miércoles, 24 de abril de 2024

«Mia madre» y «Tres pisos», de Nanni Moretti: la veta de la vida misma.

 

Título original: Mia madre (My Mother)

Año: 2015

Duración: 102 min.

País:  Italia

Dirección: Nanni Moretti

Guion: Nanni Moretti, Francesco Piccolo, Valia Santella

Reparto: Margherita Buy; Nanni Moretti; John Turturro; Giulia Lazzarini; Beatrice Mancini;

Stefano Abbati; Enrico Ianniello; Anna Bellato; Tony Laudadio; Lorenzo Gioielli; Pietro Ragusa; Tatiana Lepore; Monica Samassa; Vanessa Scalera; Davide Iacopini; Rossana Mortara; Antonio Zavatteri; Camilla Semino Favor; Domenico Diele; Renato Scarpa; Francesco Acquaroli; Francesco Brandi; Gianluca Gobbi.

Fotografía: Arnaldo Catanari.

 



                                                                            

Título original: Tre Pianiaka

Año: 2021

Duración: 119 min.

País: Italia

Dirección: Nanni Moretti

Guion: Nanni Moretti, Federica Pontremoli, Valia Santella. Novela: Eshkol Nevo

Reparto: Riccardo Scamarcio; Alba Rohrwacher; Nanni Moretti; Margherita Buy; Alessandro Sperduti; Stefano Dionisi; Adriano Giannini; Denise Tantucci; Anna Bonaiuto; Elena Lietti; Paolo Graziosi; Tommaso Ragno.

Música: Franco Piersanti
Fotografía: Michele D'Attanasio
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La difícil narración de lo cotidiano o los deslices melodramáticos.

          Por edad he visto Mia madre con la atención de quien tiene la experiencia de la que la película nos habla, aunque cada familia es un mundo, cada madre un misterio y cada hijo un enigma. Tres pisos viene a ser la ampliación *éxtima, que diría Unamuno, de esa veta cotidiana que a todos, en uno u otro sentido, nos afecta, con mayor o menor verosimilitud o mayor o menor intensidad, porque nadie está exento de la obra del azar en sus días.

          En Mia madre, dos hijos se turnan para cuidar de una madre desahuciada cuyo final ineluctable está próximo. Ella es una directora de cine que rueda una película de contenido social sobre la revuelta de unos obreros contra el gerente de la fábrica, dispuesto a meterlos en cintura. El actor invitado es un italoamericano en horas bajas, interpretado por John Turturro, quizás un poco pasado de revoluciones, y con quien la directora tiene sus más y sus menos, por la incapacidad del actor para recordar sus parlamentos y por la suma dificultad de hacerlo en el italiano que requiere el papel, y ahí es donde Turturro borda el papel a fuer de extralimitarse, si bien acaba cansando, me temo. Por medio, sin embargo, tenemos algunas escenas de rodaje, sobre todo la del automóvil, que son de lo mejorcito de la película. La directora tiene la mente en la habitación del hospital donde la madre no acaba de recuperarse, aun a pesar de que su hermano le haya insistido en que su madre está a punto de morir, que no hay nada que hacer, algo que la hija no acepta, quizás porque no ha tenido con su madre la relación cuya ausencia ahora la atormenta. Sí, de los padres nos acordamos cuando advertimos en la soledad en que los hemos dejado siempre, por vivir nuestra propia vida. Algo tan natural puede, sin embargo, convertirse en una amarga fuente de remordimientos. El hermano, interpretado por Moretti, de modo tan discreto como eficaz, es el otro polo de la melodramática hermana, cuyos sueños terribles también la atormentan, uno de los cuales parece una copia de Amor, de Haneke, tres años anterior a esta. Desde el punto de vista cinematográfico es interesante el día a día de un rodaje semicaótico y cómo quien ha de actuar como directora de orquesta se ve sobrepasada por su situación familiar y no acierta, sino a trancas y barrancas, a sacar adelante el proyecto, durante el que ha roto con su actual pareja, uno de los actores de la película que rueda. Mejora cuando la madre sale del hospital para morir en casa, y cuando se suman a la situación su hija y su exmarido.  El hijo, Moretti, aprovecha la situación de la madre para reconsiderar su vida laboral y jubilarse anticipadamente, lo que provoca la incomprensión de su jefe. La risa búdica con que acoge el personaje la sugerencia de su jefe de que a los 54 años es de muy difícil inserción laboral lo dice todo de la evolución existencial del personaje, desde luego: ¡es tan incomprensible que se escoja la vida, por humilde que sea, al triunfo o al bienestar social! La figura de la madre no es la de una madre cualquiera, sino la de una profesora de clásicas —¡qué escena tan estupenda la de la hija adolescente que se queja de tener que estudiar latín…!—, culta, que, al salir del hospital ayuda a la nieta con sus deberes y cuyo despacho es visitado con doloroso respeto por sus hijos. Y ahí sí que la película, a los lectores empedernidos y aficionados a las letras, el latín incluido!, nos coge por el gaznate y nos aprieta el lagrimal, porque se nos vienen a las mientes las coplas de Manrique y su ubi sunt estremecedor, ante la sola idea de no estar ya junto a esos abarrotados anaqueles donde se ha ordenado y desordenado al tiempo nuestra vida: la presencia inmaterial de la madre entre esos libros, en esa mesa de trabajo, sobre el vade de cuero. La película puede no ser redonda, pero sí contener alguna escena extraordinaria, como la que describo. Pasaba lo mismo con La familia, de Ettore Scola y aquel pasillo que recorría el personaje para simbolizar la travesía de su vida, de edad en edad…

          Tres pisos tiene su valor en el artificio narrativo que yuxtapone tres historias muy diferentes que afectan a personajes que viven en el mismo edificio. A partir de un accidente en el que un coche que ha perdido el control atropella y mata a una mujer, para acabar estrellándose contra el bajo de una de las viviendas del bloque donde vive también el conductor, accidente que es contemplado, a su vez,  en su ida hacia el hospital para dar a luz por otro de las vecinas del inmueble se nos van a contar tres historias familiares, como la anterior, pero de muy diversa naturaleza, como corresponde a los tres cuentos que forman parte de la obra original, con el mismo título, publicados por el autor israelí  Eshkol Nevo. El causante del accidente es el hijo de un juez que nunca parece haberle hecho demasiado caso y que ha sido sobreprotegido por la madre, quien lo idolatra como si fuera, para ella, más importante que su propio marido, aunque el fracaso de esa doble deseducación es evidente y lleva a que su hijo se distancia de ella incluso tras la muerte del padre. La parturienta es una mujer frágil que está convencida de haber heredado la enfermedad mental de la madre, y cuyo marido, que trabaja en el extranjero solo va a verla muy de vez en cuando. La pésima no relación del marido con su hermano, aparentemente un triunfador, en realidad un estafador de cuello blanco, acaba siendo la causa de un enfrentamiento entre los esposos, cuando se entera de que el hermano, huido de la justicia, se ha refugiado unos días en la casa, sin aceptar, además, que sea capaz de un genuino afecto por su sobrina. El hombre a quien el joven hijo del juez ha destrozado el bajo, ¡y qué impactante la imagen del coche detenido ante la hija de la pareja que habita en ese bajo!, deja a su hija al cuidado de los vecinos jubilados, un vecino que se porta con la hija como un abuelo entregado, pero, por la desorientación propia de su principio de senilidad o de Alzheimer, el hombre se pierde con la cría y es encontrado por la joven parturienta. A partir de ahí, el hombre desarrolla la malsana idea de que el viejo ha abusado sexualmente de su hija y se le acaba convirtiendo en una obsesión. Finalmente, el anciano es ingresado y muere, pero, para entonces, el hombre obsesionado ha sido seducido por la nieta de ese hombre, quien, tras comprobar que el hombre no está dispuesto a dejarlo todo por ella, lo acusa de violación. Su esposa, tras el desengaño inicial, está dispuesta a apoyar a su marido para conseguir restablecer la verdad: que no fue una violación, sino que hubo consentimiento y que el asunto no fue más allá de una inexplicable infidelidad, propia de un ser obsesivo, incapaz de reconocer en él al depredador que él consideraba que era el viejo que cuidaba a su hija.

          La habilidad de Moretti para ir de unas a otras historias, contando el elíptico paso de los años que nos permiten verlas en perspectiva, algo así como el famoso qué fue de los personajes después del presente que hemos visto en pantalla, compone un fresco social e individual en el que las psicologías torturadas nos muestran que el drama no es algo que ocurre lejos de nosotros, sino en nuestra propia escalera de vecinos, a poco que, como ocurre en este caso, haya unos mínimos de relación entre esos vecinos. La dirección de Moretti toma cierta distancia respecto de los personajes y los vemos evolucionar desde la mayor objetividad posible. No hay identificación ninguna con nadie, ni siquiera con los perdedores, porque todos, en una u otra manera, lo son: es lo que tiene el drama, mancha indeleblemente. Las actuaciones son notabilísimas, porque no es fácil sacar adelante personajes tan atormentados o aparentemente trastornados, como la parturienta inicial,  Alba Rohrwacher, hermana de la directora que acaba de estrenar La quimera, el obsesivo Riccardo Scamarcio, que llega a hacerse a nuestros ojos tan odioso como a los ojos de su propia mujer… o Alessandro Sperduti, en el difícil papel del hijo resentido contra unos padres que no lo han entendido nunca ni lo han ayudado, una historia muy de nuestro tiempo, en el que los padres parecen haber abdicado de la educación de sus hijos, dando por sentado que es una labor de la escuela.

          La vida cotidiana, cuando se la contempla con ojos desprejuiciados, encierra un potencial narrativo que estos Tres pisos han sabido contar con una delicadeza soberbia, porque en ningún momento hay una mirada moralizante que nos guíe. Somos nosotros quienes hemos de tomar partido y entender o condenar las acciones de los personajes. Ocupamos, de algún modo, «el lugar del juez» que deja a su hijo solo ante la Justicia y sus actos.

domingo, 21 de abril de 2024

«Fallen Leaves», de Aki Kaurismäki, un cine inconfundible.

El poder del amor frente al fracaso, la tristeza y la escasez.

 

Título original: Kuolleet Lehdet

Año: 2023

Duración: 81 min.

País: Finlandia

Dirección: Aki Kaurismäki

Guion: Aki Kaurismäki

Reparto: Alma Pöysti; Jussi Vatanen; Janne Hyytiäinen; Nuppu Koivu; Sherwan Haji; Matti Onnismaa; Simon Al-Bazoon; Martti Suosalo; Maustetytöt; Sakari Kuosmanen; Maria Heiskanen; Alina Tomnikov; Juho Kuosmanen; Anna Karjalainen; Kaisa Karjalainen; Mika Nikander; Paula Oinonen; Eero Ritala; Misha Jaari.

Fotografía: Timo Salminen.

 

                          La verdad es que desde que vi en 2002, Un hombre sin pasado, bien puede decirse que todas las críticas podrían ajustarse al patrón de la que hice para las dos películas que formaban con la anterior la llamada Trilogía de los perdedores(https://elojocosmologicodejuanpoz.blogspot.com/search?q=La+trilog%C3%ADa+de+los+perdedores). Porque si algo caracteriza a Kaurismäki, como a Ozu, es su perseverancia en la fidelidad a un estilo personal que hace de su cine algo inconfundible, personal, y acaso imitable, pero siempre insustituible. La fuente de la profundidad de su cine es la mirada con que son vistos sus personajes, más allá de la condición de estos. Kaurismäki no se complica la vida para crear unos planos, muy a menudo fijos, en los que los personajes ocupan el espacio casi como pidiendo permiso para hacerlo, como si fueran extraños que se han colado en la película y supieran que no son lo suficientemente importantes como para que la cámara se fije en ellos; pero, ¡milagro de milagros!, esa terrible «insignificancia» de los perdedores es, precisamente, lo que lleva a Kaurismäki a no perder plano de unas vidas sometidas a un férreo sistema social que reprime cualquier alteración del orden que infrinja los severos códigos laborales, sea el descuido de un producto caducado, sea la más peligrosa de beber alcohol durante la jornada laboral. La Finlandia de los perdedores que retrata el director tiene un punto patético muy difícil de entender para la gente del sur, para nosotros, mediterráneos ruidosos, alegres, dicharacheros y callejeros, siempre prontos a la sociabilidad aun con el mismísimo diablo. El bar de hombres solos dedicados exclusivamente a beber, como monjes de una extraña secta religiosa, tiene un aura de fracaso existencial absoluto que cuesta lo suyo digerirlo. Hay un hieratismo estatuario en los personajes de Kaurismäki que convierte muchas de sus escenas en cuadros pictóricos al estilo de algunos pintores tipo De Chirico, Magritte o Hooper. Roy Anderson, Canciones del segundo piso, por ejemplo, es un excelente deudor nato del director finlandés. Más aún por el uso que el director hace de los colores, siempre muy vivos y marcados, en un contraste feliz con los espíritus sombríos que dominan usualmente a sus personajes. Pero a ese hieratismo se suma un minimalismo llevado al extremo, como si la vida fuera una suerte de situación provisional sobre cuyo futuro somos incapaces de albergar la más mínima expectativa. Ahí está, por ejemplo, la invitación a cenar que la protagonista le hace al joven que sin darse ni cuenta pierde su teléfono y provoca un malentendido terrible que solo tras algún tiempo puede ser subsanado. Como va a tener un invitado, se ve en la necesidad de comprar la vajilla necesaria para otra persona. Un detalle hipersignificativo de la concepción de la vida que tienen los personajes solitarios y derrotados que se arrastran por la vida con la inercia del vivir pero sin la esperanza de realizarse en esa vida. El cine de Kaurismäki no excluye el humor, usualmente en forma de ironía muy mordaz, y la verdad es que no sé si en finlandés tienen un proverbio como el nuestro: «sin padre ni madre ni perro que le ladre», pero esa es la historia de la triste protagonista que ha perdido a su familia por el alcohol y está a punto de enamorarse de un alcohólico, quien, ante la perspectiva de que su drogadicción le arruine la vida, toma la necesidad de regenerarse y aspirar a hacerse acreedor a la buena suerte de haber encontrado a alguien con quien poder congeniar y vivir, aunque la cama que hay en casa de ella «es muy estrecha», como advierte enseguida.

          Ese humor aparece en esta película en forma metacinematográfica, entre otras ocasiones, cuando en su primera cita van los dos a ver Los muertos no mueren, de Jim Jarmusch y ella comenta, seria como un disgusto, que nunca se había reído tanto en una película, y un par de espectadores que salen de la película antes que ellos comentan que les ha recordada Banda aparte, de Godard. Y, sin humor, como homenaje a Breve encuentro, de David Lean, ante cuyo cartel hablan los personajes, y en la que parece haberse inspirado esta potente historia de amor, algo más atrabiliaria que la de los ingleses.

          La película, en el fondo, es una hermosa, triste y gozosa película de amor, y déjenme que les chafe el final, porque tiene un final feliz que hace las delicias del espectador que propiamente pierde el aliento ante vidas tan torcidas y desesperanzadas. No destriparé el argumento, porque hay vaivenes propios de la fatalidad que conviene recibir como se merecen, pero Kaurismäki eleva su habitual empatía con los personajes a unos niveles de complicidad y de esperanza que no suelen ser usuales en su cine. Seguir los meandros de esta insólita historia de amor, ¡tan poco efusiva emocionalmente!, es un reto que depara una sutil felicidad última. Si, además, la banda sonora acompaña el relato de forma tan ajustada, el espectador, por adversa que sea la situación descrita en la pantalla, intuye que en esa historia lo justo es que acaba abriéndose paso la esperanza, porque la vida puede ser dura, e incluso cruel, puede ser desesperanzada, o aburrida, y siempre injusta, pero no puede dejar que lo que a todas luces parece la última oportunidad para el amor pase de largo, se desvanezca.

          Imagino que no deben de ser pocos los finlandeses que renieguen del cine de Kaurismäki, porque la imagen que ofrece del país no es la mejor cara que a los «patriotas» les gusta enseñar de su pequeño paraíso, pero sus personajes van más allá de su nacionalidad y adquieren un significado universal, como universal es la historia de amor extraño que protagonizan. Hay algo, además, del primer amor adolescente en esta historia que aún la hace, a pesar de los pesares del contexto, más entrañable y tierna; un algo que, sobre todo a través del trabajo de la actriz, Alma Pöysti , con su virtuosismo expresivo extraordinario, nos emociona profundamente.

          Quienes no conozcan a Kaurismäki, tienen con esta película una excelente oportunidad para entrar en conocimiento de uno de los directores europeos más originales de los últimos decenios.

lunes, 15 de abril de 2024

«Un optimista de vacaciones», de Henry Koster o las pesadillas familiares…

 

Un guion feliz de Nunnally Johnson para una comedia familiar apta para todos los públicos…

 

Título original:  Mr. Hobbs Takes A Vacation

Año: 1962

Duración: 116 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Henry Koster

Guion: Nunnally Johnson

Reparto: James Stewart; Maureen O'Hara; Lauri Peters; Fabian; Harold Miller; John Saxon; Lili Gentle; Marie Wilson; John McGiver; Reginald Gardiner; Natalie Trundy.

Música: Henry Mancini

Fotografía: William C. Mellor.

 

          Entrado el calor con ímpetus bien conocidos de poco tiempo a esta parte, una comedia veraniega sobre las vacaciones de una familia numerosa es un visionado perfecto del inmediato futuro que a muchos les espera en menos de tres meses. Los primeros compases de la música de Mancini evocan, creo que en justo homenaje, los de las partituras de Alain Romans para Las vacaciones de Mr. Hulot y de Mon oncle, de Tati, porque, en el fondo, debió ser difícil sustraerse al poderoso influjo que, tras el estreno de ambas ejerció el genio francés del humor. Nunnally Johnson construye un excelente guion sobre una novela de Edward Streeter, autor, a su vez, de otra sobre la que Vincente Minnelli realizó uno de sus grandes éxitos: El padre de la novia. Nunnally Johnson fue también director, entre otras, de una comedia creo que muy poco vista, pero que constituye un magnífico botón de muestra de sus dotes como autor de comedias: How to Be Very Very Popular, pero los aficionados recordarán con una franca sonrisa en los labios su excelente guion para Cómo casarse con un millonario, de Jean Negulesco, donde la Monroe hizo gala de una más que poderosa vis cómica como bellezón cegato. Koster rodó algunas comedias, pero no fue el género en el que más destacó. Rodó Un mayordomo aristócrata, con David Niven, una versión de Al servicio de las damas, la difícilmente superable película de Gregory La Cava, con un inspiradísimo William Powell.

En esta ocasión, y ayudado por un reparto de campanillas, nada menos que Mauren O’Hara y James Stewart, en su primera película juntos, Koster le sacó un excelente partido a una puesta en escena que no desdeña ni siquiera un guiño a la casa de Norman Bates en Psicosis, a juzgar por el desvencijado caserón alquilado, a pie de playa, donde la familia Hobbs va a pasar sus vacaciones familiares, con todos los hijos del matrimonio, el menor, la adolescente y las hijas casadas, con los yernos y los nietos: la ilusión de la madre contrasta con el escepticismo y la resignación del padre, como si supiera exactamente lo que se le viene encima. La historia comienza, sin embargo, con  la llegada al trabajo, tras las vacaciones, del banquero Hobbs y la redacción  de un memorándum dictado a su secretaria «para ser leído solo tras mi muerte», y a partir de ahí, tras ese inicio con tan magnífico humor negro, pues le habla desde la tumba…, y en un largo flashback, se nos cuentan las idílicas vacaciones de un matrimonio y sus difíciles relaciones con las tres hijas de la familia y el niño, adicto a la televisión (y específicamente a los westerns) de un modo solo comparable a como los niños y jóvenes hoy están abducidos por los móviles.

Un planteamiento costumbrista depende en gran manera de la selección de episodios y de ciertos motivos recurrentes que  van apareciendo hasta conseguir esa carcajada por efecto de la acumulación, y ahí la historia cumple con creces, y aun se excede cuando aparece en escena la pareja formada por el empresario que quiere contratar al yerno en paro, que se instala en la destartalada mansión de la familia un fin de semana para «conocer los antecedentes del candidato». La pareja, ambos, John McGiver y Marie Wilson, esta en su último papel en el cine, eleva el nivel de la comedia bastantes enteros, por las situaciones que origina su estrechísimo puritanismo que acaba, finalmente, como el rosario de la aurora… Por el medio, claro está, las vacaciones son el terreno ideal para solventar ciertos problemas de comunicación intergeneracional que afectan, sobre todo,  al padre, poco propenso a hacerse cargo de la educación de sus hijos. Ciertas historias paralelas no hacen sino alargar innecesariamente una película que con los conflictos de la propia familia ya tendría suficiente materia, pero tampoco molestan. La vida de verano, y todo lo relativo al deficiente funcionamiento de las «entrañas» de la mansión, las visitas a la playa, al club náutico y una variante del cine de terror que anunciaba la casa y que, sin embargo, se manifiesta en la salida en barco de padre e hijo, consiguen que la película se vea con cierta complacencia, aunque el trasfondo tradicional de algunos roles les parecerá a los puritanos del wokismo poco menos que de juzgado de guardia. A otros nos sorprende, por ejemplo, la salida del protagonista de un ascensor lleno de fumadores en activo, como si emergiera de un incendio recién sofocado, lo que parece la continuación de la presentación, cuando va con su coche por una autopista literalmente atrapado entre cuatro camiones, y el de delante comienza a expulsar por el tubo de escape un humo negro tan denso que lo priva incluso de la visión. Son pequeños detalles de ambientación que no dejan de tener una voluntad cómica muy conseguida. Las vacaciones se ven como la liberación de la urbe que te asfixia y se convierten en una aventura a medio camino entre el bricolaje y la terapia psicológica.

Fílmicamente, el rodaje en cinemascope permite unos planos elegantes y con colores muy marcados, lo que nos permite siempre una panorámica de conjunto que rara vez escoge el primer plano, como si lo importante fuera la manifestación social de la familia, no los traumas individuales de los sujetos que la componen. Con todo, ese «ideal» familiar es el que se hace pedazos en cuanto aparece un nieto que no soporta al bumpa que tiene por abuelo, de quien huye y de quien, teniéndolo a la vista, se defiende… o cuando todos, sin excepción, se quedan de brazos cruzados mientras él acabe subiendo el equipaje de quienes van llegando, la pareja empresarial incluida, aunque aquí con el añadido de que el empresario al llegar le pide a la esposa que el criado de servicio les suba el equipaje… ¡Exactamente!, ese criado es en quien están pensando… La película, insisto, tiene serias limitaciones de la época, 1962, pero incluso así se deja ver con creciente interés y no poca admiración por el artificio con  que se ha compuesto la obra para exprimir las situaciones cómicas al máximo. No es una de las grandes comedias de la historia del género, pero es una comedia que cumple casi todos los requisitos que admiramos en ellas.

domingo, 7 de abril de 2024

«Estados Unidos del amor» e «Insensatos», de Tomasz Wasilewski, cine puro y duro.

 

Título original: Zjednoczone Stany Milosci (United States of Love)

Año: 2016

Duración: 104 min.

País:  Polonia

Dirección: Tomasz Wasilewski

Guion: Tomasz Wasilewski

Reparto: Julia Kijowska; Magdalena Cielecka; Dorota Kolak; Marta Nieradkiewiicz; Andrezj Chyra; Thomas Tyndyk; Lukasz Simlat; Jedrzej Wielecki

Fotografía; Oleg Mutu

 






Título original: Glupcyaka

Año: 2022

Duración: 107 min.

País: Polonia

Dirección: Tomasz Wasilewski

Guion: Tomasz Wasilewski

Reparto: Dorota Kolak; Lukasz Simlat; Tomasz Tyndyk; Katarzyna Herman; Marta Nieradkiewicz; Agnieszka Suchora; Alina Seban; Michal Grzybowski; Sebastian Pawlak;

Malgorzata Majerska; Kinga Ciesielska; Joanna Król; Dorota Papis; Joanna Pokojska; Bartosz Sak; Hanna Klepacka; Maksymilian Juszczak.

Fotografía: Oleg Mutu.

 

      Dos visiones adultas de los amores imposibles, prohibidos y transgresores, con interpretaciones ajustadísimas a estados de ánimo de muy difícil interpretación con tanta verosimilitud.    


            El cine polaco siempre ha tenido mucho predicamento entre los cinéfilos, porque popular, lo que se dice popular, no creo que lo haya sido nunca. Las películas polacas de Polanski, por ejemplo, no salieron de aquellas salas llamadas de Arte y Ensayo en que muchos nos curtimos en nuestra primera juventud, una suerte de liberalización del franquismo que aspiraba a ser reconocido en Europa como «un país más», algo que desmintió permanentemente y, sobre todo, en los estertores del Régimen, antes de que la flebitis se lo llevara por delante. Todos tenemos en la memoria películas brillantes que nos han formado el gusto cinematográfico. Directores como Wajda, Kieslowski, Zulawski, Zanussi, Holland, Pawlikowski y tantos otros nos han asegurado siempre un cine de altísima calidad al que ahora quiere sumarse un ya no tan joven director, Tomasz Wasilewski, que con una dirección de maneras muy clásicas aborda unas vidas de mujeres marcadas por las difíciles relaciones amorosas y sexuales en la Polonia posterior a la caída del muro y en otra época indeterminada, pero más cerca de nuestro presente. Ambas películas son muy diferentes y conviene abordarlas cada una en su propia especificidad. Fiel a su equipo técnico y a sus actores, advertimos cómo actores y actrices reaparecen en la segunda película con roles distintos de la anterior, pero con unas interpretaciones sobrias, marcadas por la existencia dura de unas relaciones insatisfactorias.

          Estados Unidos del amor, su segunda película, se adentra en las difíciles relaciones afectivas de cuatro mujeres que conviven en el seno de una comunidad en un  barrio obrero. Son cuatro historias muy distintas, pero cada una de ellas está planteada desde una sobriedad formal en los encuadres, en la fotografía de tonos muy apagados, casi tenebrosos, en los lentos travelines que serán determinantes en Insensatos,  en la creación de escenas con cámara fija que, a veces, se permite alguna innovación como la relación sexual de los esposos casi fuera de campo, con un primer plano de la cama deshecha y el matrimonio celebrando el desamor y la necesidad sexual de ella, de pie, con medio cuerpo dentro de campo y el otro fuera, una escena muy bella, pero muy patética, porque la mujer está enamorada de un cura joven de la parroquia a la que ella asiste casi exclusivamente para poder observarlo a sus anchas, porque su enamoramiento es una pasión de tal naturaleza que sufre por no poder tenerlo, de ahí la necesidad de aliviar el deseo sexual que le excita el sacerdote con su marido, quien no acaba de entender nada de nada, porque, fuera del contacto sexual aliviador, el marido le produce un asco infinito. La comida con la hija, en plano fijo también, es una muestra del deterioro de esa relación matrimonial, e impacta en el espectador por la dureza de la misma. Solo hay violencia psicológica, pero es más agresiva que la física a la que sustituye.

Dos hermanas, una de las cuales es directora de la escuela local, y la otra, profesora  de baile, monitora de aeróbic y de aquagym, recién llegados a Polonia, y profesora de ballet en la escuela de su hermana, toman el relevo de la morbosa historia de la enamorada del hermoso cura joven que tanto contrasta con la rudeza de su marido, empleado de la fábrica y sin ningún refinamiento particular. La hermana mayor, la directora, quien mantenía una relación adúltera con un hombre a quien se le acaba de morir la mujer, advierte que él se muestra evasivo, porque quiere dedicar su tiempo a su hija,  y ella decide atacarlo, precisamente, por el lado de la hija, tratando de chantajear a su amante con una posible expulsión de la niña. La respuesta contundente y física del amante desvela la inseguridad absoluta de ella y su desamparo. Todo el poder de que hace gala en su puesto no compensa el desvalimiento en que la deja la ruptura de su relación. Y a partir de la escuela se genera la relación entre dos vecinas de escalera, una profesora que va a quedarse sin trabajo y la joven pluriempleada que espera ilusionada la llegada del fotógrafo de Varsovia que le va a hacer fotos profesionales para intentar buscar su lugar en el cine o en la moda. La profesora en vías de ser cesada está enamorada de la joven, y usará de sus estrategias para atraerla a su casa con una invitación sorprendente en una habitación en la que los pájaros de ella vuelan libremente, mientras ellas comen. Cuando advierte que le dan calabazas para la segunda cita, se acerca a la casa de la joven y advierte el panorama patético de una joven drogada sobre quien el fotógrafo se ha masturbado y corrido antes de desaparecer de la escena. La vieja profesora la asea y luego vuelve a su casa. En el mismo edificio vive también la malmaridada enamorada del sacerdote.

          Las cuatro actrices realizan interpretaciones de mucho valor, sobre todo porque no es fácil expresar desde la contención, la sobriedad y el dolor, como el polvo furtivo de la directora en los lavabos de una estación con un antiguo alumno al que no reconoce…

          Si algo le queda al espectador es la imagen de una sociedad derrotada y triste, incapaz de la alegría y con unas psicologías torturadas por la insatisfacción y cierta mediocridad vital de la que parece imposible salir.

          Insensatos, por su parte, supone un avance formal muy notable respecto de la primera, pero, sin embargo, ahonda en la tortura de unas vidas que se desarrollan ante nuestros ojos sin que nos expliquemos, de buen comienzo, dónde radica la esencia del mal que, las acompaña y determina. La obra se abre con una estilizada relación sexual en una casa con vistas al mar, con unas escenas de insólita profundidad de campo, hermosísimas, en las que la cámara, desde ángulos inusuales, viaja por los cuerpos de los amantes, mostrando, al final, una diferencia de edad que nos sorprende. Ella, tocóloga,  ejerce en un hospital de la población costera, y vive su vida en compañía de quien parece ser su marido, un hombre de unos cuarenta años, frente a los sesenta largos de ella. En un momento dado se presenta la mujer del hijo de ella para «devolvérselo» a la madre, porque le resulta imposible seguir cuidando de él, un gran tetrapléjico, propiamente un vegetal, al que se le han de prodigar cuidados exigentes. El hijo, que aparece barbudo y desnudo como un cristo yacente en planos horizontales que acentúan la impronta pictórica de la película, allá donde se pose la cámara, emite unos sonidos que enloquecen a cualquiera, y que la madre a duras penas puede soportar. La presencia del hijo enfermo afecta a su relación con su pareja, quien coge sus cosas y se va, a pesar de las súplicas de ella, quien queda desamparada y expuesta a una relación ingrata y exigente que la trastorna. Ya desde el comienzo de la película, cuando está la protagonista en la playa con unas amigas, esta decide internarse en el mar sin tener conciencia de lo que está haciendo, y es rescatada por una compañera de trabajo, quien no se explica la suerte de trance bajo el que la doctora se ha internado febrilmente en el mar, con una determinación suicida que se repetirá más de una vez. La imposibilidad de lidiar con la situación del hijo, la lleva a programarle una eutanasia que es aceptada por su pareja y por su hija, quien se presenta ante ella con un resentimiento y una herida abierta que exige una reparación a toda costa. Lo que nos sorprende es que la hija exija de su madre una atención sexual que nos desconcierta radicalmente, porque emerge ella, entonces, como una suerte de diosa de la fertilidad cuyo favor buscan sus hijos. Y sí, por esos derroteros deriva la fábula de una familia demasiado unida y separada y unida… La película tiene escasísimos diálogos y la imagen todopoderosa del enclave en el báltico polonés crea una belleza que contrasta, aun en sus colores metálicos y apagados, con la turbulencia interior de la protagonista, una mujer fuerte que ha de enfrentarse a la difícil decisión de poner fin al tormento de su hijo, de explicárselo a sus otros hijos y a su pareja, y de salir adelante, como cuando recorre los interminables pasillos del tanatorio antes de volver a la luz fría del paisaje exterior marino. Por el camino, ha habido momentos de intensa cinematografía, como cuando el cuarto del hijo tetrapléjico es invadido por gaviotas que se apoderan del espacio e incluso se posan en la cara del enfermo, un simbolismo que puede verse de varias maneras, y entre las que la madre escoge la más positiva.

¡Qué cuidadísima puesta en escena, la de esta película no exenta de morbosidad y retorcimiento! Cine mudo y luminoso. Y con emociones tan intensas como la situación lo requiere. Y hasta aquí puedo decir, porque el final obliga a reconsiderar todo lo visto anteriormente, y a esa revelación ha de llegar el espectador por sus planos contados, en los que se habrá demorado con la misma perplejidad con que asistirá a la estremecedora revelación final.

Para este papel de la madre se necesitaba una actriz como  Dorota Kolak, que hizo de profesora lesbiana en la anterior película del autor. Una mujer de sorprendente expresividad y fuerza, amén de una capacidad inmensa para trasladar al espectador estados emocionales de gran complejidad. El resto del reparto la acompaña, pero ella, propiamente, es la one woman band de esta película hermosa, triste y atrevida, muy atrevida.

lunes, 1 de abril de 2024

«Godland», de Hlynur Palmason o los caminos torcidos…

 

La aventura religiosa de un apasionado de los daguerrotipos y la naturaleza.

 

 

Título original: Vanskabte Land

Año: 2022

Duración: 143 min.

País:  Islandia

Dirección: Hlynur Palmason

Guion: Hlynur Palmason

Reparto: Ingvar Eggert Sigurdsson; Elliott Crosset Hove; Victoria Carmen Sonne; Jakob Ulrik Lohmann; Ída Mekkín Hlynsdóttir; Waage Sandø; Hilmar Guðjónsson.

Música: Alex Zhang Hungtai

Fotografía: Maria von Hausswolff.

 

          Que el cine nórdico tiene fama de describir seres angustiados por una vivencia de la religión en las antípodas del sensualismo con que se vive la fe en el sur de Europa es un hecho irrefragable. Dreyer, Bergman y muchos otros directores nos han metido en vidas torturadas, llenas de dudas, sombras, orgullos mal entendidos y una profunda aversión al pecado omnipresente. Que el protagonista de esta historia sea un sacerdote enviado a la «salvaje» Islandia para construir una iglesia donde ejercer su ministerio y salvar almas para la gloria de dios nos es algo familiar. La novedad, sin embargo, es que el pastor en cuestión es un enamorado del daguerrotipo y carga en su viaje hacia la remota aldea con su preciada y preciosa cámara, con la que aspira a retratar los paisajes y la gente de la agreste isla que decide atravesar a pie y caballería, en vez de hacerlo por la vía más segura y corta del viaje marítimo. A su manera, el pastor tiene un algo de misionero enviado a tierras salvajes, porque el pastor que lo alecciona antes de emprender el viaje, desde la Dinamarca natal de ambos, le describe la isla como un infierno pestilente y a sus habitantes casi como auténticos salvajes difícilmente evangelizables.

          Quienes retengan en la memoria el deslumbrante viaje de Aguirre por la jungla, en Aguirre o la cólera fe Dios, de Werner Herzog, tendrán un referente bastante aproximado para esta otra travesía que desafía, como lo hizo el español, los obstáculos de la naturaleza, llevado por una fe que, sin embargo, no comparte con el pastor protagonista de esta película, quien varias veces se arrepiente de haber aceptado el encargo y, sobre todo, de haber decidido hacer la travesía de la isla a pie. De sus penalidades, no obstante, somos los espectadores quienes sacamos un fruto espléndido, porque la película es un canto a la naturaleza y a la belleza de una isla, captada desde todas las panorámicas posibles con una sensibilidad para la iluminación y el color que poco menos que la convierten en un documental de los muy reputados de National Geographic. Hay un afán documentalista y antropológico en la película y no debe despreciarse, aun a costa de que la acción pastoral del protagonista no progrese como a algunos les gustaría. Nunca antes como en esta película el camino, el viaje, ha sido más importante que el destino. Hay muchas películas centradas en la vivencia adversa de la naturaleza, desde Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Sydney Pollack hasta Náufrago, de Robert Zemeckis, la ultimísima La sociedad de la nieve, de Bayona, bien próxima a esta, siquiera sea por la presencia de la nieve, o El renacido, de González Iñárritu. Y si recordamos el primer documental ya centenario: Nanook, el esquimal, de Robert J. Flaherty, cerramos el capítulo de antecedentes de una aventura con mucho de visionaria y un mucho de artística, porque a Lucas, el protagonista, le parece mucho más atractivo el recorrido a través de la isla que los menesteres pastorales que ha de realizar en una comunidad en la que aún ni disponen de iglesia donde celebrar los oficios.

          El viaje acaba constituyendo una odisea difícilmente olvidable, no solo por la dureza inhumana del propio recorrido, sino, básicamente, por el abismo que se abre entre Lucas y los islandeses que lo acompañan como porteadores y guías, excluyendo un ayudante cuya vida acabará perdiéndose por la febril determinación de Lucas de sortear peligros que bien podrían acabar con la vida de alguno de los miembros de la expedición, y aquel que resulta damnificado es con quien había establecido una relación fraternal en la que incluso puede intuirse alguna atracción homoerótica. El botín de tantas penalidades es el desfile interminable de paisajes espléndidos captados con una fidelidad fotográfica inmejorable. Cierto, el delirio fotográfico de Lucas subyace a la aventura, teóricamente vemos el paisaje a través de sus ojos, porque no podemos hacerlo a través de la lente de su rudimentaria cámara, pero él aspira a captar la naturaleza virgen de un terreno prácticamente inviolado, como si hollara un territorio virgen que ni siquiera los acompañantes islandeses hubieran pisado nunca.

          En la medida en que Islandia era colonia de Dinamarca, hay una evidente tensión, sobre todo lingüística, entre unos y otros, algo que llama poderosamente la atención, y el enfrentamiento se concentra entre el jefe de la expedición y, posteriormente, constructor de la iglesia donde va a cumplir su destino pastoral Lucas. El pueblo adonde llega, cuyos vecinos jamás nos son mostrados, porque, tras estar al borde la muerte en el camino, Lucas reaparece, como por arte de birlibirloque —que en el lenguaje cinematográfico son las elipsis—, en la casa de un adinerado danés que vive con dos hijas, una adulta y una niña. La primera acabará convirtiéndose en objeto de deseo del pastor; la segunda es un prodigio de espontaneidad y no tiene nada que ver con el laconismo y la parquedad gestual ni de su padre ni de su hermana ni del propio Lucas. La vida del protagonista, que parece haber vuelto del más allá, a juzgar por la cara de alucinado con que volvemos a encontrarlo en el sótano de la casa y, después, en una cabaña en la que lo instalan porque no puede convivir con una mujer y una niña bajo el mismo techo, a juicio del padre, quien no tarda en ver en el pastor una amenaza para acabar perdiendo a su hija mayor. La película, casi de repente, da un giro en medio de una celebración popular en que los hombres se retan a luchar cuerpo a cuerpo, porque ahí emerge Lucas como un rival imbatible tanto para el padre de las chicas como para el constructor que le sirvió de guía hasta llegar a su destino. Hay muy pocas explicaciones de los cambios, y también, todo hay que decirlo, muy poca piedad religiosa en el protagonista. Mi Conjunta y yo estuvimos pensando durante mucho tiempo que se trataba de un impostor, que se hacía pasar por sacerdote, pero que sería incapaz de desarrollar una labor pastoral, como, de hecho, así sucede, aunque en ningún momento hay señales inequívocas de que sea el impostor que nosotros creímos ver en él.

          No adelanto el final, porque es difícil de entender cómo la ira puede llegar a los extremos a que llega en un personaje cuya trayectoria solo puede entenderse desde un desequilibrio muy profundo entre su misión y su condición sacerdotal. A lo largo del viaje, ni siquiera duda en pedir a Dios que lo aleje de allí, que lo arranque de tantas penalidades como está viviendo, aunque todas ellas, bien mirada la historia, son pocas, en comparación con las que lo tienen como protagonista indiscutible al final de la película.

          La película, muy centrada en la peripecia espiritual y social del protagonista, nos ofrece ciertos atisbos antropológicos que permiten comprender usos y costumbres no tan extraños como pudieran parecer, en una geografía tan remota y adversa. Pero incluso en el final vuelve a tener la naturaleza una presencia muy destacada, casi protagonista. No entendemos ciertas partes del argumento, sobre todo las motivaciones de Lucas y el padre de las chicas, pero no cabe duda de que sus interpretaciones son magníficas. En la medida en que se trata de una película eminentemente visual, hemos de reparar,  sin importarnos esas motivaciones, en la capacidad de subyugación de una fotografía y unos paisajes que adquieren un valor protagonista.  

 

domingo, 31 de marzo de 2024

«El sabor del té verde con arroz» y «Crepúsculo en Tokio», de Yasujiro Ozu, una comedia y un soberbio melodrama extraordinario.

 

Título original: Ochazuke no aji

Año: 1952

Duración: 115 min.

País: Japón

Dirección: Yasujirō Ozu

Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda

Reparto: Shin Saburi; Michiyo Kogure; Koji Tsuruta; Chikage Awashima; Keiko Tsushima;

Eijirô Yanagi; Kuniko Miyake; Chishu Ryu; Hisao Toake; Yûko Mochizuki; Koji Shidara;

Matsuko Shiga; Yôko Kosono; Mie Kitahara.

Música: Ichiro Saitô

Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W).

 

 



Título original: Tokyo boshokuaka

Año: 1957

Duración: 140 min.

País: Japón

Dirección: Yasujirō Ozu

Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda

Reparto: Ineko Arima; Kamatari Fujiwara; Setsuko Hará; Chishu Ryu; Isuzu Yamada; Kinzo Shin; Nobuo Nakamura; Teiji Takahashi; Eiko Miyoshi; Masami Taura; Haruko Sugimura; Sô Yamamura.

Música: Takinori Saito

Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W).

 

Ozu en todo su esplendor: una comedia rohmeriana y un melodrama que, por sus pausas contadas, te destroza el corazón.

 

          Volver a Ozu es entrar en una casa conocida, en unos pasillos por los que pasan sombras cotidianas, por salones donde los personajes apenas se dicen sino lo justo, beban sake o no, o en la barra de un bar donde dos extraños coinciden en la comanda y la dueña recibe más como una madre que como una hostelera. Una casa no necesariamente confortable, pero sí acogedora, aunque en sus habitaciones se gesten tragedias que apenas consiguen que una voz, usualmente un  nombre, suene más alta que otra. Y la cámara fija en la posición humilde en que la coloca Ozu, muy cerca del suelo, va a ser testigo de vidas que se viven con dolores o desesperanzas o desengaños que las condicionan cada jornada, aunque cada cual acuda a sus ocupaciones y la vida social quede retratada en algunos espacios cotidianos, nunca extraordinarios. Los amantes de su cine solemos recrearnos muy especialmente en los planos de transición que, al modo de los intertítulos del cine mudo, usa Ozu para efectuar un desplazamiento en la narración. Debería buscarse un nombre para esas «interimágenes», no sé, acaso intergramas u otro que defina esos «ínterin» de la vieja novela realista, cada vez que se trasladaba la acción a personajes o tiempos distintos. Esas imágenes de Ozu, usualmente planos de la ciudad, aparecen con una voluntad estética evidente, porque suele haber en ellos una cierta predisposición a «traducir» estados de ánimo o a indicar la imperturbabilidad de la vida social que parece discurrir ajena a los dramas que se cuecen en ella, con mayor o menor intensidad. Ozu planta su cámara y en la escena, aunque a veces fuera de ella transcurren muchas acciones que incluso son determinantes para el devenir de la historia, como el extraño accidente, acaso intento de suicidio, de la joven protagonista de Crepúsculo en Tokio, del que nos informa exclusivamente el ruido del frenazo de la máquina que alarma al dueño del local de donde ha salido la joven.

          El sabor del té verde con arroz es una comedia agridulce que gira en torno a las relaciones amorosas de mujeres casadas y solteras en el Japón contemporáneo, una comedia aparentemente amable, porque la guerra de sexos es el eje alrededor del cual gira la trama que lleva a tres amigas y a la sobrina de una de ellas a pasar un fin de semana casi clandestino en un balneario, a espaldas de los maridos. La historia se centra, no obstante, en una de ellas, de la que se hace un retrato que se ajusta al de la tradicional «malmaridada» del folclore, si bien, en este caso, la responsabilidad cae del lado de ella, dada su insatisfacción, lo que la lleva a despreciar a un marido cuyos gustos están en las antípodas de los suyos. La presencia de una mujer que es empresaria y una sobrina que no está dispuesta a casarse «a cualquier precio», completan la tríada protagonista. La estancia en el balneario, con la fantástica secuencia en la que identifican a los hombres con los peces del estanque a los que dan de comer dan el tono amable de toda la obra, que solo cambia cuando, tras haber desaparecido la protagonista sin dejar aviso, vuelve a casa y se encuentra con que su silencioso y tolerante marido se ha ido a un viaje de negocios a Sudamérica. La despedida, sin la esposa, tiene unas imágenes que recuerdan sobremanera los cuadros de Edward Hopper, a quien ignoro si Ozu conocía. Después de llegar a casa y no encontrar a su marido, a ese marido despreciado, la protagonista pasea por las estancias como una sombra buscando un cuerpo, contrariada, como si le estuvieran pagando con la misma moneda de ausencia. Pero llega él, tras una avería que ha hecho regresar al avión y posponer la salida para el día siguiente. Entonces, desde la frialdad de ella y la tolerancia de él, se organizan para prepararse una cena, sin saber siquiera ni dónde está la vajilla o los alimentos, porque el servicio se preocupa de esos menesteres. Y ahí se produce el milagro de la transformación de ella y cómo vuelve a ver con nuevos ojos su vida y a su marido, el amante de las cosas simples y familiares, como ese mismo «arroz con té verde» que forma parte de sus recuerdos familiares y que ella hasta esa noche mágica en la casa silenciosa había despreciado como el súmmum de la vulgaridad. Ozu, como siempre, planta la cámara y los personajes, con gestos casi imperceptibles, miradas tímidas, esbozos de sonrisa y movimientos medidos dirimen distancias insalvables y redimen incluso odios profundos incomprensibles.

          Crepúsculo en Tokio, a diferencia de la anterior, es una de las obras mayores de Ozu. Un melodrama que progresa hasta la tragedia en el caso de la hermana pequeña de las dos hijas del protagonista, un admirabilísimo Chishu Ryu al que le da réplica la hija mayor, Setsuko Hará, una actriz prodigiosa que brilló incomparablemente en Cuentos de Tokio, acaso la cumbre cinematográfica de un director que ha creado un mundo muy homogéneo. A su manera, podría hacerse con Ozu lo que hice un día con Rohmer: ver seis películas suyas seguidas, un auténtico maratón en el que las películas se sucedían como si fueran distintas historias de una sola película. En esta, que tiene una banda sonora que parece desmentir el drama profundo que alberga, como si fuera un elemento de contraste para enmarcar tragedia tan intensa como la de la hija en la imposible Gran Comedia de la vida, que absorbe incluso dramas tan acezantes como el que se nos atraviesa en el corazón, encogiéndonoslo. La historia es tan sencilla como efectiva. En la casa del padre se refugian hija y nieta huyendo de un matrimonio insatisfactorio. En La casa vive la hija pequeña, que ha dejado la universidad, atraída por un compañero que, además de dejarla embarazada, pasa de ella y, ante esa revelación, decide emprender una huida que la lleva a ella a recorrer una y otra vez los sitios habituales que él suele frecuentar. Súmese que a la ciudad ha regresado la madre de ambas hijas, que se separó del marido cuando la menor era pequeña, porque ella se enamoró de un joven con quien compartía su tiempo mientras el marido estaba destinado en otra provincia, hasta que, finalmente, se fue con él. Regresa y monta un local de juego frecuentado por el galán de la hija menor. La hija mayor va a verla y le pide que no le diga a su hermana que es su madre. La hermana alberga la sospecha de que ella no es hija de su padre, sino del amante de la madre con quien esta se fue. Poco a poco, se va cerniendo sobre la hija un futuro terriblemente oscuro y toma la decisión de someterse a un aborto, lo cual hace en una clínica legal. Y esta es una de las revelaciones postfílmicas que chocan: Japón, tras la guerra, y dados los escasos recursos para alimentar a su población, decide autorizar el aborto en parte como control de natalidad en parte para evitar el auge de hijos nacidos de uniones entre japonesas y extranjeros, es decir, con una perspectiva eugenésica, propia de su pasado filonazi. No se trata, pues, de un supuesto «derecho» de la mujer, sino de una estrategia gubernamental. Consumado el aborto, todo parece derivar hacia un drama contundente que no tarda en suceder, pero todo ello es mejor que lo conozca de primera visión el espectador, no por mis palabras palidísimas. Lo importante es que ni siquiera un planteamiento tan dramático es capaz de arrastrar a Ozu hacia un planteamiento en que la cámara se desplace en una u otra dirección. Ahí sigue, plantada en su sitio de siempre, fiel testigo de los tremendos desgarros que viven los personajes con una calma que sobrecoge, con una violencia que se reprime tras unos protocolos de relación que parecen inhibirla, pero que, sin embargo, acaba manifestándose. En esta película, la novedad, para mí, del salón de juego o del bar moderno, vigilado por la policía, que vela por la moralidad de jóvenes en peligro de caer en redes degradantes que las conviertan en parias, altera, en parte, el recoleto mundo familiar de espacios silenciosos, casi en permanente penumbra y que aquí contrasta con la luz que se apodera de la casa de la familia protagonista, cono el sol tras la tormenta. Supongo que en no pocas películas de Ozu hay un reflejo del gran drama de la derrota militar y de la reinvención del país, y que cierta sombría tristeza difuminada tiene más de contagio social que de manifestación individual propiamente dicha. La relación de las dos hijas con la madre alcanza unos niveles de dramatismo solo comparables al aciago destino de la hermana pequeña, cuya historia, por cierto, es recontada en una mesa de juego como una narración oral que la degrada hasta la burla inmisericorde de los participantes en la mesa de juego. Una visión que acentúa los trágicos relieves del drama, sin embargo. Y eso es lo que el espectador sufre con una congoja desasosegante. Pero nadie dijo que la vida haya de tener un final feliz.

           Tanto en una como en otra película, si algo caracteriza el cine de Ozu es la contención expresiva de los intérpretes, las miradas, el juego constante de interpretaciones de los silencios de los otros. No hay carcajadas en sus escenas, pero sí sollozos y lágrimas recogidas en el cuenco de las manos que nos ocultan a la contenplación ajena. Un mundo de detalles ínfimos con los que se acaban contando entresijos fundamentales de la historia que se narra. Se trata de un mundo adictivo, sin duda. Y si estar en sus películas es como estar en casa, verlas es reconocerse en un modo de ser y de estar que nos libera de nuestras prisas y nuestros desgarros emocionales que nos trastornan, aunque nuestra novedosa calma de la aceptada isiosincrasia nueva ni los oculte ni los niegue.

domingo, 24 de marzo de 2024

«Comanchería, de David Mackenzie o el «neowestern».

 

La ambigüedad moral y los «deberes» filiales en el oeste moderno.

 

Título original: Hell or High Water

Año: 2016

Duración: 102 min.

País: Estados Unidos

Dirección: David Mackenzie

Guion: Taylor Sheridan

Reparto: Jeff Bridges; Chris Pine; Ben Foster; Gil Birmingham; Katy Mixon; Dale Dickey; ;

Kevin Rankin; Melanie Papalia; Lora Martinez; Amber Midthunder; Dylan Kenin; Alma Sisneros: Martin Palmer; Danny Winn; Crystal Gonzales; Terry Dale Parks; Debrianna Mansini; John-Paul Howard.

Música: Nick Cave, Warren Ellis

Fotografía: Giles Nuttgens.

 

          Comienzo con  una precisión terminológica, pero el título buscado para traducir una expresión coloquial como Come Hell or High Water, me parece muy fuera de lugar, no solo porque ni siquiera el término, *Comanchería, que significa «tierra de los comanches», está aceptado por la RAE, sino porque ese modismo inglés sí tiene que ver con la historia que se narra en la película: «cueste lo que cueste», «sí o sí» o algo por el estilo hubieran estado más cerca de esa obstinación en cumplir una misión «caiga quien caiga», y bien que se intuye que alguno o algunos han de «caer», porque el empeño de la pareja protagonista no es otro que rescatar a un banco la propiedad de un rancho enajenado por la madre por una suerte de hipoteca inversa, pero mediante atracos a los propios bancos, a fin de reunir el dinero necesario para ello.

          Dos hermanos se reúnen apenas el mayor de ellos ha salido de la cárcel, donde ha pasado cinco años. Se trata de un hombre violento y arrojado, que no duda ante ningún peligro. El hermano pequeño, recién divorciado, quiere rescatar el rancho heredado de su madre para legárselo a sus hijos, sobre todo ahora que acaban de encontrar petróleo en él. El único medio a su alcance para reunir la suma de dinero exigida para cancelar la hipoteca es robar esa suma en los bancos, algo que llevan a cabo no sin cierta impericia pero, al tiempo, con férrea determinación, porque les va en ello el patrimonio familiar. Son dos personas muy distintas, y el hermano menor sabe que la insensatez del mayor puede causarles serios problemas a ambos e incluso abortar su estrategia sin haberla podido llevar a cabo.

          No tarda en aparecer la figura del ranger que ha de encargarse de perseguirlos por un territorio desértico, fotografiado con una extraña mística paisajística, y acaso de ahí el recurso del nombre para bautizar la película. Por esos caminos, desiertos, pueblos polvorientos  y sierras de Dios discurren las andanzas de los dos hermanos, hábiles en el camuflaje y prestos en la conducción para librarse de cualquier persecución. Por otro lado, el de la ley, la actuación parsimoniosa del ranger próximo a jubilarse halla en su compañero de origen indio el complemento perfecto para ofrecernos una «extraña pareja» con difícil complicidad, porque el ranger encarnado por Jeff Bridges, con evidentes rasgos racistas, lo que lo equipara a aquel mítico sheriff encarnado por Rod Sgteiger en En el calor de la noche, de Normnan Jewison, suele hacerle la vida imposible a su compañero, quien no deja de reconocer el instinto policial del viejo agente, lo que los lleva a acertar con la localidad donde los hermanos van a dar su próximo golpe, en el que, para perfecta animación de la trama, el hermano excarcelado acabará matando al policía del banco e hiriendo a un cliente, antes de, como el propone a su hermano, seguir cada cual por un camino: el menor, con el botín, hacia el escondite; el mayor, con sus armas, hacia el despiste de la policía para favorecer la huida del hermano, aunque ello implique una suerte de juego más que peligroso.

          No se trata, especialmente, de una película en la que abunden los diálogos, porque todo lo que ha de decirse quienes han de oírlo ya lo saben. El guion, por lo tanto, está atento a fijar las motivaciones de los personajes, la estrategia para salirse con la suya, burlar a la Justicia, a la policía y a los bancos, y vengar así la vejez amarga de la madre, y prestar atención a algunas escenas de carácter costumbrista que le dan sabor local a la historia, como el encuentro del hermano menor con la camarera en un bar restaurante enfrente de un banco que al final atraca su hermano de modo muy chapucero, y que lo obliga a salir por piernas de la localidad, o el restaurante donde comen los rangers, y en el que la camarera les pregunta «qué no querrán», en vez de lo contrario, una escena la mar de graciosa y que se desvela en su propio desarrollo.

          El guion ha sido escrito por Taylor Sheridan, también director, de quien he criticado muy favorablemente en este Ojo su ópera prima Wind River. Sheridan, natural de Texas, escogió la localidad de Archer City para el primer atraco, pero se da la circunstancia de que en Archer City se rodó La última película, de Bogdanovich, lo cual habla bien a las claras del mensaje metacinematográfico que palpamos enseguida en esas tomas de los pueblos amplios, semivacíos y crepusculares donde atracan, con mayor o menor fortuna los hermanos, lo que da pie a situaciones propiamente de cine cómico. Esa comicidad que aparece en la película aquí y allá atenúa el drama de la vida al límite que viven ambos hermanos y que se resolverá de un modo que lo ha de ver el espectador por sí mismo, porque, a buen seguro, le va a levantar serias sospechas sobre la moralidad o amoralidad de una película que, en última instancia, nos habla de una Usamérica en la que la supervivencia exige, a veces, aventuras delirantes como la que se narra en *Comanchería.

          Las interpretaciones, todas ellas muy ajustadas, dotan a la película de un grado de verdad muy propio de este neowestern crepuscular en el que la vida y la muerte, la venganza, la amoralidad y los buenos sentimientos se cruzan sin saber nunca muy bien donde empiezan y acaban las razones de cada cual para hacer lo que hace. El sentido de la amistad entre colegas o hermanos, sin embargo, resplandece como un brochazo de humanidad en lo que, para todos los personajes de la película, es una auténtica selva donde se escenifica la lucha por la vida (y el patrimonio).