miércoles, 29 de enero de 2014

El lobo de Wall Street: La génesis, ascensión y caída del macho alfa.

Título original: The Wolf of Wall Street
Año: 2013
Duración: 179 min.
País: Estados Unidos
Director: Martin Scorsese
Guión:  Terence Winter (Libro: Jordan Belfort)
Música: Howard Shore
Fotografía: Rodrigo Prieto




Escribo esta crítica aún bajo la fortísima impresión de una catarata de imágenes y escenas inolvidables con las que el mejor Scorsese, el de Taxi Driver, Raging Bull, Uno de los nuestros, Casino o Infiltrados me ha atrapado en el roller-coaster de su película dejándome literalmente estupefacto. Que Di Caprio lleva camino de convertirse en un mito del cine, como la Monroe, Bogart o Brando no se le escapa a nadie que haya seguido sus muy distintas y siempre espectaculares interpretaciones, Olimpo desde el que Martin Scorsese ha tenido a bien filmar esta película como si fuera su primera película y quisiera impresionar a los espectadores para dejar memoria de sí, un director que, como decía en la última entrevista a un medio español, se siente una reliquia. ¡Bendita reliquia, pues!
El Lobo de Wall Street es una película que nace de la atención que a la última crisis bursátil mundial le ha dedicado el mundo del cine, sea en forma de documental, como el aclamado Inside Job, sea en forma dramatizada, como la excelente Margin Call, con tantos paralelismos de fondo con la presente, que no de forma. El uso del narrador-protagonista en primera persona que se dirige directamente a la cámara y que se permite juegos narrativos con moviola incluida, como el recorrido en coche desde el club hasta su domicilio, en una de las partes más logradas de la película, tiene una frescura casi de nouvelle vague que le dificulta, hasta cierto punto, al espectador la necesaria distancia que ha de tomar para juzgar moralmente los actos que se suceden casi a ritmo vertiginoso ante su atónita mirada, porque Scorsese ha introducido unas dosis de ambigüedad tan calculadas en el relato que incluso juega,  moralmente, con la capacidad del protagonista para seducir al espectador –lo mejor de la interpretación de Di Caprio– y llevarlo a su  terreno, de modo que asienta, acríticamente, al emotivo discurso del self made man que forma parte del ADN usamericano y que aquí sirve para la ambigua laudatio del “lobo”.
Desde esa técnica narrativa, el narrador protagonista se permite unas ironías y socarronerías mediantes las que crea,  sutilmente, esa corriente de simpatía del espectador hacia él y su peripecia vital que tanta  ambigüedad le confiere a la película hasta el tramo del desenlace. A Scorsese quizás le gustaría saber que el origen de ese protagonista narrador está en La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, origen de la novela picaresca cuya estructura narrativa llega hasta esta película, porque estos estafadores son de la estirpe de los pícaros, si bien llevada su picaresca a un extremo transgresor que hace palidecer el original.
He de reconocer que iba predispuesto contra la película y que incluso ya había comenzado a escribir, mentalmente, el primer párrafo de la crítica: “Al inolvidable Félix Rodríguez de la Fuente no le hubiera gustado que se comparara a un delincuente con el lobo, para el naturalista paradigma animal de virtudes más cercanas a la ética que al instinto”, llevaba escrito, más o menos. Pero el título de la película parece establecer una correspondencia exquisita entre la realidad del personaje y el referente animal ya desde el comienzo de la misma, cuando la inolvidable y brillante aparición de un casi irreconocible Mcconaughey, a fuer de esquelético –exigencia de la película The Dallas Buyer’s club, donde interpreta a un enfermo de sida–,  nos marca las líneas maestras de la creación de un macho alfa de la estafa, papel que irá asumiendo gradualmente el protagonista, sin que, en parodia de los inicios del cristianismo, se obvie la creación de la manada de machos apóstoles con los que cazar en grupo (pescar incautos), y de ahí la extrema sociabilidad de un grupo que recuerda en todo momento el de la serie  Los Soprano, también en sus excesos. Ese rasgo de animalismo, tan presente en buen número de escenas de la película, retrata a la perfección a unos seres que, encumbrados a la riqueza material, no tienen a su disposición mejor modo de emplearla que satisfaciendo la inmediatez de los instintos básicos, fundamentalmente el sexo orgiástico –representado en escenas que pretenden remedar, hasta cierto punto, las bacanales de emperadores como Calígula o Nerón, aunque sin conseguirlo, por su explicable zafiedad– y la búsqueda de experiencias límite a través de las drogas: ofreciéndose como modelo para los empleados que ven en esas manifestaciones vitales el no va más de “la buena vida”.
Construida al modo clásico, con dos partes bien definidas: el auge y la caída, acaso a algunos espectadores el metraje de la primera les parezca excesivo por la reiteración de ciertas conductas, recreación que bien pudiera entenderse como un tibio enaltecimiento, lo cual es el peligro ético de estas biografías de quienes se sitúan al otro lado de la ley, algo que heredamos del Romanticismo y su exaltación de figuras como el bandido o el pirata; pero en términos generales está bien dosificado el metraje de una y otra parte, porque permite ahondar en ciertas singularidades de la manada que explican mucho mejor el desarrollo de los acontecimientos.
Hay muchas películas dentro de esta película, y de cada una de ellas puede buscarse un referente que permita trazar un mapa de las fuentes fílmicas en que ha bebido Scorsese sin que pueda decirse que su película sea copia o imitación de aquellas. El proceso de adicción a las drogas tiene todo que ver con Días de vino y rosas, por ejemplo; el proceso de ·colaboración con la ley del protagonista sigue los pasos, muy de cerca, de su película Uno de los nuestros; e incluso, en la creación del imperio bursátil puede hallarse alguna analogía con Ciudadano Kane; del mismo modo que el final parece inspirado en el personaje de Magnolia, de Paul Thomas Anderson, que interpretaba excelsamente Tom Cruise: mientras éste “despierta” a “varones domados” para reafirmarlos en su masculinidad amenazada, el wolf de Wall Street alecciona a los futuros estafadores, que beben los vientos por cada una de sus palabras, siempre dispuestos a la caza y captura de los ingenuos a los que colocar sus “preferentes”.

A las 4 de la tarde de un domingo la sala estaba llena, pero la noche anterior a las 10 ya no había entradas. Puedo pecar de entusiasmo, pero el entusiasmo compartido, en cuestiones cinematográficas, es lo más parecido a la objetividad.

miércoles, 22 de enero de 2014

«Doce años de esclavitud», de Steve McQueen o el horror absoluto.


                         

Muy cerca de Kafka, pero lejos de Kunta Kinte, el inolvidable héroe de Raíces, deMarvin J. Chomsky .


Título original: 12 Years a Slave (Twelve Years a Slave)
Año: 2013
Duración: 133 min
País:  Estados Unidos
Director: Steve McQueen
Guión: John Ridley (Biografía: Solomon Northup)
Música: Hans Zimmer
Fotografía: Sean Bobbitt
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Quizás el título adecuado hubiera debido ser Doce años como esclavo, porque implicaría que ha habido otros años en que el protagonista no lo ha sido. El que han puesto puede dar a entender que siempre ha sido esclavo pero que la esclavitud sólo duró doce en total. Sea como sea, es muy difícil  hacer abstracción del contexto a la hora de ver una película. No se ve igual esta película en Noruega que en Gambia que en Virginia o, y ahí quiero llegar, en la Catalunya que lleva no doce, ¡sino trescientos años de esclavitud!, al decir de su máximo representante institucional –aunque esto sea una paradoja, como es evidente-. Entra uno en el cine diciéndose que saldrá de él comprendiendo a la perfección la ideología secesionista y acaso empatizando, en el no va más de las hipótesis…, con su causa. Demasiadas expectativas y demasiados condicionantes para lo que, en ningún caso, es un entretenimiento ni una diversión, categorías que no sirven cuando el séptimo arte se vuelve combativo y quiere “remover” las conciencias, al margen del innegable esteticismo que envuelve algunos momentos de la narración como las malikianas descripciones de la naturaleza: ¡esos pantanos y esos sauces!, y algún momento de “awareness” del personaje en medio de ella: absorto en una suerte de rapto que trasciende su angustiosa situación individual.
La película hunde sus raíces cinematográficas en el cine de Hitchcock, cuya película Falso culpable podría entenderse como lejana inspiración de 12 años de esclavitud, si bien enseguida la peripecia personal se va convirtiendo en peripecia colectiva, aunque McQueen no añade nada, desde el punto de vista de la denuncia social, a un buen número de películas que han abordado el tema, y ni de lejos puede compararse con aquella serie televisiva –antecesora lejana de las obras maestras de las que ahora disfrutamos– cuyos ecos aún siguen vivos en la conciencia de las gentes, pues Kunta Kinte ha alcanzado, como rebelde con causa, el mismo estatus que Espartaco. Sin ir más lejos, la descripción de la crueldad para con los esclavos negros es mucho más provocadora, como denuncia social, en Django desencadenado que en estos 12 años de esclavitud. En la película de Tarantino hay un tratamiento de la esclavitud de los negros que lo emparenta con el tratamiento de los  esclavos de emperadores como Calígula o Nerón, mostrando las verdaderas raíces de la lacra.
El aspecto más llamativo, por su ambigüedad moral, de la película es el de la actitud que ante su destino adopta el protagonista, Solomon, dispuesto, sobre todo, a sobrevivir, aunque para ello haya de renunciar a involucrarse en el destino de sus compañeros de sufrimiento, haya de endurecerse, de petrificarse ante el dolor ajeno que, si acaso, puede desgarrarlo por dentro, pero no tanto como para forzarlo a la acción heroica, aunque inútil. Digamos que nos hallamos ante un perfecto calculador –se insiste demasiado a lo largo de la historia en que el personaje sabe mucho para ser lo que es (que quien no lo es nunca para nadie desde que es secuestrado, como en una breve pero magistral interpretación nos muestra Paul Giamatti), que es un Salomón– que aplica todo su saber a la tarea de sobrevivir para encontrar el modo como salir de esa angustiosa situación que, además de hitchcockiana puede ser considerada, por derecho propio y esquema argumental, como kafkiana, en la doble manifestación del perseguido judicialmente en El proceso como en la del escarabajo de La transformación –título más apropiado, al parecer de los estudiosos actuales–, porque hay algo del escarabajo kafkiano en la secuencia del despertar encadenado del personaje con la que se inicia su proceso de “descenso” a la condición de animal de trabajo cuya terrible doma nos avisa de los horrores que nos esperan a continuación, aunque McQueen ha sabido dosificarlos con unas sabias dosis de remansos humanizadores como el del primer amo de Platt, un Platt cuyo despersonalización comienza por el cambio de nombre que oculte el rastro del delito gracias al cual ha sido capturado y cuya aventura consistirá en recuperar su verdadero nombre, que lleva implícito el saber que en él se ostenta.
Viendo la película se me superpusieron imágenes de la última parte de los viajes de Gulliver, cuando éste llega al reino de los Houyhnhnms y se encuentra con los yahoos, unos humanos cimarrones que son vistos por los sabios caballos como animales salvajes y de los que él, Gulliver, se distancia, no reconociéndolos como de su propia especie. A Solomon le ocurre algo parecido, ¿qué tiene él que ver con esos seres primitivos, sin estudios, que parecen haber nacido para cumplir ese aciago destino? ¿Por qué ha de vivir y padecer como ellos si él es radicalmente “diferente”? La distancia que mantiene frente a sus compañeros de cautiverio forma parte del lento proceso de asunción de su situación y de la toma de conciencia de su pertenencia a lo que el poeta senegalés Léopold Seda Senghor, justamente popularizado por las élites progresistas en los años 70 del siglo pasado, llamó la negritud. Entre los varios momentos climáticos –casi todos ellos dolorosos– que nos ofrece la película, quisiera destacar el del canto funeral junto a la tumba de un esclavo fallecido: de una manera demasiado obvia, pero no por ello menos emotiva, Platt se une al canto de esperanza de esos seres privados hasta de la condición humana. Pero el coraje para afrontar su existencia que le suplican a Dios, Solomon sabe que sólo puede salir de ellos mismos, y a ello dedicará su vida como activista abolicionista, pues hemos de considerar que el periodo cronológico que narra la película 1841-1853 aún está lejos de la Guerra de Secesión norteamericana y, por consiguiente, de la abolición de la esclavitud en todo el territorio, por más que  la segregación racial haya seguido formando parte de la vida usamericana hasta prácticamente nuestros días.
La mirada retrospectiva hacia aquella barbarie esclavista no puede dejarnos satisfechos, tras el visionado de la película, como si hubiéramos visto algo que pertenece exclusivamente a la Historia, porque a dos manzanas del cine abren sus puertas  meublés clandestinos –o peluquerías-tapadera chinas– en el que hay esclavas sexuales a las que se trata igual que a las esclavas de la película, locales donde los nativos no dudan en entrar y consumir con la misma indiferencia del tratante encarnado por Giamatti y, además, con el hipócrita consentimiento de las autoridades que hacen poco o nada por erradicar esa lacra. ¿Qué se puede esperar, al menos en Catalunya, donde un negrero tiene estatua levantada al comienzo de la Vía Layetana?



viernes, 17 de enero de 2014




La Trilogía de los perdedores de Aki Kaurismäki: La estética hierática y la conciencia social.
 
       
Título original: Kauas pilvet karkaavat (Drifting Clouds). Nubes Pasajeras.
Año: 1996
Duración: 96 min.
País: Finlandia
Director: Aki Kaurismäki
Guión: Aki Kaurismäki
Música: Shelley Fisher
Fotografía: Timo Salmine
 


Título original:  Laitakaupungin valot (Lights in the Dusk). Luces al atardecer.
Año:  2006
Duración:  80 min.
País: Finlandia
Director Aki Kaurismäki
Guión: Aki Kaurismäki
Música: Melrose
Fotografía: Timo Salminen




Junto con El hombre sin pasado, una cinta de Aki Kaurismäki que tuvo cierto éxito en la cartelera barcelonesa, si bien entre las minorías cinéfilas, otras dos películas formaban con esa una trilogía llamaba Trilogía de los perdedores: Nubes pasajeras y Luces al atardecer. De ellas quiero hablar ahora. Se trata de dos películas que se venden juntas en un estuche, a pesar de que lo propio hubiera sido ofrecer las tres a la venta. En todo caso, el visionado de estas dos películas permite confirmar las impresiones favorabilísimas que me produjo El hombre sin pasado: la confirmación de estar ante uno de los cineastas más personales del cine europeo, a la par, sin duda, del propio Lars von Trier, por poner un ejemplo de cine muy distinto del suyo pero con una capacidad de impacto visual muy semejante a la del finlandés, aunque en otra escala de producción, porque mientras el cine de Trier alcanza la categoría de gran producción, el de Kaurismäki bien puede encuadrarse en el cine de bajo presupuesto..
Lo primero que llama la atención de las películas de Kaurismäki es el curioso y contrastado cromatismo, después, la puesta en escena y, finalmente, el método interpretativo de actores y actrices, ajustados a un patrón que se forma mediante un uso del ritual y del hieratismo que pueden, y deben, desconcertar al espectador poco familiarizado con el mejor cine europeo y en modo alguno acostumbrado a tales interpretaciones, más cerca de la intensidad del cine mudo que del cine sonoro, más cerca de Dreyer que de Fellini. Hemos de añadir a esas características básicas del cine de Kaurismäki otras dos que no podemos dejar de mencionar. La primera es un personalísimo sentido del humor, tan sutil que bien puede pasar desapercibido, pero que permite afrontar con cierta esperanza las dramáticas situaciones laborales que se plantean en ambas películas, de una extrema crudeza. La segunda es la selección musical de canciones que coadyuvan a la creación del clímax emocional de una forma casi determinante. Es chocante, además, que frente a ese hieratismo de las interpretaciones, al que le está vedada la expresión exterior de los sentimientos, se escojan canciones de géneros tan apasionados como el tango, por ejemplo.
Quien vea estas dos películas se verá sometido a una especie de hechizo visual que no le hará apartar los ojos de la pantalla, a la que quedará fijado por arte y gracia de la atracción que sus cuidadas imágenes, sus encuadres, la puesta en escena de cada uno de los planos, ejerce sobre nuestra mirada asombrada. De hecho, los encuadres de Kaurismäki tienden a abarrotar el plano con la presencia humana ante un decorado que parece hecho a escala inferior de la persona, como si los personajes se introdujeran en un teatrillo de alcoba. Si, además, constatamos su silenciosa aparición y la ausencia absoluta de espontaneidad, obtenemos un contraste definitivo para explicar el porqué del magnetismo de estas películas. No es menos cierto, con todo, que los actores y actrices de Kaurismäki dominan a la perfección eso tan difícil que es, en su cine, mezclar la inexpresividad de las emociones con la emoción de la inexpresividad: La galería de rostros de las películas de Kaurismäki es propia del cine mudo y recuerda notablemente el efecto de los primeros planos de las películas de Eisenstein, autor del que no está muy lejos el cineasta finlandés.
Las dos historias son historias de pérdidas de trabajo y de dificultades existenciales, si bien ambas tienen finales felices, o moderadamente felices. Los personajes poseen, todo ellos, una determinación interior que parece dar a entender que son capaces de hacer frente al destino, aunque, en todos los casos acaban siendo víctimas de él, si bien, como en el caso de Nubes pasajeras, también beneficiarios de sus ironías piroténicas. En el caso de Luces al atardecer, por otro lado, el remedo del cine negro con vampiresa incluida, le confiere una lectura en clave de parodia que en Nubes Pasajeras se manifestaba como parodia de un género musical, el tango. Ello confiere a ambas películas una sutil ironía que alivia la angustia del espectador, sin llegar a anularla. La inexpresividad general de la que hemos hablado se manifiesta en forma de incomunicación verbal y de comunicación al nivel del sobreentendido o de la complicidad en el caso de la pareja de Nubes pasajeras. Para un espectador del sur, el mundo finés se le puede aparecer como un exotismo, y sus mentalidades algo tan glacial como ajeno. La composición de las escenas recuerda muy notablemente la pintura flamenca, pero el cromatismo intenso de colores muy definidos: verdes y naranjas, sobre todo, contrasta poderosamente con esa inexpresividad, como si toda la pasión ausente de los personajes se manifestara en el fondo contra  el que se recortan como marionetas los personajes de estas historias de las innumerables crisis a las que siempre se enfrentan los trabajadores sin otra arma que su fuerza de trabajo. En esta película, además, teniendo en cuenta la temática, choca mucho la ausencia de estructuras sindicales a las que recurran los trabajadores, como si su lucha fuera estrictamente individual, calvinista.

Si el espectador es capaz de hacer abstracción de sus experiencias cinematográficas tradicionales y se desprejuicia y entrega a esta innovadora manera de concebir el séptimo arte, seguro que hallará motivos de satisfacción en esta Trilogía de los perdedores, porque El hombre sin pasado es de tan obligada visión como Nubes Pasajeras y Luces al atardecer.

jueves, 9 de enero de 2014

La gran belleza, de Paolo Sorrentino

La gran belleza: La lúcida tristeza de las viejas bacanales.

Título original: La grande bellezza
Año: 2013
Duración: 142 min.
País:  Italia
Director: Paolo Sorrentino
Guión: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello
Música: Lele Marchitelli
Fotografía: Luca Bigazz



La Gran Belleza, una película sólo apta para devotos amantes del cine, es una suerte de homenaje a lo mejor no sólo del cine italiano –Fellini en primer lugar indiscutible, desde La dolce vita hasta I vitelloni, pasando por El satiricón; el inconmensurable Antonioni, con su desoladora visión del ser humano; el imprescindible Rossellini de Viaggio in Italia, y last but no least, el poderoso Visconti de El gatopardo, de cuyo escéptico personaje, el príncipe Salina, tantas reminiscencias hallamos en el desengañado escritor y cronista de la vida romana Jep Gambardella, magistralmente interpretado por Toni Servillo, sin duda en el papel de su vida–, sino también del cine mundial, porque la presencia del recuerdo de Buñuel, sobre todo en las escenas religiosas, pero no solo en ellas, desde El ángel exterminador hasta El discreto encanto de la burguesía, pasando por Viridiana es harto evidente.
Lamento haber encadenado tantas referencias en tan pocas líneas, pero Sorrentino es el responsable de que su película suscite tantos ecos no solo fílmicos, sino históricos y literarios. La realidad que describe Sorrentino está enraizada en la sociedad italiana desde los descendientes de Augusto, con Heliogábalo y Nerón a la cabeza, paradigma ambos de la vida licenciosa, pero también en su literatura, como El Satiricón de Petronio, libremente adaptado por Fellini. Todo ese andamiaje cultural en modo alguno pueden explicar el valor de La gran belleza si no hubiéramos tenido un cicerone como Jep Gambardella, profundamente bíblico, porque la película puede entenderse como la ilustración del famoso primer capítulo del Eclesiastés: vanidad de vanidades, todo es vanidad; pero también fiel a la tradición del “árbitro de la elegancia”, Petronio: Andamos por el mundo como globos hinchados. Somos menos que las moscas; ellas, al menos, tienen cierto poder; pero nosotros no somos más que burbujas. Burbujas son, en efecto, los personajes que aparecen en ese mundo en el que no hay transgresión que no parezca lo que es: un triste simulacro de otras anteriores. Estamos ante un retrato desolador del vacío existencial revestido de supuesto glamour, pero, en el fondo, inequívocamente hortera. No diré que como las famosas bacanales del ínclito  Roldán, de las que se publicaron espeluznantes fotografías, pero por ahí se anda.  Roma es parte sustancial del argumento, porque La gran belleza es un recorrido por una ciudad cuyo arte ubérrimo choca frontalmente con la degradación de esas vidas vacías que se mantienen en un eterno vivir a destiempo para tratar de apresarlo, pero, como advierte el resignado Gambardella, ese mundo decadente acelera su propia degradación y se acerca con pasos agigantados a la desaparición, a la muerte. Ellos, Gambardella y quienes comparten con él el espacio asfixiante de la burbuja, son un mal sueño de la realidad de la que parecen huir viviendo a contracorriente. 
 La gran belleza es una película triste, poderosamente melancólica, ya lo hemos dicho, pero Toni Servillo, con unos registros expresivos tan excepcionales como carentes de artificio –viéndolo recordé a todos esos actores italianos y españoles que actuaban sin otro método que la naturalidad cabal: Anna Magnani, Alberto Sordi, Vittorio Gassman, Pepe Isbert, Manuel Aleixandre, Cassen…–, consigue que interioricemos su complejo mundo de sensaciones contradictorias y que entremos en su doble y desoladora visión, la de sí mismo y la de lo que le rodea, una realidad de excepción fríamente disecada desde un escepticismo y una ironía que a veces se quiebra para llegar a rozar la trascendencia de la tragedia, pero que, en sus momentos más vibrantes y consistentes alcanza de lleno la virtud expresiva del mejor esperpento, de lo grotesco.

Es difícil que una película como La gran belleza, a pesar de su ritmo calmo, su índole descriptiva y reflexiva, pueda dejar indiferente al espectador. No niego que haya quien pueda descabezar un sueñecito aprovechando una banda sonora excepcional y los cautivadores silencios que favorecen la reflexión, sobre todo en los paseos nocturnos de nuestro Virgilio particular, pero me parece imposible que haya alguien refractario a la belleza que destilan las imágenes de la película, la emoción que depara la actuación de Toni Servillo y el recorrido por una ciudad que respira belleza eterna. El crítico mejor pagado de El País –el mejor es, sin duda, Jordi Costa– reconoce que necesitó dos visionados de la película para llegar a saborearla. Los cinéfilos no profesionales necesitamos más de dos, como ocurre con los clásicos intemporales, para poder seguir captando sus muchos valores. La gran belleza es cine. Solo cine. El cine.

El consejero, de Ridley Scott



El consejero: Teledependencia cinematográfica.

Título original: The Counselor

Año: 2013

Duración: 117min.

Director: Ridely Scott

Guión: Cormac McCarthy

Intérpretes: Michael Fassbender, Brad Pitt, Javier Bardem, Cameron Díaz, Penélope Cruz,Rosie Pérez, Bruno Ganz, Rubçen Blades, etc.

 

          Inauguro este rincón de crítica cinematográfica con la reseña de una película, El consejero,  cuya presencia en la cartelera no se espera larga, ni, la poca que haya, intensa, teniendo en cuenta las decepciones que suma en las expresiones cariacontecidas de quienes abandonan la sala, a pesar del guiño televisivo del final de la película, cuando aparece el jefe de policía de Breaking Bad en el lado de los maleantes, recordando lo que parece haber sido el motor de la película: la gratísima impresión e indeleble recuerdo visual y argumentativo que en el director Ridley Scott y en el no menos afamado autor del guion, el novelista Cormac McCarthy, ha dejado la laureada serie norteamericana Breaking Bad, quizás de lo mejor de ese universo fílmico que le está ganando el pulso a la industria cinematográfica, porque series como Mad Men, Dos metros bajo tierra y Carnivale, entre otras, junto con la recién acabada Breaking Bad,  no sólo maravillan al espectador desde el punto de vista cinematográfico, sino que han empequeñecido ciertas superproducciones que no pueden ocultar la vaciedad de sus planteamientos narrativos y visuales. Ridley Scott, al menos, quiere ser fiel al modelo, si bien no le ayuda en modo alguno el hiperelíptico guion de McCarthy, lleno de una filosofía de barra de bar enunciada con una pomposidad, Arthur Mas’ style, para rechifla de los espectadores con cierto número de películas en la retina, y una puesta en escena que, en algunos casos, los peores, recuerda a Huevos de oro, de Bigas Luna  y, en otros, a alguna escena de Nueve semanas y media. Cuando el guion es poco menos que abstruso, los actores navegan perdidos, gestual y vocalmente, por un mar de escenas inconexas de las que no emerge de ninguna de las maneras un pathos consecuente, sino, siguiendo la nefasta estela de Almodóvar una sucesión de “momentos” en los que los directores pueden decirles a sus actores y actrices que han estado «divinos», «insuperables», magnificent, splendorous, etc., pero que en modo alguno satisfacen las expectativas narrativas que aportan los espectadores. Es cierto que la sofisticación de la violencia criminal continúa impresionando a los espectadores, en escenas más propias del gore que de un cine de autor, pero utilizar ese recurso, en según qué películas, es una demostración no de realismo, sino de impotencia cinematográfica. Al parecer de este castigado –en su sentido medieval– espectador, cualquier capítulo de Breaking Bad vale por toda esta película, y ni una sola de las escenas de este Counselor es capaz de captar ni una brizna de la magia fílmica de cada uno de esos episodios, aunque hay planos, sobre todos los del desierto, en que la realización se acerca al modelo original. Visualmente solo quedará en la memoria del espectador una escena: la de la masturbación felina de Cameron Diaz sobre el parabrisas del coche descapotable de Javier Bardem, acaso el único actor que no naufraga del todo en esta película tópica, anodina y, eso sí, ultrapretenciosa. Ahora bien, cae fuera de lo racional y de la corrección estética cualquier intento de asociar, por lejanamente que sea, la «gueparda» Díaz y La mujer pantera de Jacques Tourneur, por supuesto, porque lo que en esta era categoría, en la Díaz es mera anécdota…