miércoles, 29 de enero de 2014

El lobo de Wall Street: La génesis, ascensión y caída del macho alfa.

Título original: The Wolf of Wall Street
Año: 2013
Duración: 179 min.
País: Estados Unidos
Director: Martin Scorsese
Guión:  Terence Winter (Libro: Jordan Belfort)
Música: Howard Shore
Fotografía: Rodrigo Prieto




Escribo esta crítica aún bajo la fortísima impresión de una catarata de imágenes y escenas inolvidables con las que el mejor Scorsese, el de Taxi Driver, Raging Bull, Uno de los nuestros, Casino o Infiltrados me ha atrapado en el roller-coaster de su película dejándome literalmente estupefacto. Que Di Caprio lleva camino de convertirse en un mito del cine, como la Monroe, Bogart o Brando no se le escapa a nadie que haya seguido sus muy distintas y siempre espectaculares interpretaciones, Olimpo desde el que Martin Scorsese ha tenido a bien filmar esta película como si fuera su primera película y quisiera impresionar a los espectadores para dejar memoria de sí, un director que, como decía en la última entrevista a un medio español, se siente una reliquia. ¡Bendita reliquia, pues!
El Lobo de Wall Street es una película que nace de la atención que a la última crisis bursátil mundial le ha dedicado el mundo del cine, sea en forma de documental, como el aclamado Inside Job, sea en forma dramatizada, como la excelente Margin Call, con tantos paralelismos de fondo con la presente, que no de forma. El uso del narrador-protagonista en primera persona que se dirige directamente a la cámara y que se permite juegos narrativos con moviola incluida, como el recorrido en coche desde el club hasta su domicilio, en una de las partes más logradas de la película, tiene una frescura casi de nouvelle vague que le dificulta, hasta cierto punto, al espectador la necesaria distancia que ha de tomar para juzgar moralmente los actos que se suceden casi a ritmo vertiginoso ante su atónita mirada, porque Scorsese ha introducido unas dosis de ambigüedad tan calculadas en el relato que incluso juega,  moralmente, con la capacidad del protagonista para seducir al espectador –lo mejor de la interpretación de Di Caprio– y llevarlo a su  terreno, de modo que asienta, acríticamente, al emotivo discurso del self made man que forma parte del ADN usamericano y que aquí sirve para la ambigua laudatio del “lobo”.
Desde esa técnica narrativa, el narrador protagonista se permite unas ironías y socarronerías mediantes las que crea,  sutilmente, esa corriente de simpatía del espectador hacia él y su peripecia vital que tanta  ambigüedad le confiere a la película hasta el tramo del desenlace. A Scorsese quizás le gustaría saber que el origen de ese protagonista narrador está en La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, origen de la novela picaresca cuya estructura narrativa llega hasta esta película, porque estos estafadores son de la estirpe de los pícaros, si bien llevada su picaresca a un extremo transgresor que hace palidecer el original.
He de reconocer que iba predispuesto contra la película y que incluso ya había comenzado a escribir, mentalmente, el primer párrafo de la crítica: “Al inolvidable Félix Rodríguez de la Fuente no le hubiera gustado que se comparara a un delincuente con el lobo, para el naturalista paradigma animal de virtudes más cercanas a la ética que al instinto”, llevaba escrito, más o menos. Pero el título de la película parece establecer una correspondencia exquisita entre la realidad del personaje y el referente animal ya desde el comienzo de la misma, cuando la inolvidable y brillante aparición de un casi irreconocible Mcconaughey, a fuer de esquelético –exigencia de la película The Dallas Buyer’s club, donde interpreta a un enfermo de sida–,  nos marca las líneas maestras de la creación de un macho alfa de la estafa, papel que irá asumiendo gradualmente el protagonista, sin que, en parodia de los inicios del cristianismo, se obvie la creación de la manada de machos apóstoles con los que cazar en grupo (pescar incautos), y de ahí la extrema sociabilidad de un grupo que recuerda en todo momento el de la serie  Los Soprano, también en sus excesos. Ese rasgo de animalismo, tan presente en buen número de escenas de la película, retrata a la perfección a unos seres que, encumbrados a la riqueza material, no tienen a su disposición mejor modo de emplearla que satisfaciendo la inmediatez de los instintos básicos, fundamentalmente el sexo orgiástico –representado en escenas que pretenden remedar, hasta cierto punto, las bacanales de emperadores como Calígula o Nerón, aunque sin conseguirlo, por su explicable zafiedad– y la búsqueda de experiencias límite a través de las drogas: ofreciéndose como modelo para los empleados que ven en esas manifestaciones vitales el no va más de “la buena vida”.
Construida al modo clásico, con dos partes bien definidas: el auge y la caída, acaso a algunos espectadores el metraje de la primera les parezca excesivo por la reiteración de ciertas conductas, recreación que bien pudiera entenderse como un tibio enaltecimiento, lo cual es el peligro ético de estas biografías de quienes se sitúan al otro lado de la ley, algo que heredamos del Romanticismo y su exaltación de figuras como el bandido o el pirata; pero en términos generales está bien dosificado el metraje de una y otra parte, porque permite ahondar en ciertas singularidades de la manada que explican mucho mejor el desarrollo de los acontecimientos.
Hay muchas películas dentro de esta película, y de cada una de ellas puede buscarse un referente que permita trazar un mapa de las fuentes fílmicas en que ha bebido Scorsese sin que pueda decirse que su película sea copia o imitación de aquellas. El proceso de adicción a las drogas tiene todo que ver con Días de vino y rosas, por ejemplo; el proceso de ·colaboración con la ley del protagonista sigue los pasos, muy de cerca, de su película Uno de los nuestros; e incluso, en la creación del imperio bursátil puede hallarse alguna analogía con Ciudadano Kane; del mismo modo que el final parece inspirado en el personaje de Magnolia, de Paul Thomas Anderson, que interpretaba excelsamente Tom Cruise: mientras éste “despierta” a “varones domados” para reafirmarlos en su masculinidad amenazada, el wolf de Wall Street alecciona a los futuros estafadores, que beben los vientos por cada una de sus palabras, siempre dispuestos a la caza y captura de los ingenuos a los que colocar sus “preferentes”.

A las 4 de la tarde de un domingo la sala estaba llena, pero la noche anterior a las 10 ya no había entradas. Puedo pecar de entusiasmo, pero el entusiasmo compartido, en cuestiones cinematográficas, es lo más parecido a la objetividad.

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