domingo, 28 de diciembre de 2014

Tim Burton: Big Eyes

                               

Big Eyes: Sobre la impostura y el kitsch: Tim Burton entre Hitchcock y Woody Allen. 

Título original: Big Eyes
Año: 2014
Duración: 106 min.
País:  Estados Unidos
Director: Tim Burton
Guión: Scott Alexander, Larry Karaszewski
Música: Danny Elfman
Fotografía: Bruno Delbonnel
Reparto: Amy Adams, Christoph Waltz, Danny Huston, Jason Schwartzman, Krysten Ritter, Terence Stamp, Heather Doerksen, Emily Fonda, Jon Polito, Steven Wiig, Emily Bruhn, David Milchard, Elisabetta Fantone, Connie Jo Sechrist, James Saito.

             

          Sin que aún se hayan apagado los ecos suscitados por la última novela de Javier Cercas sobre el impostor Enric Marco, nos llega esta película de Tim Burton sobre otro, Walter Keane, quien, aprovechando de la facilidad de su mujer, Margaret, para pintar unos cuadros de criaturas con grandes ojos, a medio camino entre el tenebrismo y el estilo naíf, consigue levantar todo un imperio de ventas artísticas al por mayor, mediante una excepcional campaña de publicidad que lo lleva a convertirse en una especie de mago del merchandising y de la comercialización de las reproducciones impresas del arte contemporáneo.
Lo que más sorprende, sin embargo, es la cuidadosa puesta en escena de esta película, que, arrancando desde los años 50 llega hasta los 80, aunque, ¡privilegio del cine!, parece que sólo crece la hija de Margaret, porque la pareja protagonista se mantiene casi como se nos presentan en las primeras escenas… Dejando de lado estas incongruencias, y otras que no respetan los hechos reales en que está basada la historia, razón por la cual podemos avanzar algunos aspectos de la trama que no son ningún secreto, dada la recreación histórica de unos hechos reales, lo cierto es que no hay ni un solo plano en la película que no esté muy estudiado. Tanto, que en muchas ocasiones recuerda notablemente algunas películas de Hitchcock, un maestro del encuadre y de la selección de espacios novedosos para sus películas, como la casa de diseño a la que se trasladan cuando comienzan a hacer mucho dinero, un espacio arquitectónico que permite la composición de ciertas escenas con una notable originalidad y belleza. Junto a esta influencia esteticista, habríamos de colocar el intento de creación de una atmósfera al estilo de las de las relaciones de pareja de Woody Allen, una relación compleja, de trasfondo sadomasoquista. La historia de la pareja protagonista se extiende desde los felices comienzos hasta la amargura de la separación traumática: todo eso adobado con unas actuaciones que se mueven entre la comedia, típicamente alleniana, aunque con escasa gracia, por obra y ídem del actor protagonista, Christopher Waltz. El conflicto central entre la pasividad y la timidez de la verdadera autora de los cuadros y el carácter comercial, agresivo y narcisista del marido impostor está muy bien desarrollado en la película y se consigue una narración que transcurre a lo largo del metraje con una fluidez que capta sobradamente el interés del espectador. La actuación de Amy Adams es excepcionalmente buena y ello contribuye sobremanera a valorar positivamente la película. No ocurre lo mismo, al menos para este crítico, con la de Christopher Waltz, tan magnífico, sin embargo, en Dyango desencadenado (2012), de Tarantino, un film tan incomprendido como notable. Waltz quiere ser seductor y se acaba mostrando histriónico y empalagoso, con unas sonrisas y unas muecas de auténtco lunático que incluso hacen inverosímil que sea capaz de seducir no sólo a su mujer, sino a todas las personas que admiran, después, su supuesto dominio artístico. Ni siquiera cuando llega el giro del guion que nos conduce a la revelación de la impostura, y se bordea la violencia matrimonial, Waltz sabe estar a la altura de las circunstancias. Da la impresión, por un lado, de que no “se cree” el personaje, y, por otro, que no lo ha estudiado a fondo para ofrecernos, si no una versión mimética de lo que fue la realidad, sí, al menos, una versión con cara y ojos, verosímil, que vaya más allá del novio estúpido que hace las mil tonterías para llamar la atención de la chica guapa a quien ha de seducir por la simpatía, antes que por su atractiva personalidad. Digamos que hay una especie de quiebra entre cómo se nos presenta el personaje y el maquiavelismo con que mueve los hilos para construir una impostura que la mujer acepta muy a su pesar y desde su desvalimiento personal, teniendo en cuenta que sale de una ruptura matrimonial y que se ve sola, con una hija pequeña, sin dinero y sin trabajo. Los supuestos tiempos heroicos de una supuesta bohemia compartida entre marido y mujer dejan paso enseguida al gran negocio que se presenta, como suele suceder a menudo en el mundo del arte, por pura casualidad, si bien es el marido quien, poco a poco, con una visión comercial que le alabará incluso Andy Warhol, otro especialista en mercadotecnia artística y padre del pop art, conseguirá edificar un imperio sobre la base de la obra de su mujer, recluida como si de una explotada trabajadora china en un taller de confección clandestino se tratase. La obra de Margaret Keane, sin embargo, ni siquiera llega a la categoría de la de Warhol, porque se trata de un tipo de representación pictórica a medio camino entre las postales navideñas de Ferrándiz, la cursilería de las estatuas de Lladró –¡qué tanto éxito tienen en Norteamérica!– y una suerte de extraño manga japonés: en resumen,  un estilo demasiado Kitsch como para acabar colgados en los museos, pero sí para llegar, contra el parecer de los críticos serios, a un gran público y, sobre todo, al Star System, que lo adopta, como si fuesen retratos fidedignos de niños refugiados de una guerra espantosa, con los tristes ojos sobredimensionados para expresar tal horror.
Tim Burton ha escogido la vía clara de su producción, como la de la nunca suficientemente alabada Big Fish (2003), dejando de lado la tenebrosa, y se lo hemos de agradecer, porque con una estética cercana, por los años en que transcurre la acción, a la cuidada serie Mad Men, aún viva en las pantallas televisivas, nos ha ofrecido, con delicadeza y un inteligente punto irónico, la historia de un impostor que jamás reconocerá su impostura, aun a pesar de las evidencias, incluso judiciales, porque su mujer lo lleva a los tribunales para demostrar la autoría de los cuadros, una escena estupenda en la que el juez les obliga a pintar, en la sala, un cuadro, para demostrar sus habilidades. Y no cuento más del desarrollo de la escena. El resultado ya se sabe, está claro. De hecho, aunque no se dice en la película, como si fuese una cosa menor, Margaret gana el pleito y se embolsa la nada despreciable suma de 4 millones de dólares del año 1986.
        No estamos ante una obra de la categoría de Big Fish o de Eduardo manostijeras  (1990), por ejemplo, pero sí de una película que se ve con gusto, y en la que destaca la interpretación de Amy Adams. La película, además, roza el biopic sin caer en él por el depurado tratamiento estético con que la narra Burton, y nos revela una página de la historia que, aunque conocida en el mundillo del arte, no lo era del gran público, al menos del de fuera de los Estados Unidos de América.


lunes, 22 de diciembre de 2014

Mr. Turner: La biografía como arte.



                                           


Mr. Turner: La atrabiliaria y sórdida humanidad del genio incomprendido.


Título original: Mr. Turner
Año: 2014
Duración: 149 min.
País: Reino Unido
Director: Mike Leigh
Guión: Mike Leigh
Música: Gary Yershon
Fotografía: Dick Pope
Reparto: Timothy Spall, Dorothy Atkinson, Marion Bailey, Jamie Thomas King, Roger Ashton-Griffiths, Robert Portal, Lasco Atkins, John Warman

        
         Mike Leigh es un director británico muy personal cuya obra ha tenido reconocimiento universal a partir de su undécima película, Secretos y mentiras (1996), después de la cual ha firmado dos obras, El secreto de Vera Drake (2004) y Another Year (2010) que lo han confirmado como uno de los grandes directores europeos de nuestros días. Mr Turner llega a la cartelera como una propuesta de biografía, que no de biopic, y esta es una diferencia no menospreciable, sobe los últimos 2 años de vida de un maestro de la pintura cuya evolución no fue comprendida en su país, como lo prueba que la reina Victoria rehusara concederle el título de caballero que recibieron otros pintores menores, sin posible comparación con él. La propuesta de Leigh es muy arriesgada, porque Turner, el excéntrico personaje en que se convirtió en sus postrimerías, no es precisamente un ser con el que identificar o sencillamente simpatizar. Hacer una película de dos horas y media con un protagonista que no habla o, cuando lo hace, emite gruñidos, y que eso resulte imantador para el espectador no es ciertamente fácil. Leigh lo ha conseguido con creces e incluso logra que no nos parezca tan larga como de hecho lo es. No diré que al espectador le parezca corta, pero casi. Como en cualquier película inglesa de época, la recreación de los ambientes, el vestuario y los personajes secundarios son de una exquisitez como en pocas filmografías se ve. Leigh, además, ha buscado y hallado, con Dick Pope, una fotografía paisajística que nos permite entender fácilmente la impresión que, en su momento, debió de sufrir Turner cuando buscaba la contemplación de los maravillosos efectos de la luz que supo capturar en sus obras. Asistimos, sin embargo, a la última etapa de su carrera, aquella que podemos considerar no sólo un precedente directo del impresionismo, sino también de la abstracción. El copioso anecdotario del pintor, teniendo en cuenta la convicción social de que se había vuelto loco, nos dice que en algunos cuadros había de hacer una señal en el marco para saber cuál era la parte de arriba y cuál la de abajo a la hora de colgarlos en la pared para su exhibición.
         La película se centra básicamente en la personalidad extrema de Turner, un gañán sucio, maleducado, desconsiderado y primitivo sobre el que no dejamos de preguntarnos, durante todo el rato que dura la película, como es posible que un ser con tan graves carencias humanas fuera un auténtico genio de la pintura. Leigh se complace no en ofrecérnoslos como modelo, sino como contraste, por ejemplo, de su cara opuesta, el crítico John Ruskin, presentado como un petimetre insoportable, aunque fuera, en su momento, el más ardiente defensor de la obra de Turner, una suerte de visionario cuyo gusto se adelantó, como Turner en sus lienzos, a su época; el actor que interpreta a Ruskin, además, hace un papel delicioso y sirve de contrapunto perfecto a la dejadez física y moral del protagonista, a pesar de su pedantería, que encubre, por cierto, opiniones muy bien fundadas.
         Para entender el carácter atrabiliario de Turner, hemos de recordar que su madre se volvió loca y tuvo que ser internada en un manicomio, donde murió. Así como que el propio Turner, después de la muerte de su padre, quien trabajó para él incondicionalmente, para facilitarle la vida como pintor dedicado en cuerpo y ánima a su obra, cayó en una fuerte depresión de la que salió iniciando una relación con una viuda, Sophia Boot (magníficamente interpretada por Marion Bailey, en un maravilloso duelo interpretativo con Dorothy  Atkinson, la criada para todo –y todo es todo…, en unas escenas punzantes y dramáticas, pero elocuentes del carácter del artista–, del cual ninguna de las dos se alza con l victoria, teniendo en cuenta la excelencia de ambas interpretaciones), najo la falsa identidad de un almirante de la armada retirado, aunque en la película lo convierten en abogado.
         La lucha pictórica que ha de afrontar Turner en el seno de la Royal Academy of Arts, con unas escenas llenas de atractivo, porque se trata de un pequeño microcosmos en el que cada uno de los miembros tiene su historia personal, sus rivalidades, sus miserias… Entre la pérdida de visión y la locura, Turner linda con el fracaso, pero es nítida su conciencia del valor propio, un convencimiento con el que se cierra la película: sabe que el futuro le pertenece. Eso se demuestra en dos momentos que no dejan lugar a dudas: Por un lado, rechaza una oferta de compra de toda su obra por parte de un magnate. Le dice que quiere que toda su obra se vea junta y, además, gratis; por otro lado, la cámara se pasea, en la última exposición de sus obras en la Royal Academy, por unos cuadros insulsos, figurativos, llenos de insipidez y desprecio por la nobleza del arte de la pintura, y contra los que los suyos destacan a simple vista.

         Como película, la recreación constante de las obras de Turner y, sobre todo, del conseguido efecto cromático de sus cuadros, mediante la poderosa fotografía que nos ofrece Dick Pope, consiguen que el espectador agradezca tantas excursiones el autor a la naturaleza para capar aquellos momentos mágicos de la luz que después querrá llevar a sus lienzos. A veces, el espectador, tendrá incluso la impresión de que no muy diferentes de este Turner primitivo, rústico y tosco habrían de ser los pintores de las cuevas de Altamira, por ejemplo. En el fondo, se trata de un espectáculo que complacerá no solo a los amantes de la pintura, sino también a los de las biografías y a los anglófilos, tan extendidos…

sábado, 13 de diciembre de 2014

La TIA vista por Fesser


                           


Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo: Una animación de vértigo…y sin el mordiente argumental de Ibáñez.

Título original: Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo
Año: 2014
Duración: 88 min.
País: España
Director: Javier Fesser
Guión: Javier Fesser, Cristóbal Ruiz, Claro García (Personajes: Francisco Ibáñez)
Música: Rafael Arnau
Fotografía: Miguel Pablos
Reparto: Animation

         Es muy probable que muchas familias se equivoquen si llevan a sus criaturas a ver esta película que más parece concebida para espectadores granados –antiguos lectores de los tebeos de Francisco Ibáñez, cuyo toque social se echa mucho de menos      en esta película– que para los pequeños, muchos de los cuales probablemente no solo acabaran mareados, sino que no encontrarán ninguna historia que seguir ni tampoco alguna situación más o menos comprensible para su edad. Y hasta algún chiste atrevido, como el de “el aquello”, es probable que los desconcierte. Así pues, en la concepción de esta película hay algo que falla estrepitosamente. Porque se halla a medio camino de públicos muy diferentes, sin decantarse abiertamente por alguno de ellos, lo que sí ocurre con los productos Disney, por ejemplo, sin que ello signifique que los adultos no hallen compensaciones en ellos. De hecho, la anterior incursión de Fesser con actores reales, fue una aproximación al universo de Ibáñez bastante más cuidada y atractiva. En lugar de la visión social crítica del maestro Ibáñez, Javier Fesser ha optado por ofrecernos un catálogo inacabable de escenas del más puro y antiguo slaspstick (un género que dio auténticas obras maestras al séptimo arte en la época del cine mudo) las cuales prácticamente te dejan sin aliento, aunque la repetición constante hace que pierdan algo de fuerza y gracia. La película es un prodigio por lo que a la animación se refiere, y tiene unos escenarios conseguidísimos, pero bastante desaprovechados, como si fuesen apenas el marco del golpe que vendrá inmediatamente. Dentro del haber de la película hemos de contar la aparición de Rompetechos, acaso un personaje más gracioso que los propios Mortadelo y Filemón, aunque no dé para hacer girar una película alrededor de sus graciosas confusiones. En esta aventura, sin embargo, añade momentos auténticamente hilarantes, propios de la esencia del personaje. Con todo, el diseño de los muñecos animados peca un poco de cabezudos, lo que le resta cierta espectacularidad a las transformaciones de Mortadelo, metamorfosis que, por otro lado, tampoco se prodigan demasiado; al menos para el gusto de aficionados antiguos, como este crítico.
        Quizá el sueño de un Filemón héroe popular, versión de James Bond, con el cual se abre la película, sea uno de los momentos estelares de una obra que tiene más guiños cinematográficos, como convertir e Jimmy el Cachondo en un Marty Feldman redivivo, aquel tan magnífico de la inolvidable El jovencito Frankestein (Mel Brooks, 1974) o convertir al malo Tronchamulas en el vivo retrato del Malamadre interpretado por Luis Tosar en Celda 211 (Daniel Monzón, 2009) en quien parece haberse inspirado el dibujo cejudo del personaje, el más conseguido de toda la película gracias a uno de los elementos al que se le saca más rendimiento fílmico: la reversicina, un invento del Dr. Bacterio que consigue cambiar radicalmente el carácter de una persona. Esos cambios repentinos tendrán un papel destacado en la película y supondrán la contemplación de los momentos más agradecidos de toda la proyección. El film se ha concebido para ser exhibido en 3D, y muy probablemente esta sea la razón de la sobreabundancia de persecuciones que consiguen marear a los espectadores, al tiempo que apoderarse de la mayor parte del metraje. Es evidente el rendimiento que se extrae en el 3Dde las persecuciones, pero, francamente, me parece que se ha abusado lo suyo.
        La película es absolutamente fiel a la esencia de los diferentes personajes que aparecen, y los reconocemos enseguida, y no gusta que sea así; pero eso no obsta para que se hubiera podido cuidar algo más el argumento de la historia. Con todo, y aunque solo para los aficionados ya maduritos, la obra se ve con placer y consigue arrancarnos alguna que otra carcajada. Eso sí, a los pocos pequeños que había en la sala ni se les oyó reacción alguna.
        Aún con el buen regusto que nos dejó Camino (2008) –es muy probable que la película alemana que ahora se anuncia, Camino de la cruz (2014), esté inspirada en ella– y con el mejor del buen partido que supo extraerles Fesser a un Viyuela magnífico como Filemon y a un insuperable Benito Pocino, absoluto doble humano de Mortadelo, esta película de animación no defraudará a los acérrimos seguidores de Fesser, pero no es menos cierto que esperábamos algo más de un autor tan interesante e imaginativo. Ya puestos, es más que probable que una película sobre la 13 Rue del Percebe, un clásico que se debería estudiar en las facultades de Historia de este país, hubiese tenido más mordiente que este pretexto para un desfile de persecuciones, carreras y golpee que, a la larga, y a pesar de la perfección técnica de la realización, no pueden substituir el legítimo mundo corrosivo de Francisco Ibáñez.

martes, 9 de diciembre de 2014

Un Woody Allen cansado...



Allen sin chispa...ni pizca de magia.


Magia a la luz de la luna o el primum vivere… de un autor demasiado irregular.

Título original: Magic in the Moonlight
Año: 2014
Duración: 97 min.
País: Estados Unidos
Director: Woody Allen
Guión: Woody Allen
Fotografía: Darius Khondji
Reparto: Emma Stone, Colin Firth, Marcia Gay Harden, Jacki Weaver, Eileen Atkins, Simon McBurney, Hamish Linklater, Erica Leerhsen, Jeremy Shamos, Antonia Clarke, Natasha Andrews, Valérie Beaulieu, Peter Wollasch, Jürgen Zwingel, Wolfgang Pissors, Sébastien Siroux, Catherine McCormack.


        
         Se trata ya de una cita obligada, el hecho de ir a ver la última película de Woody Allen sin saber uno si va a encontrarse con una obra maestra o con un bodrio infumable, un pasatiempo, un entretenimiento aburrido, cuando no con un insulto al espectador como la horrorosa Vicky, Cristina, Barcelona de triste recuerdo. Allen no es un cineasta que viva de las rentas, porque cuando toca, y se ve que esta vez “no tocaba”, hace películas como la reciente y muy valiosa Blue Jasmine verdaderamente notables. Hay quien incluso ha descubierto un algoritmo curioso: años pares, bodrio; años impares, excelentes. Pocas fallan, como Interiores o Stardust memories, que son de años pares ambas.
         Reclamado desde Europa, donde se le ve más como un poderoso agente comercial de propaganda turístico, Allen lleva ya algunos años en el viejo continente tomando a los productores como nuevos indios, en justa reciprocidad histórica, y a cambio de ciertos exteriores del rodaje o la mención de la ciudad en el título de la película, hace caja con una facilidad espantosa, sin que por ello se resienta lo más mínimo –salvo entre algunos críticos– su reputación. Allen será siempre Allen, sobre todo en Europa, por supuesto. No olvidemos, sin embargo, que aquí ha rodado auténticas obras maestras como Match point (impar, 2005), por ejemplo.
         Magia a la luz de la luna es una comedieta aburrida que tomando como hilo conductor los intentos de un mago para desacreditar a una reputada vidente espiritista que quiere hacerse de oro con la credulidad de los millonarios de la Costa Azul francesa, no tiene ninguna entidad dramática ni fílmica. Los personajes viven unas vidas absolutamente planas, sin ningún relieve, y ni siquiera hay un conflicto central, por decirlo así, que pueda captar la atención de los espectadores, que asisten, si coinciden conmigo, a menudo bostezando, a una demostración absoluta de falta de recursos fílmicos. Si las películas de encargo existen, Vicky… fue la nuestra –la peor de la serie, sin duda–, esta es, sin duda, una prueba irrefutable. Hablar de una lejana inspiración en la figura espectacular de Harry Houdini lo único que haría sería confundir al espectador. El gran Houdini, judía como Allen, escéptico y racionalista a machamartillo, emprendió una campaña de desacreditación de los espiritistas que tan de moda se pusieron en los años 20 y 30 del pasado siglo; una lucha en la que chocó con su gran amigo Conan Doyle, un ferviente defensor de los creyentes en la comunicación con los espíritus, acaso porque él ya tuvo la experiencia de resucitar a un muerto como Sherlock Holmes… Houdini incluso llegó a concertar con su mujer un código secreto con el cual podrían confirmar que, si había tal cosa como el diálogo con los espíritus, pudiese confirmar que se trataba de él y no de un impostor. Muchos lo intentaron, y su esposa se prestaba a la prueba con todos, pero, obviamente, ninguno lo descifró nunca.
         El aire de comedia sofisticada y decadente, demimondaine..., ambientada en los años 30, con unos personajes totalmente estereotipados, de ninguna de las manera capta el interès del espectador por unos asuntos tópicos y un enfrentamiento de fondo mantenido desde posiciones irreductibles y tramposas. Las interpretaciones de Emma Stone y de Colin Firth, sobre todo la de este último, demasiado sobreactuado, tampoco colaboran para complacer al espectador, porque no se advierte en ellas ni un gramo de autenticidad. Cuando la atención del espectador deriva hacia el vestuario vintage buscado en parte y diseñado en parte por la española Sonia Grande, reconocidísima profesional de su ramo, es que poco interés encontramos en aquello de lo que los personajes nos quieren hablar. En fin, esperamos con paciencia la próxima película impar del maestro neoyorquino, a ver si el algoritmo se cumple.
         A pesar de todo lo que he escrito, reflejo de mi visión absolutamente subjetiva, es muy probable que muchos espectadores allenianos incondicionales se lo pasen bien viéndola, porque, aunque sea en pequeñas dosis hay breves destellos de su grandeza, como en buena parte de la secuencia en el observatorio astronómico. También descubrimos algún personaje secundario que consigue arrancarnos la sonrisa, como el filarmónico hijo de la millonaria, enamorado de la vidente y con quien acabará compitiendo el mago por el amor de ella. Hay diálogos con un cierto ingenio, pero de poco vuelo, porque el marco general de la obra, el contexto inverosímil por pura inanidad, le suaviza la posible agresividad.