domingo, 17 de marzo de 2024

«El último millonario», de René Clair o aquellas viejas fábulas encantadoras…

 

Un sainete con tintes surrealistas sobre el poder, la sumisión y el amor…

Título original: Le dernier milliardaire

Año: 1934

Duración: 92 min.

País:  Francia

Dirección: René Clair

Guion: René Clair

Reparto: Max Dearly, Sinoël, Paul Ollivier, Marthe Mellot, Charles Redgie, Renée Saint-Cyr, Marcel Carpentier, Raymond Cordy, José Noguéro

Música: Maurice Jaubert

Fotografía: Rudolph Maté, Louis Née.

 

El Ducado de Fenwick, Ruritania, Freedonia, Pimlico… y tantos otros países imaginarios aparecen en películas con fuerte color satírico en las que, por lo general, se hace una ácida crítica del abuso del Poder, del poder del dinero y de la corrupción política y moral de sus dirigentes. Todo ello bañado, usualmente, en carcajadas que, entre bromas y veras, suelen levantar un retrato bastante fidedigno de las miserias humanas. A esa lista hemos de añadir mi reciente descubrimiento: Casinario, el reino imaginario creado por René Clair para despacharse a gusto contra los absurdos del Poder y el poder absoluto del dinero, encarnado aquí en un millonario nacido en Casinario y que hizo fortuna en Usamérica. Que en la cinematografía de la película encontremos a un futuro director de tanto interés como Rudolph Maté nos permite intuir lo que, apenas comenzamos a ver la película, distinguimos enseguida: la virtuosa perfección formal de la obra, tanto en los exteriores como en los interiores de los magnos lugares, el palacio real y el casino, ¡única fuente de ingresos del reino!, y de la que viven todos los habitantes de Casinario como funcionarios, salvo el pobre oficial que se pasea displicentemente por el reducido reino, una ciudad portuaria, rechazando la calderilla que algún desaprensivo le ofrece.

Estamos, por lo dicho nadie lo duda, en una estilizada parodia del Principado de Mónaco, que toma Clair como motivo cercano para construir una fábula política con lejanos ecos del teatro de marionetas con un sentido del humor que no abandona el metraje en ningún momento y que llega, en el delirio narrativo de la experiencia de bancarrota por la que pasa el reino de Casinario, a un planteamiento que roza el surrealismo-

La situación de bancarrota está sumiendo en la desesperación al pueblo de Casinario, que comienza a rebelarse contra la familia real. La solución es, como siempre, fijar un objetivo irrealizable como metra para superar el aciago presente. El método, sin embargo, consiste en pedirle un empréstito de 300 millones de dólares a un hijo de Casinario que ha triunfado, como banquero, en Usamérica. La contrapartida: ofrecerle la mano de la joven princesa heredera, de quien sería rey consorte, pues la reina madre anula el orden preferente en la sucesión y descarta a su hijo para abdicar en favor de la nieta. El magnate llega a Casinario y todo el reino se vuelca en honrar al hijo predilecto que regresa para «salvar» el reino y a sus habitantes del futuro sombrío de pobreza que les aguarda. El hombre, no obstante, ante las informaciones que recibe sobre la situación real del reino, en el que se ha vuelto a la economía de trueque —lo que la hace muy curiosamente cercana a la situación de Argentina y el famoso corralito…—, decide comunicar a todo el mundo que la reina le ha ofrecido la dirección económica del reino, y, aprovechando la ocasión, la política, que él añade por el mismo precio: el préstamo de trescientos millones. Todo discurre dentro de unos cauces en los que pronto advertimos dos historias paralelas: los intentos de la hija, enamorada del director de orquesta, una orquesta que solo toca el himno nacional…, por alejar el momento de ser llevada al altar por el millonario, y, por otro lado, la rebelión de los ministros y altos cargos de la Corte que no aceptan el gobierno autocrático del millonario, aunque este parece querer enmendar los años de corrupción institucionalizada que ha sufrido el reino. En uno de los intentos por deshacerse de él, sufre un asalto en su dormitorio y, a resultas de unas pruebas que hace su guardaespaldas, un detective privado, diríase que salido del mejor cine mudo cómico, el millonario sufre un golpe en la cabeza que lo atonta y le transforma la personalidad. Es en esos momentos, cuando pierde su continencia y severidad y se comporta como un absoluto idiota, cuando asistimos a los mejores momentos cómicos de la película, un brochazo de surrealismo o poética del absurdo que convierte cada decisión del primer ministro en el mundo al revés, con imágenes espectaculares, como la requisa de sombreros y su lanzamiento al mar para  mejorar la industria de la confección, por ejemplo.

Sí, algunos reconocerán en ese humor «blanco» poético un tipo de humor que entre nosotros encarnó a la perfección el humor disparatado de Enrique Jardiel Poncela, por ejemplo, y que, pasada la Guerra Civil Española, se manifestaría en una revista de humor como La Codorniz. Se trata, pues, de un tipo de humor «de época» que podemos ver en una película como I’ll Give a Million, de Walter Lang o La muerte de vacaciones, de Mitchell Leisen. So capa de un planteamiento absurdo, ir, poco a poco, dejando caer ciertas críticas con notable carga de profundidad que suelen calar en los espectadores. No quiero adelantar acontecimientos que han de ir viendo y descubriendo los espectadores en el orden dispuesto por el autor, pero la historia del casamiento permanentemente pospuesto, tiene un desarrollo que provocará la sorpresa de cualquiera, además de revelar no poco de la condición humana en ciertos personajes de la trama. Sí, también tiene mucho de viejo vodevil, atento a las entradas y salidas, a las confusiones y a los cambios inesperados que animan la acción. El giro final de los acontecimientos es insospechado, pero entra dentro de una lógica que se impone frente al mundo caduco de las aristocracias sin sentido de la realidad.

Quizás sea yo benévolo en exceso, pero este tipo de humor, la excelente realización, la fotografía y una puesta en escena magnificente hacen de esta película una de ese buen puñado de ellas a las que les corresponde, sobre otros, el calificativo de «deliciosa», por su ingenio y por su radiante humor que no cesa. Clair, digan lo que digan los «entendidos», es un valor seguro para disfrutar ante la pantalla.

viernes, 15 de marzo de 2024

«Vidas pasadas», de Celine Song o el mal de ausencia en una ópera prima muy sensible.

 

Rescatar el pasado o el trance de aceptar que no somos, en cierto modo, quienes fuimos.

 

Título original: Past Lives

Año: 2023

Duración: 105 min.

País:  Estados Unidos

Dirección; Celine Song

Guion: Celine Song

Reparto: Greta Lee; Yoo Teo; John Magaro; Moon Seung-ah; Youn Ji-hye; Jonica T. Gibbs; Federico Rodriguez; Choi Won-young; Jane Yubin Kim; Emily Cass McDonnell; Conrad Schott; Oge Agulué; Leem Seung-min; Kristen Sieh; Nathan Clarkson; Nadia Ramdass; Skyler Wenger; John-Deric Mitchell; Bob Leszczak; Isaac Cole Powell; Chase Sui Wonders.

Música: Christopher Bear, Daniel Rossen

Fotografía: Shabier Kirchner.

 

          En estos tiempos de comunicación global, nadie se pierde para nadie en el gran río de la vida. Y no siempre los «¿y qué habrá sido de…?» acaban teniendo un final feliz o siquiera amable. El planteamiento de la película supone, en efecto, la constatación de la validez de mi primer aserto, porque, a través de internet, no resulta complicado, en sociedades avanzadas, seguir el rastro de alguien y dar con la persona deseada para «rescatarla» de un olvido de, a veces, muchos años. Hay una suerte de rito nostálgico en esa búsqueda del pasado, viejos amigos, familiares lejanos, compañeros de escuela, amilegas, etc. al que parece difícil resistirse, si bien todo está en función del recuerdo óptimo que tengamos de ese pasado que queremos descubrir y con el que queremos reconectar.

          Los dos protagonistas de esta película han sido compañeros de clase muy «especiales» durante su infancia, hasta el punto, incluso, de poder hablarse de un «primer amor», jamás formulado de otro modo que el de la felicidad de compartir el tiempo y los juegos, hasta que ella, siguiendo a su familia ha de irse, con el consiguiente desgarro que ello supone. Ella se va a Canadá. Él se queda en Seúl. Su último encuentro es en un jardín en el que, bajo la atenta mirada de sus madres, juegan con absoluta complicidad. Pronto la vida de cada cual es absorbida por su presente inmediato y se olvidan el uno del otro, ¡hasta que ella decide rastrear su existencia en internet!, momento en el que se entera de que él la ha estado buscando también. El momento del contacto, y quien haya pasado por una experiencia similar sabrá la intensidad emocional involucrada en ese reencuentro extraño en el que dos desconocidos  vuelven a cruzar sus caminos como si nunca se hubieran apartado el uno del otro y no hubieran pasado los doce años de la primera separación y luego otros doce más hasta el encuentro en persona, estando, como en este caso de la película, ella casada y él, soltero, y sin saber muy bien qué rumbo ha de seguir en la vida, más allá del del trabajo y la añoranza de un lejano amor infantil que sigue guardando como un preciado tesoro en su memoria.

          La reanudación de la relación es inicialmente cibernética, de pantalla a pantalla, y permite constatar que el afecto de antaño sigue vivo, y que la felicidad de simplemente estar juntos aún mantiene su hechizo. En esta fase de la película, podemos relacionarla con otras como 10.000 km, de Carlos Marquet-Marcés, en la que se mantiene la ficción del enamoramiento de una pareja a través de la relación por videoconferencia a la distancia del título. 1000 km más se añaden en esta otra relación que relaciona a los protagonistas con veinticuatro años, antes de que cada cual siga el curso de su vida, a resultas del cual ella acabará contrayendo matrimonio con un escritor —en parte para conseguir el permiso de residencia en Usamérica— y él seguirá soltero y sin otro compromiso que el trabajo y la amistad. Han de pasar esos otros doce años —pero estamos lejos de la propuesta de Richard Linklater, Boyhood, y sí más cerca, acaso, de su trilogía del Antes de…— para pasar la prueba de fuego de la cercanía, del contacto físico y de la convivencia, aunque sea la algo forzada de ciertas salidas turísticas en una Nueva York muy hermosamente fotografiada, con una presencia y una nitidez que aparecen, sobre todo sus edificios luminosos, como un recordatorio del Manhattan, de Allen. Hacía tiempo que no veía Manhattan tan hermosamente fotografiado como aparece en esta película.

          La castidad del encuentro entre ambos, él, Hae Sung, tan tímido, y ella, Nora, casada y supuestamente enamorada de su marido, aunque sintiendo aún un fuerte tirón afectivo hacia su cómplice de infancia, quien permanecía a su lado, como un feroz e impasible guardián armado, cuando ella cedía a sus muchos llantos, nos ofrece una relación muy sutil que acabará complicándose con la entrada en liza del tercero en discordia: el marido. La impotencia de este, quien se siente marginado ante la relación en coreano de su mujer y su amigo de la infancia le lleva a revelarle que está estudiando coreano porque, por las noches, ella solo habla, cuando sueña, en coreano, acaba «complicando» relativamente el encuentro, porque él se siente inseguro respecto de la reacción de su mujer, aunque, en su calidad de escritora teatral, le recuerda que es imposible que ella deje colgado un ensayo teatral, y menos por ningún hombre. Pero esa valiente afirmación es anterior al encuentro en persona, cuando aparece el concepto budista del In-yun, de acuerdo con el cual, cada uno de nosotros está destinado a tener una relación con alguien con quien, acaso, no hayamos hecho otra cosa que rozarnos inadvertidamente, un hecho aparentemente intrascendente pero que puede tener consecuencias duraderas en nuestras vidas. Hay, en ese concepto, una visión poética de las relaciones amorosas que la película ejemplifica en el caso de ambos protagonistas, cuyo «roce» en la infancia fue tan marcado como para poderlos convencer, ahora, de que han nacido el uno para el otro. La película, romántica como pocas, pero también contenida y sin el más mínimo alarde de sensiblería, va por otros derroteros, esto es, por la fuerza del presente y de lo real frente a las teorías del amor idealizado, pero el caso es que el buen mozo, Yoo Teo, que se planta ante ella, con la misma timidez que de niño, pero también con la misma devoción amorosa, la hace dudar seriamente de cuál ha de ser el derrotero que siga su vida. A quienes no les guste que les destripen los finales, haga el favor de detener su lectura, pero, dada la economía de gestos de la película, tan de matriz oriental, no puede pasar desapercibido al espectador que cuando él se va al aeropuerto en el taxi y ella lo despide en la acera de la calle, vuelve al refugio del abrazo de su marido, pero ella continúa con los brazos extendidos y paralelos al cuerpo, como si aún estuviera recriminándose no haberse ido con su «verdadero» amor. Sí, claro, el In-yun garantiza que siempre se está a tiempo de recuperarlo, porque esa teoría del amor implica un altísimo número de contactos como requisito previo para poder cumplir con él.

          Aunque la puesta en escena, con el fabuloso retrato de Nueva York, otorga cierta majestuosidad a la película, estamos ante una película intimista, casi sotto voce, con diálogos nada grandilocuentes, pero sí llenos de sorpresa y admiración por el azar de los caminos que siguen las vidas. Hay mucho lenguaje fático, el propio que admite esa presencia apabullante de lo real imponiéndose contra cualquier intento de cambiar lo que ha sido escrito con la tinta indeleble del azar: no otra cosa son los wow! con que se saludan a uno y otro lado de la pantalla cuando por fin se encuentran, por ejemplo.

          Si la protagonista, una mujer ambiciosa que quiere llegar a lo más alto en su carrera de escritora, nos enamora con su sensibilidad, la actuación de Yoo Teo es de todo punto admirable, y en su presencia, acaso un poco «acomplejada», por el poco mundo que tiene el joven, se condensan rasgos tan atractivos como la sinceridad y la pasión intacta, aunque controladas por una timidez que lo lleva, acaso por falta de confianza en sí mismo, a no intentar «modificar» una vida tan «escrita» como la de su antiguo amor. Ambos, el uno frente al otro, tienen la misma duda: ¿soy yo, sigo siendo…, aquel que fui? La doctrina budista de los cambios constantes, fundamento del Yijing, impide dar una respuesta definitiva a esa pregunta, si bien siempre queda la esperanza de la puerta abierta a un encuentro futuro.

          Una historia de amor muy de nuestro tiempo, en el que parecemos empeñados en no renunciar a nada; pero ciertos descubrimientos no tardan en revelarnos que la esencia de la vida es la toma de decisiones que nos impiden, paradójicamente, poder tenerlo todo. El dolor de la ausencia, no obstante, puede acabar enquistado de forma endémica en cada uno de nosotros.

«American Fiction», de Cord Jefferson, ópera prima con mucho oficio.

 

El poder, los estereotipos y la ideología woke… en una comedia con excelentes finales…

 

Título original: American Fiction

Año: 2023

Duración: 117 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Cord Jefferson

Guion: Cord Jefferson. Novela: Percival Everett

Reparto: Jeffrey Wright; Tracee Ellis Ross; Erika Alexander; Issa Rae; Sterling K. Brown;

John Ortiz; Leslie Uggams; Adam Brody; Keith David; Myra Lucretia Taylor; Raymond Anthony Thomas; Okieriete Onaodowan; Miriam Shor; Michael Cyril Creighton; Patrick Fischler; Neal Lerner; J.C. MacKenzie; Jenn Harris; Bates Wilder; Michael Jibrin; Skyler Wright; John Ales; Michele Proude; David De Beck; Becki Dennis; Greta Quispe; Kate Avallone; Dustin Tucker; Justin Andrew Phillips; Jason A. Martinez; Celeste Oliva; Alexander Pobutsky; Michael Malvesti.

Música: Laura Karpman

Fotografía: Cristina Dunlap.

 

          Otra pieza cobrada a la actualidad: una película con Oscar al mejor guion adaptado en la primera aparición en un largo de su autor, Cord Jefferson, habitual de la televisión, y a quien se le cerraron no pocas puertas antes de poder sacar adelante su proyecto. El premio reconoce la calidad de un guion perfectamente trabado que fluye con una doble perspectiva: el drama familiar y la comedia en el mundo literario. Arranca con el despido de un novelista de su puesto como profesor de escritura en una universidad, donde es denunciado por el wokismo dominante en tantos sectores de la sociedad usamericana y europea, y su regreso a la casa familiar para encontrarse no solo con la muerte de su hermana, el ángel de la guarda que lo ha librado de la responsabilidad frente al envejecimiento de su madre —su padre se suicidó en la casa de la playa de la familia—, con Alzheimer declarado y a quien él se ve forzado a cuidar, dada la ausencia del otro hermano, un escultural gay, aficionado a colocarse, con  quien se reencuentra y a quien tendrá que descubrir para aceptarlo, si bien es él quien se encarga de todos los trámites para instalar a su madre en una residencia donde reciba los cuidados que él no está dispuesto a prodigarle, por supuesto, y en buena lógica vital. Después de algunas publicaciones exitosas, el autor protagonista choca contra un muro de incomprensión acerca de sus proyectos de notable altura intelectual. La desaparición de su fuente de ingresos lo obliga a buscar una solución y, a modo de divertimento, se dedica a escribir una novela llena de motherfuckers y otras crudas lindezas en un ambiente de marginación y drogas que, en un guiño cómico no original, pero sí efectivo, se representa ante su escritorio, de tal manera que los personajes están pendientes de lo que a él, finalmente, le dé por escribir. La escena es divertida y constituye una muestra del disparate frenético y sádico de ciertos ambientes que parecen inspirados en The Wire, de David Simon,  pero en su versión más cutre. Al final, la firma con un pseudónimo  y se la envía a su desesperado representante, quien la mueve entre los editores y consigue «colocarla», con la ficción contextual de que el autor es un huido de la Justicia, y de ahí el uso del pseudónimo. El experimento, en consecuencia, que se inicia como un juego, acaba cobrando una dimensión que se le escapa de las manos al autor, quien, además, es convencido para participar como miembro «de cuota racial» en el comité que otorga el premio al libro del año, comité donde ha de evaluar su propia obra, a la que, en un triple mortal sin red, decide cambiarle el título original por el de Fuck, ante el estupor, primero, y el entusiasmo, después, de los editores que están dispuestos a pagar por esa «mierda» deliberada, hasta 750.000$, lo que queda chico ante los cuatro millones que, rodando y rodando la bola del disparate, está dispuesto a pagarle un director por la adaptación al cine. Y ahí la trama deriva hacia una complicación argumental que se superpone a la historia cotidiana de la vida familiar y la relación del protagonista con una vecina que ha leído sus libros pero a la que sorprende leyendo el bodrio que ha escrito para reírse de los lectores blancos a los que todo lo relativo a la «negritud» les interesa y siguen desde esa superioridad que, junto a otra escritora con quien coincide en el jurado, él califica como «de los Hampton», esto es, la zona residencial del extremo de Coney Island con el valor inmobiliario más alto de toda Usamérica.

          Las dos tramas, que canónicamente acaban convergiendo, se siguen con absoluto placer, gracias, sobre todo, a un protagonista, Jeffrey Wright, que pasea su escepticismo y su contención expresiva a lo largo de la película con un magnífico sentido del humor. Estamos ante un escritor consciente de lo que son los altos valores culturales de la literatura y que se ve embarcado en una suerte de engaño masivo que descubre las miserias de un mundo editorial amigo del sensacionalismo y dispuesto a convertir en un superventas una novela que ni llega a la altura de las de quiosco, las venerables muestras de pulp-fiction a las que rindió extraordinario homenaje Tarantino en su famosa película. Junto a esa trama desternillante, el drama familiar, al que el hermano y la criada de la casa con su boda tardía, añaden un toque de comedia, nos priva, por exigencias del guion que imponen la muerte de la hermana cuidadora para que el autor haya de vérselas con la vida real, en vez de solo con sus elaboradas ficciones, la presencia de una actriz, tan eficaz en su papel de doctora desengañada, como Tracee Ellis Ross. ¡Una lástima que el guion exija óbitos estratégicos así!

          American Fiction, pues, viene a ser como una alternativa a los premios «oficiales» del poderío productor, filmada desde una visión muy realista de la sociedad usamericana y con muy notable sentido del humor. Tenía razón su director. Es posible que en vez de una película de doscientos millones, se deberían hacer diez de veinte, porque hay muchas historias que merecen ser contadas. Y esta de Cord Jefferson es una buena muestra.

miércoles, 13 de marzo de 2024

«El parador del camino», de Jean Negulesco y la fotografía de Joseph LaShelle.

 


Entre el melodrama y el cine negro… una sobresaliente Ida Lupino.

 

Título original: Road House

Año: 1948

Duración: 95 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Jean Negulesco

Guion: Edward Chodorov. Historia: Margaret Gruen, Oscar Saul

Reparto:  Ida Lupino; Cornel Wilde; Celeste Holm; Richard Widmark; O.Z. Whitehead;

Robert Karnes; George Beranger; Ian MacDonald; Grandon Rhodes.

Música: Cyril J. Mockridge

Fotografía: Joseph LaShelle (B&W).

 

          Que Joseph LaShelle, ganador de un Oscar por la cinematografía de Laura, y después nominado en otras ocho ocasiones, esté al mando de la atmósfera lumínica que respira la película es algo así como ponerse a rodar sabiendo que has de hacer muy poco para no malograr tanta sabiduría fílmica como, en efecto, aparece en esta película con una historia sencilla, local y sin misterio, pero con una intensidad en el modo como la viven sus personajes que podemos cifrar en la sobresaliente actuación de la «Bette Davis de los pobres», como se definió Ida Lupino, de idéntica manera que se autotituló la «Don Siegel de los pobres» cuando se pasó a la dirección y nos regaló obras que van ganando crédito con el paso del tiempo, algunas de las cuales están criticadas en este Ojo.

          Que aparezca Richard Widmark, un clásico del cine negro, con ese arte para llevar la gabardina y los sombreros, como dueño de un bar de carretera con sala de espectáculos y bolera, indica que algo turbio —la psicología que bordaba Widmark— acabará cociéndose en la historia. Nuestra sorpresa es que durante la mitad de la película, la película se acerca más al melodrama que al cine negro, porque la llegada de Widmark con Lilly, Ida lupino, para convertirse en «animadora» del local y aumentar los beneficios de sus locales, va a despertar, casi inmediatamente, una atracción salvaje en el socio de Widmark, un honesto, rudo, trabajador y atlético Cornel Wilde, todo un prodigio de limitación expresiva que, sin embargo, «funciona» con eficacia, sobre todo en las situaciones límite y en los primeros planos con Lupino, que es quien, en realidad, organiza su caza, a pesar de que Wilde tiene clara conciencia de que ella ha llegado de la mano de su jefe y de que este le ha revelado que se ha enamorado de ella, lo que prueba una escena en que el enamorado se toma la libertad de entrar en la habitación de ella sin su permiso,  con el desayuno en una bandeja y un búcaro de flores, aunque lo que provoca es la queja de la «violación de la intimidad» por parte de ella. Con un casi encadenado, de esa escena pasamos, poco después, a la repetición de la misma escena, pero esta vez en el club, donde ella está practicando las lecciones que Wilde le ha impartido a requerimiento de Widmark, lecciones en las que la Lupino despliega un sucinto vestuario tan propio para la bolera como para bolear a la res como una gaucha… El caso es que lo despierta, pero después le lleva una bandeja con el desayuno, y ahí ya sabemos que todo acabará mal, porque se cruzan dos historias de amor que, estando Widmark por medio, no se puede resolver «hablando civilizadamente».

          Nada más llegar a la pequeña población, Wilde le pone doscientos dólares en la mano y le sugiere que se vaya, dando a entender que ya ha habido otras antes que ella y que las cosas no han acabado bien. Pero Lilly es una mujer resuelta y dispuesta a gobernar su propia vida, algo que la va a enfrentar a los dos hombres a los que acaba seduciendo. Nada más iniciar su carrera como cantante en el local, la interpretación de One for My Baby, el éxito de Johnny Mercer que popularizó Frank Sinatra y con el que Ida Lupino se atreve con una maravillosa y melódica voz ronca —su papel «exige» que fume durante toda la obra de modo compulsivo, aunque en la hora de las confidencias amorosas sabremos que, en parte, se debe a la frustración de no haber podido ser una cantante de ópera— que seduce no solo a los clientes, sino al propio Wilde, hasta ese momento reacio a su presencia, por lo que se ve en la obligación de disculparse con ella.

          La puesta en escena del local,  la profundidad de campo que se consigue en las tomas de la bolera, las tomas aéreas del centro de la pequeña localidad, el caserón de Widmark y algunos exteriores, como la salida al lago, con una toma desde el jeep, con una celosa Lilly de las evoluciones acuáticas de Wilde y la otra trabajadora del local,  Celeste Holm, que suma dos acciones distintas en un solo plano que las une, de modo que, al final, acabará decidiéndola a improvisar un bañador y acercarse a «su» pieza, por si acaso…
Celeste Holm consiguió un Oscar por La barrera invisible, de Elia Kazan, y trabajo en Eva al desnudo, de Mankiewicz, entre otras.

          El modo como progresa la acción y se va afianzando el idilio entre Lilly y Wilde se «trunca» cuando Widmark regresa del viaje de negocios que estaba haciendo con una licencia matrimonial que quiere someter a la firma de Lilly, algo que ella vivirá como una «imposición», pero que, para Wilde, empleado de Widmark, supone algo así como un decreto de expulsión del campo de juego. Es ella quien lo convence para defender su amor y enfrentarse a su jefe, algo que finalmente hace, pero con el resultado esperado por la audiencia y, en parte, por el empleado: Widmark hará todo lo posible para impedirlo y vengarse de semejante afrenta.

          La película tiene un giro insospechado cuando, la noche en que ambos se van de la ciudad son arrestados por haber robado Wilde la caja fuerte del local. Tras un juicio que se resuelve de modo condenatorio para Wilde, una pena de no menos de dos ni más de diez años, Widmark intercede ante el juez para que le concedan la parole, la libertad condicional, que, si transgredida,  lo llevará inmediatamente a la cárcel por el periodo mayor: diez años. Widmark, que pasa por magnánimo, se convierte en algo así como el «dueño» de la vida de su empleado y, de rebote, de la de Lilly, con quien se casa, porque esta en modo alguno quiere poner en peligro la vida de su verdadero amado.

          A partir de ahí, el espectador podrá disfrutar de un final espectacular sobre el que corro la cortina más opaca. Hasta aquí, sin embargo, nos han traído unas interpretaciones más que convincentes, ¡esa risa espeluznante de Widmark!, y, por encima de todos, una espectacular mujer fuerte encarnada por Lupino con una convicción absoluta, porque su reivindicación de la mujer que escribe su historia es un valor añadido de la película en una época en que no solía ser lo frecuente en las pantallas.

          Negulesco es un maestro indiscutible y aquel año de gracia de 1948 no solo rodó está película interesantísima, pero poco vista, me temo, sino que consiguió un Oscar para Jane Wyman con Belinda, una de las joyas del séptimo arte.

         

         

         

martes, 12 de marzo de 2024

«Nacido para matar», de Robert Wise, su debut en el cine negro.

 


Anatomía del mal sin fisuras en los rígidos cánones del género.

 

Título original: Born to Kill

Año: 1947

Duración: 92 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Robert Wise

Guion: Eve Green, Richard Macaulay

Reparto: Claire Trevor; Lawrence Tierney; Walter Slezak; Phillip Terry; Audrey Long; Elisha Cook Jr.; Isabel Jewell; Esther Howard.

Música: Paul Sawtell

Fotografía: Robert De Grasse (B&W).

 

          Una trama compacta y un crescendo que desafía cualquier lógica son, curiosamente, dos serios valores de este debut de Wise en el cine negro. De hecho, desde su inicio en Reno, con el divorcio de la protagonista, la trama se sucede con una sola premisa: la atracción del mal unida al deseo sexual. El protagonista de la historia es un psicópata que convive con un amigo que intenta dominarlo para que no se meta en líos, encarnado por un secundario de lujo, Elisha Cook Jr., también habitual en roles de psicópata, por cierto. El protagonista mata a una novia de circunstancias porque esta le ha sido infiel, y lo hace en la casa de ella, donde se hospedan dos mujeres más, la protagonista y una mujer mayor que acaba heredando la casa y algún dinero de la asesinada, bienes con los que contrata a un investigador privado para que busque al asesino de su anfitriona. La actuación de esa amiga, Esther Howard, aunque peque de una leve sobreactuación, es, junto con el detective, Walter Slezak, de lo mejor de la película, porque Claire Trevor peca de ceguera apasionada por un hombre al que cualquiera cala de buen comienzo, menos ella y su hermanastra, la hija rica del padre de ambos y de cuyo dinero vive la hermanastra. Cuando se produce el asesinato en Reno, ambos protagonistas dejan la ciudad en el tren para desplazarse a San Francisco, ella, que ha descubierto los cadáveres, tratando de no sentirse involucrada; él, por razones obvias, tratándose del asesino. Ambos han cruzado sus miradas y su deseo en un casino, antes del asesinato; después de él vuelven a encontrarse en el tren, en el ferry y, más adelante, en casa de ella, cuando conoce a la hermana rica, con quien acabará casándose.

          Todo discurre de un modo fluido, pero las maniobras del detective, la querencia que él tiene por la protagonista y la pasión de esta por un hombre tan  atractivo como malvado, hacen el resto para complicar la trama hasta un final en parte precipitado y en parte lógico, porque se ha ido estrechando el cerco sobre el asesino, máxime tras el asesinato de su compinche por unos celos infundados, porque los celos del protagonista respecto de sus enamoradas de turno son uno de los principales resortes de su despiadada agresividad. Quizá deba decir ya que Lawrence Tierney, el protagonista, no fue una buena opción, pero ya entiendo que la producción semi-A, por no decir que es directamente de la serie B, dada la aparición de Claire Trevor, no permite dispendios mayores. Tierney tuvo su momento, es cierto, pero no fue un triunfador nato, y no me extraña. Para que se me entienda, viene a ser una mezcla entre George Raft y Ben Affleck. Los jóvenes lo reconocerán por ser el «cerebro» de Reservoir Dogs, donde su temperamento casi psicopático, el propio del personaje de esta película que critico,  lo lleva a enfrentarse a puñetazos con Tarantino. No tiene una filmografía muy extensa, pero tampoco me extraña. En esta película, aunque cumple, en términos generales, se notan demasiado sus limitaciones expresivas, lo cual es un lastre que, como no podía ser de otro modo, se reflejó en los resultados en taquilla. Tengamos presente, no obstante, que los «valores» que atraen seductoramente a la protagonista son, tal como ella los enumera: «la fuerza, la emoción, la depravación». Si a ello unimos el juego sucio del detective, quien no tiene ni oficina y cita a sus posibles clientes en un banco del parque, nos encontramos con una visión social que nos habla claramente de la podredumbre de una sociedad en la que la «pasta» (dough, en versión original…) y el mal lo dominan todo.

          En cuanto a la realización, en la que priman los interiores, salvo el intento de acabar con la amiga de la primera asesinada, en una playa por la noche, y del que se salva porque los celos del psicópata lo han llevado a seguirlo para acabar con él, lleno de ira, el director ha privilegiado ciertas tomas en picado de primeros planos de los dos amantes, y ha optado por una iluminación contrastada, acentuando, precisamente, los tonos sombríos que reflejan el alma turbulenta y despiadada del psicópata. La casa de la hermanastra rica es una mansión y los salones responden perfectamente a la tipología de ese tipo de viviendas. Del mismo modo, la humilde habitación donde se instala, en un hotel, la heredera que ha contratado al detective se nos ofrece con unos planos que acentúan la opresión del lugar y preludian ese intento de asesinato que veremos después.

          La intensa actuación de Claire Trevor destaca por la elegancia en el mal que intenta acallar cuando su hermanastra acaba en los brazos del seductor, de quien ignora que cometió el asesinato de la casa donde se hospedó temporalmente en Reno. El detective, que la extorsiona para que ese crimen no afecte a la familia de la protagonista, la cala bien cuando, como parte de los tópicos del género, le recuerda, a través del teléfono, la cita bíblica que la lapida: «Más amargo que la muerte / es el corazón de una mujer retorcida. / Quien caiga bajo su hechizo / necesitará la compasión de Dios».

          Sin ser, ya digo, una muestra inolvidable del género, se sigue con notable interés y Wise consigue que ese aroma letal con que arranca la película permanezca en el ambiente durante todo el metraje. Eso sí, no pidan de Tierney lo que él no puede dar, pero disfruten con el resto, ¡que no es poco!

 

jueves, 7 de marzo de 2024

«Las maniobras del amor», de René Clair o el color de la gran opereta.

 

Una visión agridulce del brusco final de la belle époque: de la conquista del amor hacia el más terrible de los mañanas…

 

Título original: Les Grandes manoeuvres

Año: 1955

Duración: 106 min.

País:  Francia

Dirección: René Clair

Guion: René Clair, Jérome Géronimi, Jean Marsan

Reparto: Michèle Morgan; Gérard Philipe; Brigitte Bardot; Jacques Fabbri; Pierre Dux; Jean Desailly; Jacques François; Yves Robert; Dany Carrel; Magali Noël; Michel Piccoli.

Música: Georges Van Parys

Fotografía: Robert Lefebvre.

 

 [Nota: La crítica desvela no solo el final, sino también el final no aceptado que rodó Clair y que hubiera dado un giro radical a la película.]      

       

 Autor de París que duerme, un mediometraje de cine fantástico, lindante con las distopías y rodado con un enorme y bonachón sentido del humor, René Clair es un cineasta sobre quien la crítica anda dividida, aunque las dos películas suyas que yo he criticado en este Ojo me parecen ambas excelentes: Me casé con una bruja y Sucedió mañana, y guardo excelente recuerdo, aunque no la tengo muy fresca, de El fantasma va al oeste. Quiero decir con ello que la primera película que rodó en color, obra de estudio, con enorme riqueza de decorados y vestuario, es fiel a su manera de hacer, aunque, en esta ocasión, Clair haya escogido un género no cinematográfico, la opereta, para convertirlo en una película que, bajo pretexto del retrato de cierta frivolidad, de la superficialidad de una época al borde de la desaparición, la belle époque, nos ofrece, con un giro sorprendente, una desgarrada historia de amor maldito. Como si el final fuera el preludio de la guerra hacia la que no tardarán en partir los oficiales que, hasta ese momento, han hecho de la vida galante su principal ocupación, con un tono de comedia festiva, y en parte bufa, en la que Clair se recrea con un humor sin aparentes aristas hasta que comienza a complicarse todo por motivos tan humanos como el despecho y los celos torturadores, nada serio parece que ocurra en una historia aparentemente banal y próxima, en su planteamiento a la vida del favorito Beau Brummell, visto recientemente en la película de Curtis Bernhardt, de idéntico nombre, Beau Brummell.

          Douglas Sirk rodó también una opereta, Concierto en la corte, a la que él se refería como «un pedacito de pastel vienés», pero se trata, en el fondo y en la forma, de un musical.  La película de Clair tiene música, en efecto, pero cumple otra función, aunque el tema principal de la película, Si tu m’aimais, que la protagonista, la tan bella como discreta Michele Morgan, oye cantar a una de las muchas conquistas del militar de quien ha ido enamorándose poco a poco, venciendo la resistencia a hacerlo y sin saber que ella es el objeto de un juego frívolo y desconsiderado que se urde a sus espaldas y que, por las ironías del azar, acabará trastornando al impenitente Don Juan, un Gérard Philipe de impecable actuación,  tanto en la vertiente frívola del personaje como en el súbito paciente de la más ardiente flecha de amor jamás recibida, lo que lo descompone y desnuda al tiempo, para acabar hundiéndole en dolores desconocidos. La letra de la canción de Georges van parys, escrita por René Clair, viene a ser como una suerte de resumen de la situación en que se halla la protagonista: Nous n'avons plus rien à nous dire / Tout entre nous n'était qu'un jeu / Un dernier baiser va suffire à notre adieu / Les mots d'amour c'était pour rire, / C'était pour rire ! / On dit : " toujours " on dit : " jamais " / On dit : " je jure " où " je promets " / La belle avance ! / Et ces grands serments, vois-tu, ça n'a pas cours / Dans le jeu des amours sans importance / Je t'écoutais en m'amusant / Mais à présent, mais à présent, / Je voudrais garder le silence / Si tu disais : " toujours ", " jamais " / Si tu m'aimais !...

          La historia arranca en una cena de oficiales retando al teniente Armand de La Verne a conseguir una mujer en el plazo de un mes, antes de que el regimiento salga de maniobras. Por los mil caminos del azar que van a recorrer los personajes de la opereta, entre los que se incluye el de la celebración de un duelo entre dos íntimos amigos, nuestro personaje se enamora de una mujer madura, propietaria de una tienda de sombreros y de quien está enamorado otro hombre que la corteja, aunque ella lo desdeñe. La resistencia de una discreta, bella y elusiva Marie-Louise Rivière, Michèle Morgan, va a conseguir que  el habitual proceso de conquista se convierta, poco a poco, por esas artes de la dilación, del sí, pero no, y del no, pero sí —en las antípodas del aguerrido ultrafeminismo de nuestros días— en un tormento para un Don Juan poco habituado a tanta resistencia, porque el resto de las mujeres que rodean al protagonista beben los vientos por él. El encuentro en el baile y el modo como traba conocimiento con la madura divorciada dan el tono cómico y galante de buena parte del desarrollo de la obra, y algunas imágenes recuerdan las de otros jardines y soldados, como los de La Ronda, de Ophüls, por ejemplo.

          Aunque el argumento se centra en la apuesta, recogida por escrito, un documento que acabará convirtiéndose en el detonante del movimiento que convierte la comedia bufa en una tragedia, la película presta atención a varias historias entre las que se encuentra la de la joven e ingenua Brigitte Bardot, enamorada del mejor amigo del protagonista, una pareja que viene a representar el contrapunto cómico del trágico que formarán los protagonistas cuando todo el enredo, por un acto de venganza movido por los celos del rival de Armand, un ser a quien sus hermanas ven como el más ridículo de los hombres, pero en cuya mano está el desenlace de lo que, hasta entonces, había discurrido primero por los caminos de la farsa y, posteriormente, por los, extrañísimos para Don Juan, caminos del verdadero amor, con la generosa dosis de sufrimiento que incluye la ausencia de la amada y la incomunicación, cuando él ha de partir dos semanas para unas maniobras en las que llega a desesperarse y sufrir, inconcebiblemente, para él. Experimenta una metamorfosis que lo llevan a plantearse incluso el matrimonio, algo en las antípodas de su concepción de la relación con las mujeres.  Prueba el veneno del amor y todo su ser se supedita a la espera de la siguiente dosis.

          De la opereta pasamos, así pues, a una película de amor en la que el azar de las circunstancias, con documentos tan comprometedores como el que hemos citado anteriormente, determinan el futuro de unos amores que se ven de muy distinta manera desde el hombre, olvidado de cómo nació su acercamiento a la sombrerera, y desde la mujer, que ha tenido en sus manos la prueba irrefutable de la vergüenza que le causa haber sido seducida para cumplir una apuesta…

          Como ya he descubierto demasiado, no quiero dejar de añadir que Clair había rodado, al parecer, un final que no fue respetado. En él, y como el amante había convenido, al pasar este a caballo de camino a las maniobras bajo la ventana del dormitorio de ella, si las ventanas estaban abiertas, ello  sería la señal inequívoca de que se mantenía el compromiso matrimonial entre ambos. En ese final trágico las ventanas están abiertas, y el teniente sonríe ufano por el brillante porvenir amoroso que le espera al lado de la mujer junto a quien ha descubierto el verdadero amor. Pero la cámara abandona su sonrisa satisfecha, retrocede y sube hasta las ventanas para penetrar en el cuarto de ella y acercarse hasta la cama, donde yace muerta… ¡Tremendo! Ni la sombra de ella detrás de las ventanas cerradas es capaz de competir con un desenlace tan trágico y que le da a la película un giro que la consagra como una obra de enorme calidad. Ese movimiento, un travelín lentísimo, quiero imaginarlo así, contrastaría, en el final, con la alegría de un montaje dinámico que va de secuencia en secuencia casi sin solución de continuidad.

miércoles, 6 de marzo de 2024

«Emily», de Frances O’Connor, ópera prima sobre la familia Brontë..

 

Una distorsión biográfica en un marco estilizado: la traición a lo real para realzar la posible fuente de la imaginación.

 

Título original: Emily

Año: 2022

Duración: 130 min.

País: Reino Unido

Dirección: Frances O'Connor

Guion: Frances O'Connor

Reparto: Emma Mackey; Adrian Dunbar; Oliver Jackson-Cohen; Gemma Jones; Fionn Whitehead; Alexandra Dowling; Amelia Gething; Sacha Parkinson; Philip Desmeules; Gerald Lepkowski; Elijah Wolf; Veronica Roberts; Cara Foley; Paul Warriner; Emma Harbour.

Música: Abel Korzeniowski

Fotografía: Nanu Segal.

 

          La familia Brontë ha sido objeto de copiosa atención crítica y, por supuesto, cinematográfica y literaria. No hay más que pensar en las múltiples adaptaciones cinematográficas de Cumbres borrascosas, entre las que destaca, por mucho, Abismos de pasión, de Luis Buñuel, o en la novela de Jean Rhys, El ancho mar de los sargazos, que se presenta como una precuela de Jane Eyre, por ejemplo. El debut en la dirección de Frances O’Connor, a quien no recordaba —¡cómo nos va abandonando la memoria…!— como la madre de I.A. de Spielberg, se ha centrado en una de las tres hermanas escritoras, Emily, ubicada en el orden de los hijos entre Charlotte, la mayor y Anne, la menor. El hermano, Branwell, nació entre Emily y Anne, y era, hasta su desvarío, el preferido del padre, si bien luego celebró los éxitos literarios de sus hijas, y muy especialmente el de Charlotte, la más emprendedora de todas.

          La película, rodada en los escenarios propios de la vida de la familia, intenta mostrarnos los entresijos de una vida familiar en la que la ausencia de la madre es determinante, así como la no mencionada ausencia de las dos hijas mayores, María y Elizabeth, que mueren de tuberculosis prematuramente, enfermedad que será la causante de otras muertes en una familia en la que todos, salvo el padre, mueren a edades tempranas, Emily incluida.

          Emily destaca, sobre todo, por ser una mujer introvertida, poco amiga de relaciones sociales, con una gran imaginación y una especial sensibilidad. La colaboración literaria entre los cuatro hermanos vivos nace como un juego en el que crean mundos fabulosos: Glass Town, Gondal y Angria, escritos en cuadernos diminutos, al tiempo que las tres hermanas escriben sus poemas, que, finalmente, publicarán con sus pseudónimos masculinos: Currer, Ellis y Acton Bells, nombre con el que aparece la primera edición de Cumbres borrascosas, a diferencia de lo que se refleja en la película. Pero esta no será, lamentablemente, la mayor de las licencias e infidelidades que nos brinda la historia. Entiendo bien la compulsión de crear una heroína romántica cuyos terribles amores malditos encandilen a las mujeres y hombres de nuestro tiempo, pero tengo para mí que un retrato más fiel a la época y a la austeridad emocional y social de que hizo gala Emily durante su corta vida, una contención que nada tenía que ver con su experiencia de la naturaleza y su atormentada psicología, hubieran beneficiado más a la película. Hay escenas propiamente «impensables» para la época, y de ello se resiente la película. A ese respecto, ¡cuánto más próxima a la realidad fue la versión fílmica de Terence Davies de la vida de la otra Emily, Dickinson, Historia de una pasión!, que guarda no pocas afinidades biográficas con la vida de Emily Brontë.

          La película de O’Connor se ve con agrado e interés, porque presenta una puesta en escena que permite a los espectadores «empaparse» de los escenarios reales donde transcurrió la vida de la protagonista, Haworth, en Yorkshire, donde el padre trabajaba como párroco. En la película, por cierto, no se explicita, pero el padre tenía una muy sólida formación, que incluyó su paso por la universidad de Cambridge. Sin duda, las inclinaciones de sus hijos habrían tenido en esa formación un primer impulso, además del aprendizaje que supone criarse junto a una persona tan ilustrada.

          La aparición de un ayudante del padre, William Weightman, hacia quien dirigen sus ojos las tres hermanas, va a desencadenar, en la película una historia de amor apasionado que marcará para siempre la vida de la protagonista, por más que sea una suposición atrevida, no un hecho probado, dado que, además, el aspirante a párroco se interesó, al parecer, por Anne, la hermana menor de Emily.  Lo cierto es que se trata de un amor romántico y trágico, con una sexualidad explícita totalmente inverosímil, pero, entre esa «liberación» y el consumo de opio, descubierto accidentalmente, se nos ofrece la estampa de una mujer rebelde que parece desafiar a su tiempo desde una posición de «empoderamiento» totalmente anacrónica. Emily, a diferencia de sus hermanas, que llegaron a ser profesoras, prefirió vivir en la casa familiar y convertirse en algo así como la administradora. Lo cierto es que de su novela, Cumbres borrascosas, pasa a la biografía un episodio  muy bien rodado: la observación fisgona de la vida cotidiana de unos vecinos cuya intimidad desafían. En la película, sin embargo, se resuelve con una elipsis lo que en la novela se presenta como realidad: que el terrible perro da caza a la protagonista de la novela, mordedura incluida. La biografía se abstiene, sin embargo, de reproducir el episodio real en que Emily se cauteriza con un hierro candente la mordedura de su propio perro, lo que da idea del temple de la escritora.

          Quizá lo más interesante de la novela sea el mundo de rivalidades en que viven los cuatro hermanos, aunque se dibuja un enfrentamiento celoso entre Charlotte y Emily que no me parece tampoco, sin ser un experto en la biografía de la familia, que responda demasiado a la realidad. De hecho, es Charlotte, a la muerte de Emily, quien promueve la segunda edición de la novela.

          Las interpretaciones se ajustan notablemente a los personajes, pero discrepo de muchas otras críticas en el acierto de la protagonista, Emma Mackey, porque, a mi entender, sobreactúa gratuitamente la mayor parte del tiempo. No sucede así, sin embargo, en dos momentos muy distintos de la historia, pero ambos resueltos excepcionalmente: la sesión espiritista a través de la máscara que perteneció a la madre, una secuencia que me parece lo mejor de la película, y la despedida, sábana de por medio, entre Emily y su hermano, llena de un lirismo que se ve acentuado por la profundidad del paisaje en la que se inserta.

          En conjunto, tanto la cuidadísima fotografía, como los bellos lugares escogidos para la filmación, son alicientes que invitan a recrear cómo fue la vida humilde de una familia cuyo cabeza tenía unos ingresos muy limitados, y nos permite descubrir ese pequeño mundo de relaciones fraternales tan complejo como atractivo.