lunes, 13 de octubre de 2014


La isla Mínima o la perfecta naturalización  española del thriller.



Título original: La isla mínima
Año: 2014
Duración: 105 min.
País: España
Director: Alberto Rodríguez
Guión: Alberto Rodríguez, Rafael Cobos
Música: Julio de la Rosa
Fotografía: Alex Catalán
Reparto: Raúl Arévalo, Javier Gutiérrez, Nerea Barros, Antonio de la Torre, Jesús Castro, Manolo Solo, Jesús Carroza, Cecilia Villanueva, Salvador Reina, Juan Carlos Villanueva.

                                                             
           
Me ha costado aislarme de comentarios y críticas sobre esta película antes de haber podido ir a verla, porque no quería dejarme influir por opiniones que condicionasen mi visionado. Pocas cosas son tan molestas, para cualquier espectador, como entrar a ver una película de la que está harto de oír juicios en uno u otro sentido. Lo queramos o no, tendemos a posicionarnos a favor de unos u otros y no estamos, por lo tanto, en las mejores condiciones para ver, con la serenidad juzgadora requerida, la película. Por suerte, aun habiendo oído decir maravillas de ella y un par de críticas negativas arrogantes y un  puntito snobs –ya se sabe que el gusto de la élite no puede coincidir con el de la masa, como si eso fuese la prueba de que los exquisitos se equivocaran– he podido asistir a la proyección y verla con tanto placer estético como emoción humana, porque La isla Mínima es, al tiempo que una exploración geográfica, ambiental y social, un viaje a la psicología de unos personajes, dos policías obligados a dejar Madrid para aclarar unos asesinatos en un remoto pueblo de los arrozales del Guadalquivir, que, como en la famosa serie True Detective –dignísima heredera de Breaking Bad– han de colaborar desde maneras de ser, de pensar y de actuar muy diferentes, y aun enfrentadas hasta casi llegar a la violencia. Los puntos de contacto con True Detective son muchos, sobre todo por la trama argumental y por el espacio donde ocurren los hechos: en la serie, un terreno pantanoso de Louisiana –donde se rodó también 12 años de esclavitud– que recuerda los cinematográficos everglades de Miami;  y, en la película, las marismas del Guadaquivir, al lado de Doñana. En los tres casos hablamos de paisajes que conforman la geografía humana, de ahí su importancia.
Nada más comenzar La isla mínima, la visión del espacio donde se suceden los hechos, que se nos ofrece en impresionante vista aérea como un rompecabezas sobre cuya realidad, natural o diseñada mediante ordenador, duda el espectador hasta que ve el cabrilleo del agua con no poca agudeza visual, o un caballo, nos es ofrecida para amparar los títulos de crédito y es per se una auténtica obra de arte, con el mérito inmenso de haber descubierto una metáfora de las pasiones perversas que se suceden “ a pie de marisma”, donde nos sumerge la historia de las jóvenes asesinadas y las prácticas sexuales sádicas que preceden a dichos asesinatos. No es gratuito, así pues, que un periodista de El Caso –un semanario tremendista e inconcebible en nuestros días, aunque los canales de televisión han convertido este tipo de noticias de crónica negra, que se suele decir, en un espacio fijo en los telediarios– sea una parte importante de la trama, ambientada en los primeros años de la Transición, antes de la llegada del PSOE al poder.
De Alberto Rodríguez había visto este crítico, hace ya tiempo, en 2002, El traje, con un actor tan extraordinario como Manuel Morón, a quien todo el mundo recordará por su papel de padre de Juan José Ballesta en El bola, la ópera prima de Achero Mañas.
Rodríguez ha dirigido también Grupo 7 otro thriller que tuvo muy buena acogida, pero que este crítico no puede  juzgar porque no la ha visto.
         El arte del director en esta  La isla Mínima para saber fundir los personajes y el espacio natural, como si unos fuesen producto del otro tiene una trascendencia fílmica que nos hace relacionar esta obra con la adaptación que rodó Camus de Los santos inocentes, de Delibes, a pesar de la diferente temática de ambas obras. La puesta en escena del retrato de época que es, también, la película tiene un grado de realismo incontestable; pero los escenarios naturales en los que se desarrolla la trama, tan poderosos visualmente, harán pensar a los cinéfilos en otros espacios fílmicos míticos, como los famosos manglares de Miami, los Everglades, donde se han rodado obras poderosas como Muerte en los pantanos, de Nicholas Ray, por ejemplo. Permítanme que insista en la originalidad del espacio escogido para la película, porque como sucede en tantas películas de grandes directores americanos, como John Ford, sin ir más lejos, la presencia de la naturaleza es un elemento importantísimo en el desarrollo de la trama, y eso es lo que comprobamos nada más entrar, aéreamente, en La isla Mínima, una naturaleza adversa, inquietante y de una belleza arrebatadora. Desde la visión aérea con que se abre la película, descendemos a la realidad a la altura de la persona como metáfora de la penetración en las pasiones humanas simples, complejas y perversas que se nos ofrecen. Y nuestros guías no son precisamente personajes con los cuales nos podamos identificar, lo cual nos deja bien solos a la hora de formarnos un juicio sobre lo que vemos en la pantalla.
         Lo que no me cansaré de repetir es la visión potentísima, fílmicamente, de las imágenes de un paisaje casi sobrenatural. Hace tiempo tuve la oportunidad de leer Por el río abajo, un libro de viajes de Alfonso Grosso y Armando López Salinas en el que narran su viaje a los escenarios que nos ofrece la película. El libro es de comienzos de los 60 y la película nos habla de la España de 1980. Sorprendería a los lectores la mínima diferencia que existe entre lo que nos muestran libro y película, lo cual parece demostrar el poder del medio en la conformación y lenta evolución de algunas comunidades humanas determinados por medios tan dominantes.
         Supongo que mi entusiasmo me sirve como excusa por no haber querido extenderme demasiado en el desarrollo pormenorizado de la trama, por razones obvias, pero sí puedo decir que la interpretación de todos los actores, menos uno, es merecedora de un Goya colectivo, porque ese elemento le proporciona una dimensión de verdad que nos hace seguir la historia sobrecogidos y cediendo a pasiones tan poco edificantes como el miedo, el ánimo de venganza o la complacencia en el castigo, al margen de la ley, de los culpables. Conviene destacar, por supuesto, la actuación de Javier Gutiérrez, lleno de matices y con una fotogenia espectacular, perfectamente provechada por el director en unos primeros planos excepcionales. No es una novedad, sin embargo, el buen hacer de Javier Gutiérrez, a quien ya aplaudimos en Un franco, catorce pesetas (2006) de Carlos Iglesias.

 La película está llena de imágenes inolvidables y poderosas que seducen al espectador y le hacen partícipe de un mundo que parece regido por las leyes inescrutables de la naturaleza, tan diferentes de las de los humanos. Este choque naturaleza-ley es el eje de La isla Mínima, una película que confirma a Alberto Rodríguez como un cineasta con mayúsculas, todas las de su nombre. Es indudable que hay otros factores como la fotografía o la música sin los cuales muy difícilmente hubiera podido el director haber conseguido una película absolutamente redonda. Cuando todo se une para acceder a la categoría de obra de arte, resulta difícil discriminar el grado exacto de la responsabilidad de cada cual en ese éxito, aunque el director sea el responsable último. Solo cabe agradecer a Alberto Rodríguez que nos haya dado la oportunidad de disfrutar de un poderoso thriller con auténtico sello español, aunque sea éste un género que, con algunas obras notables y muy sui géneris, ha cultivado nuestro cine, en películas como Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995) de Agustín Diaz Yanes; La caja 507 (2002), de Enrique Urbizu, ambas magníficas, o El crack II, de José Luis Garci, con una visión de Madrid –inspirada en el gran Antonio López– que la convierte, por derecho propio, en nuestra Nueva York particular. Tampoco debemos olvidar la influencia de Kurosawa (El perro rabioso es una joya del thriller) en este género, por supuesto, pero lo que consigue Alberto Rodríguez con su minuciosa descripción de unos ambientes locales que se nos aparecen como un microcosmos desconocido para el resto de españoles es crear una atmósfera conseguidísima. Si los franceses tienen el polar –apócope de policier– para referirse a sus thrillers autóctonos, ¿no deberíamos nosotros inventar una denominación que cubriese esa consolidación del género en nuestra filmografía?, porque “policíaco” es claramente insuficiente y cine negro, según el término inventado por el crítico francés Nino Frank, film noir, no sólo peca de genérico, sino que la irrupción del color en el género la ha desprovisto de significado.

1 comentario:

  1. Solo he leído unas diez líneas, aquellas en que manifestabas que habías gozado con la película. Me basta. Leeré la crítica cuando la vea. Espero que este fin de semana pueda ir a verla. Hace tres meses que no voy al cine. Me gusta que se haga buen cine español.

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