposible consolidación es obvia para los amantes. El final trágico de la obra quizás nos acerca, incluso figurativamente, a la Ofelia de Shakespeare. Se trata, en consecuencia, de una obra con un poderoso atractivo cinematográfico que deja en el espectador la impresión de haber visto una obra con serias deficiencias argumentales y que rinde un tributo excesivo al origen teatral de la pieza.