lunes, 29 de septiembre de 2014




Boyhood: El arte sutil de las transiciones o el secreto del montaje.

Título original: Boyhood
Año: 2014
Duración: 165 min.
País:  Estados Unidos
Director: Richard Linklater
Guión: Richard Linklater
Muntador: Sandra Adair
Música: Varios
Fotografía: Lee Daniel, Shane Kelly
Reparto: Ellar Coltrane, Patricia Arquette, Ethan Hawke, Lorelei Linklater, Jordan Howard, Tamara Jolaine, Zoe Graham, Tyler Strother, Evie Thompson, Tess Allen, Megan Devine, Fernando Lara, Elijah Smith, Steven Chester Prince, Bonnie Cross, Libby Villari, Marco Perella, Jamie Howard, Andrew Villarreal, Shane Graham, Ryan Power, Sharee Fowler.


                                                       


 


      
                    Con la sala llena a reventar, lo que en sí mismo era un auténtico espectáculo justo antes del apasionante que vimos en la pantalla, y que nos habla del poder de convocatoria del séptimo arte cuando es precisamente eso, arte, y no un mero entretenimiento más o menos agradable o sofisticado, el sábado por la noche asistí a una experiencia cinematográfica tan inusual como de poderosos efectos visuales: Richard Linklater nos ofreció una película de género biográfico sobre una familia como cualquier otra, al menos en los Estados Unidos,    rodada a lo largo de 12 años, pero sólo con un total de 39 días de rodaje. La película sigue la vida individual y familiar de Mason (Ellar Coltrane, auténtica revelación interpretativa), una verdadera travesía hacia la madurez, que va desde los 6 hasta los 18 años, y que supone, en realidad, una suerte de radiografía de la sociedad norteamericana de los últimos años –elección de Obama incluida, por cierto –, al estilo de obras tan poderosas, si bien en el campo de la novela, como la Pastoral americana, de Philip Roth, aunque al revés de lo que sucede en ésta, en la película se narra el acercamiento al mundo de los valores conservadores de unos jóvenes contestatarios que fueron padres demasiado pronto, sin haber llegado a su madurez individual, lo cual es la fuente de todos los desasosiegos de los dos hermanos –maravilloso el trabajo, sobre todo de la primera infancia, de Lorelai Linklater, hija del director–que padecen, desconcertados, los bruscos giros vitales de sus inmaduros progenitores en su búsqueda de una realidad estable, sólida.
        Boyhood, redundantemente traducida como “momentos de una vida”, es, sobre todo, un prodigio en el arte de la transición, de cómo, con los rodajes hechos en cada etapa del desarrollo físico de sus protagonistas, el director ha sabido idear una película que crea la ficción de que dichos cambios físicos en la película obedecen a la propia naturaleza del relato que vemos, antes que a la biología, y que no hay ninguna ruptura del hilo narrativo; así como también ha sabido conseguir que la película no le deba nada a la artificialidad del método empleado para rodarla, y que es absolutamente lógico que de una escena para otra, en el transcurso de las casi tres horas de película, se produzcan dichos cambios físicos.
Los directores saben que el momento trascendental para cualquier película es el que tiene lugar en la sala de montaje: la sala de los secretos del arte cinematográfico, y que hablamos de un arte, el del montaje, que es diferente de la tarea propia del director, plasmar en imágenes reales las que, hasta ese momento, sólo viven en su poderosa imaginación –en tanto que fábrica de imágenes, claro–, aunque, como todo el mundo sabe, director y montador suelen trabajar hombro con hombro. Boyhood, me permito decirlo, es una obra maestra del montaje cinematográfico. Su director, Richard Linklater tiene un curioso historial artístico, porque al lado de películas experimentales, como la obra de animación Waking life (2001), también ha dirigido obras destinadas a un pública mayoritario, como Escuela de Rock (2003) o las tres películas, lejanamente emparentadas con Boyhood, de la serie Antes: Antes del amanecer (1995), Antes del atardecer (2004) y Antes de la medianoche (2013), que le granjearon una excelente reputación, un prestigio que ahora revalida con creces. Esta carrera profesional culmina, hasta este momento, pues el director aún es joven, con esta Boyhood cuya motivación básica es ofrecer una visión del paso del tiempo que, desde su artificialidad, nos parezca a los espectadores el súmmum de la verdadera realidad. Estos intentos solían hacerse con la utilización de diferentes actores, más o menos parecidos, para cada etapa de las rodadas o bien, según los años que se describiesen, con un magnífico maquillaje. Pensemos, por ejemplo, en una película como El curioso caso de Benjamin Button, de David Fincher, donde se aprecia el arte del maquillaje en uno de sus momentos más célebres, o en la obra maestra de Ettore Scola, La familia, llena de emoción y con un uso de los interiores, sobre todo del pasillo de la casa, extraordinariamente poético. La naturalidad conseguida en Boyhood tiene su secreto, así pues, en la labor de montaje de la película que, en este caso, se acerca más al documental que a la ficción, porque en todo momento, al estilo de las viejas películas en súper 8, como las que se usaron en el documental sobre Antonio Vega, aquí comentado, y que nos permitían ver el efecto del paso del tiempo sobre el personaje, tenemos la sensación, en Boyhood, de estar viendo una historia verdadera, no una ficción, tal es la fuerza de la verdad que emana de la película con el procedimiento seguido. La montadora, Sandra Adair, habitual en las películas de Linklater es, sin lugar a dudas, la responsable de la sutileza con la que fluye el envejecimiento de los personajes sin énfasis de ningún tipo que desvíe la atención del espectador de lo que verdaderamente importa: la desorientación vital del protagonista, Mason, quien comienza la película colgado del viaje de las nubes y la acaba con los ojos reconciliados con lo que lo rodea. Como el protagonista subraya, “no se trata de ir a la captura del instante, sino de dejar que los instantes tomen posesión de nosotros” (cito, lógicamente, de memoria). Son palabras de un aficionado a la fotografía que continuamente se ha escondida detrás del objetivo por miedo de afrontar, desnudo, la realidad. La mirada de Mason, llena de matices que revelan muchas facetas del personaje, pero esencialmente la timidez que pone de manifiesto su exacerbada timidez, máscara no afectada de su fragilidad emocional, acompaña el desarrollo de las vidas que lo rodean como si nada fuera con él, sabedor de que nunca sabrá dónde acabará encontrando su propio destino. Sorprendentemente para los cinéfilos, la evolución física del actor protagonista, Ellar Coltrane, parece convertirlo en una reencarnación, la de Michael Sarrazin, el conocido actor canadiense de los años 60 y 70, protagonizó El juez del patíbulo (1972) con Paul Newman, por ejemplo.
        Boyhood tiene, como no podía ser de otra manera, una estructura fragmentaria, pero en ningún momento hay giros bruscos en la trama ni se subrayan los cambios físicos de los protagonistas, sino que todo fluye con una naturalidad apabullante que impresiona a los espectadores –no pocos aplaudieron–. La impagable naturalidad y la inexistencia de afectación de los intérpretes, con una Patricia Arquett, la madre, insuperable, contribuye poderosamente a ver la película (lejanamente heredera, desde el realismo impulsor, de Ordinary people (1980), “Gente corriente”, la primera película como director de Robert Redford)   como una obra mucho más ambiciosa y lograda. Usualmente no vemos el cine teniendo en cuenta los parecidos entre cine y novela, aunque a menudo se oyen comentarios sobre la superioridad de la novela respecto de su adaptación cinematográfica, pero en el caso de Boyhood acaso el mejor elogio sea, a mi entender, que se ve con la misma intensidad con que se lee una magnífica novela, como si el mundo de pequeños detalles que construyen la realidad en el arte narrativo estuviesen presentes, y de manera avasalladora, en esta película. En definitiva, un maravilloso ejercicio  biográfico, lleno de poderosa realidad y emociones intensas.




miércoles, 24 de septiembre de 2014



         
Yves Saint-Laurent: Al fondo del fondo de armario. (Detrás de un gran hombre hay, a veces, otro gran hombre.)



Título original: Yves Saint Laurent
Año: 2014
Duración: 101 min.
País: Francia
Director: Jalil Lespert
Guión: Jacques Fieschi, Jérémie Guez, Marie-Pierre Huster, Jalil Lespert
Fotografía: Thomas Hardmeier
Reparto: Pierre Niney, Guillaume Gallienne, Charlotte Le Bon, Laura Smet, Marie de Villepin, Nikolai Kinski, Ruben Alves, Astrid Whettnall, Marianne Basler, Adeline D'Hermy, Xavier Lafitte, Jean-Édouard Bodziak, Alexandre Steiger, Michèle Garcia, Olivier Pajot, Anne Alvaro




                                      



Aunque no se pone un énfasis excesivo en la cuestión, a lo largo de la película vemos que se plantea si la alta costura es un arte o una industria artesana, y si sus artífices máximos han de ser considerados creadores a la altura de los grandes pintores, músicos, escultores, arquitectos o cineastas,  teniendo en cuenta que en ambos casos es obvio que de igual manera que un pintor, por ejemplo, con un lienzo y pinturas como materia prima crea una obra de arte, un gran modisto desde un diseño, unos patrones y unas telas, más el trabajo artesanal de la confección, elabora otra- No lo resolveremos en esta crítica, por supuesto, pero en estos tiempos modernos, con la entronización de los diseñadores de moda, ya sea la haute couture, ya el famoso prêt-à-porter, y Yves Saint-Laurent es la biografía del genio creador de esta línea creativa que revolucionó el mundo del hasta ese momento exquisito y muy elitista mundo de la alta costura, y sus rituales y maneras de hacer absolutamente tradicionales, los modistos han alcanzado el mismo relieve popular y de estimación artística que los creadores de otras artes ya muy establecidas.
Quizás se comprenda mejor este planteamiento si ponemos el caso de la fotografía, que se halla en una situación muy parecida a la de la moda. Por más que llene museos, aún no hay un consenso universal como para poder hablar popularmente del octavo arte, y ya anticipo que próximamente traeré a esta sección la crítica de La sal de la tierra –título que rinde homenaje, por cierto, a la comprometida y al tiempo dramáticamente hermosa película de Herbert J. Biberman– un documental de Wim Wenders sobre la obra apasionante de Sebastiao Salgado, acaso uno de los fotógrafos más importantes de toda la historia del arte fotográfico.
Yves Saint-Laurent, les guste o no el mundo de la costura a los espectadores, es una película que refleja a la perfección la vida luminoso y tenebrosa de un ser nacido con un don al cual ha de consagrar la vid entera, porque esa excelencia que le permite destacar sobre quienes lo rodean en ese mundo exquisito, elegante y competitivo es su razón de existir, independientemente de los oscuros episodios que lo deprimieron y que están admirablemente retratados en la cinta. Con una vida tan polémica desde tan temprana juventud, pues desde los 21 años llega al puesto de modisto jefe de Christian Dior, y tan llena de excesos de todo tipo, el director –notable actor, por cierto, como lo demostró en Recursos humanos, de Laurent Cantet, una interesantísima película que en esta crisis que padecemos quizás debería ser reestrenada– ha preferido poner el acento en la tierna y dura historia de amor entre el artista y el mecenas que cuida de él hasta el fin de sus días con una fidelidad y una abnegación virtuosas que no esconden los desencuentros, los celos, las discrepancias e incluso la separación amorosa, que no emocional, porque como Saint-Laurent le confiesa en una escena de la película, el artista se enamora de otro hombre, pero Pierre será siempre “el hombre de su vida”. De hecho, poco antes de fallecer, firmaron lo que puede entenderse como un contrato nupcial.
La película no sólo nos ofrece la biografía del modisto, sino también una visión muy ajustada de una época de liberación de las costumbres, los años sesenta, la famosa Década Prodigiosa, en que se trastocaron los esquemas de la sociedad patriarcal y burguesa que encarnaba, en Francia, el general Degaulle. Yves Saint-Laurent formó parte destacada de aquella ola de creaciones provocadoras que no solo crearon una industria de la moda que hoy abre y cierra telediarios y mueve millones de dólares, sino también un estilo de vida y una nueva concepción burguesa de la existencia más liberal en sus comportamientos, la misma que le habrá llevado al PP a repensarse el hecho de continuar con la provaticanista reforma antiaborto promovida por Ruiz Gallardón en cumplimiento de un juramento hecho a su padre en el lecho de muerte de éste. Aquellos espectadores, que como este crítico, hayan vivido aquellos años tan preñados de esperanza en un cambio democrático en nuestro país, puede que incluso disfruten más del retrato de aquella época, sobre todo al recordar qué hacían ellos, por aquel entonces.
La vida de YSL –y no es que tenga ahora pereza de escribir su nombre completo, sino que quiero rendir homenaje al éxito que supone para un artista ser reconocido por la siglas de su nombre, como le ha ocurrido a JRJ y a CJC, por ejemplo; de ahí que sea absolutamente redundante que en el cartel anunciador de la película parezca su nombre completo– ha de entenderse también como la dura lucha de un homosexual que sufrió vejaciones y acoso desde la infancia y que reclutado para la guerra de Argelia no pudo convivir -¡ni respirar!- en el ambiente militar homófobo más de 20 días antes de ser licenciado forzosamente para acabar, a causa de la depresión sufrida, en un sanatorio donde recibe electroshocks y otros tratamientos de agresiva naturaleza, que le dejarán una secuela permanente y una propensión a refugiarse en las adicciones para contrarrestar su inseguridad patológica. Su deseo de triunfo tiene mucho que ver con la conquista de una posición social de privilegio desde la cual poder vivir con total libertad, o casi, su homosexualidad.
         Llevamos una racha excelente de películas biográficas hechas en Francia, como si nuestros vecinos hubieran encontrado la llave que abre la puerta de este género tan difícil, porque, habitualmente, cuando se quiere rodar una biografía suele acabarse rodando un biopic o una hagiografía infame. Todo el mundo recuerda películas recientes como  La vie en rose, de Olivier Dahan; Violette, de Martin Provost, aquí criticada, o Gainsbourg, de Joann Sfar, por ejemplo. Con esta última, guarda YSL no pocos puntos de contacto. De la misma manera que salen en esta película iconos  bien modernos, como Karl Lagerfeld –perfectamente interpretado por el hijo del famoso actor de los años 70 Klaus Kinski, de turbia historia–, aunque no aparece, obviamente, tan afectado y amanerado como ahora lo vemos; también podrían haber aparecido otros, como el mismo Gainsbourg o incluso en sus cacerías nocturnas el filósofo Foucault, por no hablar de actrices que lo escogieron como modisto de cabecera, digámoslo así, como Cattherine Deneuve o mi actriz preferida Jeanne Moureau.
Finalmente, me reservaba un merecido comentario elogioso para los actores que representan a Yves y Pierre, Pierre Niney, al artista y Guillaume Gallienne –director por cierto de una película que ahora me apetece ver, Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!–,  a Pierre Bergé.
Sin duda, sin el trabajo de ambos, y de todo el reparto en general, pero el peso de la película recae sobre ambos, esta biografía no tendría el mismo interés. El extraordinario parecido entre Niney e Yves recuerda muchísimo la del actor que interpretaba a Gainsboug, Eric Elmosnino, y el cantante. Ello es un factor indispensable para conseguir la verosimilitud de cuanto se narra. Es cierto que Niney abusa algo de ciertos tics, como el de toquetearse las gafas, acaso un gesto fiel al original, y de algunos giros de cabeza y algunas miradas demasiado repetidas, pero hay momentos de auténtico dramatismo o de notable comicidad, como la entrevista en la piscina en su casa de Marrakech, que sabe representar a la perfección. La sobriedad de Guillaume, por su parte, le permite componer un personaje que, como tributo del director al poco virtuoso y sufrido compañero del artista,  es el elegido como narrador de la historia mediante una voz en off. La historia, así pues, nos llega desde tan privilegiado punto de vista, desde el que se nos narra la vida tortuosa, genial y patética del inconfudible YSL con una garantía de objetividad que no logra ser enturbiada por  la devoción que Bergé sintió por él.

          

sábado, 13 de septiembre de 2014

Begin Again (Can a Song Save Your Life?): En Manhattan todo es posible…

Título original:  Begin Again (Can a Song Save Your Life?)
Año: 2013
Duración: 104 min.
País:  Estados Unidos Estados Unidos
Director: John Carney
Guión: John Carney
Música: Gregg Alexander
Fotografía: Yaron Orbach
Reparto: Keira Knightley, Mark Ruffalo, Hailee Steinfeld, Adam Levine, James Corden, CeeLo Green, Catherine Keener, Mos Def


                               




De nuevo la vieja historia de Ha nacido una estrella, pasada por el talle de la supuesta modernidad para una puesta a punto que recorte un poco por aquí y que ensanche un poco por allá para remozar un producto que tiene el éxito garantizado, siempre y cuando el director no cometa errores de consideración y el casting se haya escogido con total rigor para garantizar la verosimilitud y una cierta empatía mínimas que puedan contribuir al mantenimiento de una película tan poca cosa como a la vez tan agradable de ver, y de cuyo visionado todo el mundo ha de salir satisfecho por el buen rato pasado. Todo es archisabido, todo es previsible, sin embargo, pero tofo acaba cumpliendo a pie de la letra lo que el espectador, incluso el menos avezado en estos menesteres críticos, hace desde que arranca la historia.
John Carney ha dado un salto de la producción indie/irish de su primera película, Once –también una película que gira alrededor del hecho musical, como esta que critico, que ganó el Oscar a la mejor canción, con la extraordinaria y bellísima Falling Slowly- a la gran producción americana que quiere aparentar aún la fidelidad a sus orígenes de pequeña producción personal rodada con objetivos que se apartan deliberadamente de los grandes públicos para buscar aquellos con suficiente sensibilidad como para apreciar unas historias que pretenden mostrar la complejidad de los sentimientos y las emociones en el marco de sociedades dominadas por una falta innegable de valores tan positivos como el compromiso, la fidelidad, la honestidad, la abnegación, la responsabilidad, etc., es decir, todos esos valores sobre los que Jordi Pujol nos ha amonestado desde su Fundación como bandera de un proyecto político independentista…

         La vida de los artistas suele ser una vida de excepción, porque no hay ninguno que no esté dominado por la sed del triunfo, a cuya conquista es capaz de sacrificarlo todo, incluso el primer amor o una amistad que hasta el momento crucial de llegar a la cumbre parecían indestructibles. No vivir con otro norte que el de conseguir este triunfo popular es el veneno de no pocas existencias y la desgracia de muchas más que ni tan solo llegarán a asomarse a la mera posibilidad de tocarlo con las manos. Este es el planteamiento de Begin Again, que mezcla a partes desiguales la Cenicienta y Pigmalión, en versión musical. Las interpretaciones de Ruffalo, un poco amanerada y algo tópica por lo que hace al repertorio gestual del perdedor, visto mil veces antes, y la de la Knightley, correcta, pero algo insípida, cumplen, sin embargo con el mínimo para no hacer pensar al espectador que ha cometido un error dejándose arrastrar al cine por el buen recuerdo de Once. Lo mejor? La unión entre música y escenario que vertebra la historia de la película y que permite tener una visión de Nueva York que no ha de envidiar a las películas de Allen, el director neoyorquino por excelencia. Al descubridor de talentos musicales que protagoniza Ruffalo, que descubre en la Knighley un diamante en bruto, en una de las mejores escenas de la película, se le ocurre la idea de hacer una grabación en vivo para el primer álbum de la cantante, con el ruido de las calles de fondo y con el consiguiente sonido sucio de la ciudad que nunca duerme, según el viejo estándar del inolvidable Sinatra. Hemos de decir que si la canción que ganó el Oscar en Once era impresionante, el repertorio de las que se escuchan en esta película justifica con creces el hecho de pasar por taquilla, excepto que se sea incompatible con el pop tradicional, por supuesto. Y hemos de añadir que ambas historias, la de la novia abandonada por un compañero que deviene un ídolo de masas casi de la noche a la mañana y que deja tirada la chica con quien lo compartía todo, aunque luego se arrepienta y decida intentar seducirla de nuevo, y la del productor, un hombre fracasado, abocado a perderlo todo: el trabajo, la mujer y la hija, a las que, enredos de los guiones acaba recuperando, tienen la dosis justa para no caer en la inverosimilitud, aunque el espectador ha de darle un voto de confianza a la historia quizás excesivo. Con todo, y lo vuelvo a decir, todos aquellos que vayan a verla pasarán un rato estupendo. La visita a Nueva York merece la pena, y si además la banda sonora del autobús turístico-fílmico es tan agradable, habrán de reconocer que no habrá sido un visionado perdido. Este crítico, tan amante del género musical, ha echado en falta que Carney no se haya atrevido a dar un paso adelante para haber convertido la película en un musical como mandan los cánones del género. Acaso la próxima vez tengamos más suerte.